Santiago de Chile. 11 de agosto de 1983. 20.00
horas. El atronador sonar de las cucharones . contra las cacerolas densa el
aire de una de las ciudades con uno de los emplazamiento naturales más hermosos
del mundo. Casi inmediatamente, lo que habían sido tiros esporádicos de la
policía política se convierte en un continuo tiroteo protagonizado por más de
10.000 soldados. Las poblaciones -barrios de chabolas que cercan a la capital
chilena- son el objetivo de los generales. La diana, una población inerme. Ha
comenzado la batalla de Chile. Un enviado especial de EL PAIS la vivió.
Ana Teresa Gómez Aguirra, 19 años, largo cabello
negro, ojos separados, nariz recta, gustosa de los pendientes muy colgantes,
era chilena, hermosa, sin estudios. y pobre. Vivía con sus padres en el pasaje
dos, Oriente, en la Posta de Lo Sierra, una de las poblaciones que cercan
Santiago como un anillo y donde encuentran refugio los inmigrantes a la capital
o los viejos santiaguiños sin recursos ni trabajo. Al filo de las nueve de la
noche del jueves 11 de agosto, dos horas y media después de la caída de la
queda en la ciudad, salió a la puerta de su pequeña casa junto con su vecina
Patricia Garay, de 16 años. Ambas estaban excitadas por el lejano crepitar de
los disparos y se acurrucaron en el suelo entre las jambas de la puerta de la
casa de Ana Teresa. A 200 metros de distancia, un jeep cruzó
acelerado frente a la casa y un soldado disparó su fusil ametrallador contra
las sombras agachadas. Una bala alcanzó a Patricia abriéndola la mejilla
derecha desde las fosas nasales hasta él lóbulo del oído, dejándola las muelas
al descubierto, continuó su trayectoria y penetró por encima de la ceja
izquieda de Ana Teresa.Estaban abrazadas y con las cabezas juntas, y juntas
rodaron desmayadas. Familiares y vecinos carecían de vehículos propios, las
ambulancias requeridas por teléfono no podían cruzar el cerco militar de las
poblaciones. Cargaron a María Teresa en una carretilla y, agitando una sábana,
en la noche iluminada por las trazadoras, los cohetes de bengala lanzados por
el Ejército, los reflectores de las panzas de los helicópteros de combate, el
tiroteo infernal, rompieron el sitio hasta alcanzar el centro asistencial de la
población José María Caro. Esfuerzo y riesgo inútiles: la muchacha había muerto
en el acto. Patricia permaneció toda la noche sujetándose la mejilla abierta
con toallas empapadas de sangre, hasta que al alba pudo salir de la población y
ser cosida y marcada para siempre.
El día anterior, Sergio
Onofre Jarpa, embajador de Chile en Argentina , viudo, con hijos ya mayores,
miembros en su juventud del Partido Nazi Chileno, aglutinador de la
ultraderecha durante el mandato de Salvador Allende, seguro de sí mismo,
inteligente, acaba de jurar su cargo como ministro del Interior (que sustituye
al presidente en caso de ausencia, o enfermedad; en Chile no hay
vicepresidente), y de hecho, como primer ministro encargado
del desarrollo político. Los periodistas le acosan con la misma pregunta:
"¿Habrá toque de queda en Santiago?".
Aparece como el hombre de la
apertura, y todos, ingenuamente, esperan una respuesta negativa. Onofre, que,
sin desdoro de sus méritos y calidades, es eso que en España se entendería por
un chulo, responde: "Según cómo se porten los niños". Los periodistas
ignoraban que, se portaran como se portaran los niños, la queda de once horas
en Santiago y Valparaíso ya estaba decidida de antemano; y que el propio
general Pinochet había cuadriculado la capital en cinco zonas operativas, bajo
el mando de los generales de tierra Valdés, Vidal, Figueroa, Ackernett y del
general del Aire Ramón Vega.
Plomo contra madera
Los reclutas de los
desiertos del Norte, con su uniforme gris pálido, se dirigían ya hacia Santiago
para tomar militarmente la ciudad con los 18.000 hombres prometidos por
Pinochet: exactamente el doble de los efectivos humanos destacados por la Junta
Militar argentina en las Malvinas, para su ocupación y defensa.
A las 8.30 de la noche del
jueves, media hora después del comienzo delcacerolazo, Yolanda
Campos Pinilla, 32 años, esposa de un obrero en paro, madre de ocho hijos (la
mayor, una chica de 16 años), habitante, de la comuna de Pudahuel, escuchó una
crecida del tiroteo y obligó a su familia a arrojarse al suelo de su precaria
vivienda. Padecía un soplo cardiaco y corrió hacia un estante para alcanzar su
medicina antes de recibir en la espalda una ráfaga de cinco tiros, el último,
en la nuca. Dos pasajes más al Norte, en el 10, casa 2, del mismo campamento,
una joven de 16 años intentaba dormitar cuando una bala atravesó la pared de su
dormitorio y una de sus piernas. Hasta las 12 de la mañana siguiente no pudo ser
evacuada al Instituto Traumatológico.
Santiago tiene uno de los
más hermosos emplazamientos naturales del mundo. La cordillera andina bordea la
ciudad y, cuando la atroz contaminación no impide la visión, las crestas
perennemente nevadas conforman una corona de belleza difícilmente descriptible.
