El 28 de abril de 1977 el almirante Massera,
entonces jefe de la Armada argentina, miembro de la junta militar en el poder,
invitó a navegar en su yate a Fernando Branca, audaz empresario y marido de su
amante. Nunca volvió a saberse de él y sus bienes fueron enajenados. Seis años
después, un juez de 33 años, sorteando amenazas de muerte, ha logrado lo que
parecía imposible: la prisión incondicional de Emilio Eduardo Massera, aun
cuando sólo sea por ocultación de pruebas.
Durante la
semana Santa de 1977, Fernando Branca, joven empresario argentino de 36 años
dedicado al reciclaje de papel, tantea una enésima reconstrucción de su
tortuoso matrimonio con la hermosísima Marta Rodríguez MeCormack. En compañía
de uno de sus socios y de la esposa de éste, toma junto a Marta el ferry Buenos
Aires-Montevideo, para desde allí continuar en su Mercedes Benz cupé color
ciruela hasta Punta del Este, el exclusivo balneario que reúne a la jet-set
uruguaya y argentina. El socio y compañero de viaje recordaría después
que Marta viajó en su pose favorita: con la minifalda descuidadamente arrugada
sobre los muslos hasta dejar entrever la ropa íntima.En Punta del Este, los dos
matrImonios se alojan en el chalé propiedad de un tercer socio en las Papeleras
Durbin y Brayer. Marta se abandona sobre la cama y no sale en dos días de sus
habitaciones.
Branca y el
matrimonio amigo gastan sus fichas en el exclusivo casino Nogaró. Al tercer
día, Marta se les une y mientras Branca y su socio apuestan a la ruleta, se
lamenta de las infidelidades de su marido. Marta, levantando la voz para que la
escuchen los selectos y elegantes jugadores, le escupe a Branca: "Tenés
algo gracias a mí". Él sigue jugando imperturbable. Marta continúa
hablando en tono audible de sus deseos de separarse y del posible reparto de
los bienes gananciales. Branca, harto, se vanta de la ruleta y se marcha. No
sin antes escuchar, como todos, la amenaza: "A este hijo de puta lo voy a
hacer sonar. Cuando llegue a Buenos Aires le voy a contar al Negro que
lo quiere pasar en un negocio, y el Negro le va a pasar un camión por
encima".
Al mediodía
siguiente Branca entra al dormitorio de Marta, que vuelve a recriminarle sus
infidelidades y le arroja por la cabeza la bandeja con las pastas del desayuno.
Branca estalla: "¡Esto se ha terminado!". Marta pide un taxi y
regresa anticipadamente en avión a Buenos Aires, a su lujoso piso de la calle
Ocampo. Branca vuelve en el ferry junto al matrimonio amigo y
se instala en el apartamento de su última amante, la modelo Cristina Larentis,
ahora asidua de Marbella.
El 26 de
abríl, Branca acude al piso conyugal para retirar parte de sus ropas y un
oficial naval le veta la entrada, en su propia casa: el almirante Massera,
alias el Negro, comandante en jefe de la Armada argentina,
triunviro de la junta militar que gobierna el país bajo la presidencia del
general Videla, está acompañando a Marta y ha dado órdenes de no ser molestado,
y menos por el marido.
Dos días
después, el 28 de abril de 1977, Massera convida a Branca a navegar por el río
de la Plata en el yate de respeto del almirante de la Armada. Tres meses más
tarde, Isolina Margarita Maltaneri de Branca presenta un recurso de habeas
corpus en favor de su hijo desparecido.
Las
amenazas de una mujer
Marta
Rodríguez de MacCormack es, a sus 38 años y sus dos embarazos, una mujer
turbadora. De mediana estatura, melena negra, ojos grandes, párpados
adormilados, muy delgada (es una fanática de las dietas), elegantísima,
delicada pese a sus maneras y su vocabulario, puede reputarse de irresistible.
Ejerce la fascinación de las serpientes y derrama todo el hechizo de las
mujeres egoístas, viciosas e inmorales.
