17/9/76

La policía (17-9-1976)

Ayer los jefes superiores de Policía se reunieron en Madrid con el director general de Seguridad. Esta «cumbre» policial se ha tenido -y bien- pornoticia política. Semanas antes, la dimisión de Federico Quintero como jefe superior de Policía de Madrid llegó a merecer honores de primera página en algún periódico y también constituyó objetivamente una noticia de carácter político. Máxime si no olvidamos que en los propios medios gubernamentales se estima como necesario acabar con el quinterismocomo forma peculiar de entender el poder que debe tener la policía en la sociedad.Federico Quintero dimitió de su puesto al ver los recortes de competencias que sobre él se cernían. En suma: advirtió que se trataba de poner fin al quinterismo. Que tanto el ministro de la Gobernación como el gobernador de Madrid querían saber a quién se detiene cuando se trata de temas de índole política. Que no ocurriera lo de antaño: que algún alto cargo político esperaba inútilmente a cenar a una personalidad de la oposición que acababa de ser detenida por la brigada político-social.

Un ministro de este Gobierno trataba en privado la situación con estas palabras: «Si un jefe superior de Policía tiene capacidad para negociar la calle con la oposición, habrá que hacerle gobernador civil. Si no la tiene, tendrá que cuadrarse ante su gobernador y limitarse a recibir instrucciones.»

Ese y no otro es el tema: el poder político que, de hecho, ha venido ostentando un cuerpo de funcionarios como el policial en casi cuarenta años de autocracia. Y hay que tener el valor moral de afrontar este tema inmediatamente en beneficio de la democracia y de la misma policía.

Vivimos en un curioso país en el que el presidente del Gobierno tiene que desayunarse un sapo para digerir después toda la crítica que sobre su gestión se imprime. Este es un país donde el poder financiero se ve zaherido si la prensa independiente advierte que. cortocircuita descaradamente el juego de la política. Aquí, ni la Corona se salva de verse salpicada por las críticas. Todo esto está muy bien, es saludable y me atrevería a decir que es la única prueba de democracia genuina que hasta el momento se ha dado en el país.

Pero también es este un país en el que es preciso espigar con paciencia benedictina una crítica pública a una acción de la policía. Se pide ¡a dimisión de un ministro, se descalifica a un presidente, se cuestiona la decisión de un Rey, pero nadie parecía atreverse a reclamar el cese de un jefe superior de Policía. Con la dimisión del señor Quintero algo hemos ganado. Como poco, el ministro Martín Villa y el gobernador de Madrid, señor Rosón, parecen haber entendido que la dirección del orden público no es delegable ni siquiera en funcionarios tan competentes como el teniente coronel Quintero. Es un paso que debiera tener continuación, para que ,no parezca tan remoto el día en el que se pueda analizar críticamente el trabajo de un comisario o un inspector, en la misma forma en que se critica el que realiza un funcionario administrativo de superior categoría.

Carece de sentido estimar que la policía está exenta de la comisión de humanos errores y debilidades. Resultará un suicidio moral tener el tema por tabú. Supongo que serán los propios policías quienes tendrán por torpeza la decisión de Arias Navarro de declarar materia reservada las actuaciones judiciales relacionadas con los presuntos malos tratos a detenidos. Mantener esa manta de silencio sobre lo que de punible pueda ocurrir en una comisaría es confundir la parte con el todo. No en vano el fiscal que actuó en Canarias en el caso Matute (ex jefe de la brigada de investigación social en el archipiélago, acusado de la muerte de uno de sus detenidos) tuvo que comenzar su intervención jurídica recordando que no se trataba de juzgar a la policía, sino a un policía.

Pero no faltan quienes se empeñan en que los temas policiales continúen siendo tabú, secreto, intocabilidad, misterio, sombra. Yo pienso que la mayoría de los policías españoles -por encima de los hábitos profesionales propios de la autocracia, de los que todos tenemos que desprendernos- aspiran a la modernización de sus métodos investigativos, a su cualificación profesional, a su dotación técnica y económica y a una transparencia informativa hacia jueces y periodistas que en todo momento salvaguarde el honor del cuerpo al que pertenecen, aún cuando algunos compañeros tengan que quedar en la cuneta.