Pero Santiago también tiene otro, entorno menos mostrable: las poblaciones del
extrarradio, casitas de tablas en calles de tierra y poblaciones tiradas a
cordel, unifamiliares, en las que se aglomeran inmigrantes y desempleados. Cada
población cuenta con su campo de fútbol de fortuna en el que, desde el
amanecer, los obreros en paro, acostumbrados a madrugar, se concentran para
jugar obsesivamente a la pelota hasta la caída de la tarde. Periódicamente, los
carabineros llegan a estas poblaciones, las cercan, y mediante altavoces
reclaman a todos los varones entre 17 y 50 años para concentrarlos en la cancha
de fútbol, identificarlos y amedrentarlos uno a uno bajo la mirada de las
ametralladoras que apuntan desde los camiones de los pacos.
Las casuchas de estas
poblaciones, frágiles, de madera, no resisten los impactos del Siga NIG, fusil
de asalto con alcance efectivo a 500 metros, con que se arma el Ejército
chileno. Y cuando a las ocho en punto de la noche, como siempre desde hace
cuatro, meses, comenzaron a tronar las ollas y sartenes golpeteadas con
cucharones de metal, los cuatro generales de tierra dieron órdenes de disparo
de intimidación para acallar la protesta. Cerca de 18.000 soldados (sólo la
cuadrícula de Santiago entregada al ejército del aire no disparé) barrieron con
fuego las ventanas y las paredes de tablones de las poblaciones. Familias
enteras que habían construido un retrete de obra se arrebujaran bajo la loza de
las tazas del baño para escapar a las balas que cruzaban las habitaciones de
sus casas.
La impotencia de un pueblo
Fernando Marchant llora
cuando lo narra: "Había, alboroto allá abajo, pero nos nos preocupábamos
porque vivíamos en el último piso, en un tercero. Estábamos mi rando la
televisión y Marcelita fue a su pieza a apagar la radio, Se asomó apenas un
poquito a mirar qué pasaba cuando la llegó un pro yectil a la frente".
Marcelita Ang lica Marchant Vivar, pobladora de La Granja, de ocho años de
edad, recibió la respuesta de las tropas que disparaban contra las ventanas.
A las ocho de la noche
-media hora antes de la queda-, Jaime Andrés Cáceres Morales, de 11 años,
salió, de la avenida. Matta 873, casa 30, para acudir a la casa de su abuela, a
100 metros, de distancia. Desde un vehículo civil, de un tiro mortal en la
cabeza. A la misma hora, Benedicto Antonio Gallegos Savall, de 27 años,
domiciliado en Vicuña Rozas 5483, de la Comuna Quinta, normal, salió a la
puerta de su casa junto a su amigo Germán Puga para atisbar el demencial tiroteo
de la calle. Vieron aproximarse una patrulla matar a pie. Cerraron la puerta de
madera y un proyectil partió el corazón de Benedicto.
Desde la queda de las 6.30
de la tarde, autos de la Central Nacional de Informaciones, policía política
(CNI), tiroteaban a los peatones desprevenidos o a los voluntaristas que
rompían el toque. A las ocho, el inicio del caceroleo marcó, el comienzo de la batalla
de Santiago, que saturaría de sangre los hospitales de la ciudad. Más de
10.000 soldados de tierra comenzaron a disparar sus armas. Losfutbolistas
obligados y parados acumulaban neumáticos en las calles de los poblados,
prendiéndolos y sembrando de púas las calzadas; con cadenas de hierro,
cortocircuitaban los tendidos de alta tensión, apagando intermitentemente barriadas
enteras. Los soldados metieron peines con trazadoras en sus fusiles y
dispararon bengalas sobre el cielo nocturno. Los helicópteros atronaron las
poblaciones.
La lluvia calla los
fusiles
Mientras, en el centro de
Santiago, frente al palacio de la Moneda, 50 periodistas extranjeros encerrados
en él hotel Carrera escuchaban, informativamente impotentes, los disparos. La
matanza ciega continuó hasta que a la una de la madrugada una manta de lluvia
acalló los fusiles. Justo antes Marta Cano Vidal, 34 años, madre de dos niños,
abría la puerta del dormitorio de sus hijos, desvelados y llorosos por el
tiroteo, y recibía un balazo en el cráneo -también mortal-, tras atravesar la
pared de la casa. A las 8.45, Elíseo Pizarro, de 50 años, soltero, se calentaba
en un brasero en la puerta de su domicilio. La bala le alcanzó en la espalda y
murió con la cara enterrada entre las brasas. Hasta las doce de la noche no
pudieron retirar su cadáver.
Por su parte, Jorge Reyes
Garay, hijo de Lina Araya Garay, recuerda la muerte de su madre: "Mi mamá
estaba muy entusiasmada porque el 18 de septiembre íbamos, a celebrar el
cumpleaños de Jorgito, el hijo de mi hermana. Estábamos hablando de eso, cada
uno sentado en' su cama, cuando mi mamá se cae al suelo. Le llegó una bala a la
cabeza. Nosotros también tocamos las ollas, pero cuando vimos que se acercaban
los carabineros dejamos de hacerlo".
En la fecha de esta crónica
ya son 32 los muertos. Las ambulancias se atropellaron contra el cerco militar
de los poblados sin poder rescatar a quienes se desangraban. En Lo Hermida, La
Legua, La Vietoria, Villa Jaime, plaza Engaña, Santa Laura, Los Amigos, hijos o
padres de los heridos agitaron sabanas blancas para arrastrar infructuosamente
a los heridos. En un ejercicio de notable cinismo, Sergio Onofre promete
retirar el 11 de septiembre las tropas de la calle si la oposición se
compromete a garantizar el orden público. Pinochet desvela su pensamiento:
"Si la izquierda levanta su cabeza, habrá otro 11 de septiembre de
1973".