El caso es que no se concibe una sociedad democrática sin una policía también democrática. Y el carácter democrático de esa policía a la que aspiramos reside en su sujección a los poderes civiles y en esa transparencia informativa y jurídica cara a los abusos de autoridad que puedan cometerse. Insisto en que son los policías quienes primero deben meditar la opción: o quieren ser una organización temida por la sociedad, o aspiran a constituir una corporación de funcionarios públicos a los que paga el contribuyente para velar por la seguridad de todos y en beneficio de todos. Lo que no deben hacer, nuestros policías es caer en la tentación de procurar erigirse en ciudadanos por encima de toda sospecha.

31/8/76

Los embozados de la Castellana (31-8-2006)

El Gobierno ha pasado por la moviola el motín de Esquilache. Para algo tenía que servir que el señor presidente fuera antaño responsable de Televisión Española. Lo que se ignora, dada su reputación para las relaciones públicas, es como ha podido firmar un ukasé tan torpe como la declaración de materia reservada y secreta para los documentos que estudien los Consejos de Ministros.Esta versión administrativa del motín de Esquilache habrá sorprendido a muy pocos. Una cosa es que se celebre que el Gobierno en su declaración de principios declare solemnemente que la soberanía política reside en el pueblo. Desde la declaración de derechos de Virginia, 1776, ya se albergaban sospechas al respecto. No obstante fue grande el contento entre la población al comprobar que este Gobierno asumía el esfuerzo moral de admitir públicamente que la soberanía reside en la sociedad. Pero otra cosa es que el país espere que la democracia real la traiga este Gabinete.

Es sabido que la Ley de Secretos oficiales fue un instrumento carreristapara paliar los efectos democratizadores de la Ley de Prensa. Y ahora, cuando esa ley aparece como radicalmente obsoleta, pulsar el botón del secreto oficial ayuda escasamente a engordar la fiabilidad democrática del Gobierno.

Los embozados de Castellana, 3 vuelven por donde siempre solían los habitantes del viejo palacete. Ya Carlos Arias decretó el secreto sobre los trabajos de la comisión mixta Gobierno-Consejo Nacional sobre la reforma política. Hasta los más melosos críticos del sistema adujeron entonces que no cabía una reforma democrática del régimen sin que la opinión pública estuviera puntualmente informada de todos sus pasos.

Ahora no pasa otra cosa que lo mismo. Diez años de Ley de Prensa -que, con todos sus defectos, fue la única ley de mínimo recibo democrático en los últimos cuarenta años- abrieron un portillo informativo que los embozados de la Castellana se vieron precisados a entornar con la Ley de Secretos Oficiales. Apenas ocho meses de posfranquismo, el empuje de los periodistas en la procura de que al país no se le hurtaran informaciones de interés público ha redoblado la preocupación de los embozados.

Porque éstos sólo pueden temer de la prensa la publicación de sus proyectos y cábalas sobre el tránsito de la autocracia a la democracia. Y todos sabemos el peaje que los autócratas ponen a los demócratas para realizar ese arduo camino: «Dejen ustedes que hagamos la Ley Electoral y transigimos en todo lo demás». Es dudoso que, capa, embozo y chapeo calado se utilicen por los caballeros de Castellana, 3, para preservarse de otras indiscreciones que las relativas al susodicho tránsito.

Y resulta de todo punto lamentable que mediante el secreto oficial se pretenda hurtar a la sociedad, a la que se quiere llevar a las urnas de un referéndum, de la información indispensable para sufragar con conocimiento de causa. Máxime cuando el Gobierno -que es dulcemente ingenuo y tiene el techo de cristal- no tiene secretos para los periodistas aunque los quiera tener para el resto de los ciudadanos.

Ya dijo Suárez al Paris Match que: «... vamos a asombrarles a ustedes». No le quepa al pueblo francés la menor duda. Quedarán estupefactos. Más difícil resultará que los eternos enemigos de Esquilache -y ahora Esquilache ha reencarnado en periódico- asombren a un personal harto curado de espantos, trucos, pasos solapados y reformas debajo de la manta. Con secreto o sin él, a los embozados de la Castellana se les ha visto la reforma por bajo de la capa.