Contrajo su
primer matrimonio con César Blaquier, perteneciente a una de las primeras
familias terratenientes argentinas, dueña de ingentes ingenios azucareros en la
provincia del Jujuy. De esta unión tuvo sus dos únicos hijos -Cecilia y César-,
cuya custodia retiene tras su separación. En 1974 se casa en Paraguay con
Fernando Branca (en Argentina no existe el divorcio), también separado y con
dos hijos.
Dos años después
una de sus hermanas la presenta al almirante Massera, en el cénit de su poder.
César Blaquíer, temeroso de la perniciosa influencia que sobre sus hijos pueda
tener el estilo de vida de su ex esposa y de Fernando Branca, reclama su
custodia. Blaquíer pone su caso en manos del prestigiosísimo abogado Bruno
Quijano, ex ministro de Justicia del general Lanusse, que pleitea contra Marta.
Quijano es secuestrado por unos extraños tupamaros que lo liberan a los dos
meses mediante rescate de 250.000 dólares. Lo único que Quijano revela tras su
secuestro, es que no quiere saber nada de la querella.
Ningún
abogado de Buenos aires accederá a representar a Blaquier contra su ex mujer.
Dos años después, cuando Branca ya ha sido invitado a navegar en el yate oficial
de Massera, Marta humilla públicamente a su primer: "Y a vos no te pasa lo
que a Branca porque sos el padre de mis hijos".
Fernando
Branca era un porteño, listo como el hambre, bien parecido, y que olvidó
cualquier prejuicio moral en las aceras de una infancia desgarrada. De familia
humildísima escapó de los orfelínatos para vender diarios en la calle Aires
antes de hacerse policía. Logra casarse con Ana María Tocalli, una chica
adinerada y de buena familia con la que tiene dos hijos y a la que arrastra a
Miami, para tentar fortuna con una fábrica de soda. Fracasa, regresa a Buenos
Aires, se separa y vive unos años de la asignación mensual de su ex esposa.
Conoce a la McCormack, ya separada, y se identifica con su alma. Ambos son
hermosos, distinguidos, fríos, ambiciosos y sin escrúpulos. Se casan y utilizan
los bienes de ella para emprender pequeños negocios hasta que se produce el
golpe militar en 1976 y comienza la era de la plata dulce,del
dinero fácil, del dólar barato. Los Branca, junto con otros socios fundan
Durbin y Brayer, empresas dedicadas a la importación y reciclaje de papel. La
fortuna es inmediata, aunque irregularidades financieras obligan al Banco
Central Argentino a inmovilizar 1.600.000 dólares de las cuentas de Branca.
Este azuza a su mujer hacia Massera y el almirante libera las cuentas.
Branca
ofrece al secretario de Massera hacer un negocio de reventa de una finca
dejando fuera al Negro. Se produce la bronca entre Marta y su
marido en Punta del Este. Massera, que ya mantiene relaciones íntimas con
Marta, invíta a Fernando Branca a navegar. "Le metieron una capucha en la
cabeza, le ataron los tobillos con alambre, le pusieron pesas de cemento, le
tirotearon en la cabeza y lo arrojaron al agua", afirma Marcos Ravazzani,
sastre, íntimo de Branca, negándose a revelar la fuente de su lúgubre
información.
El
almirante Massera es eso que en las sociedades latinas escasamente
desarrolladas se entiende por un macho. Apodado el Negro por
sus cabellos y su piel cetrina, de rasgos viriles y enérgicos, es desenvuelto y
no carece de encanto. Casado, con dos hijos varones y con nietos, tiene fama de
resistirlo casi todo menos la tentación de una mujer hermosa.
Coautor del
golpe que derrocó a Isabel Perón, convirtió la Escuela de Mecánica de la
Armada, en el centro de Buenos Aires, rodeada de bucólicos jardincillos, en el
símbolo mundialmente conocido de todo el horror de la represión. Bajo su
inspiración, los marinos robaron, violaron, secuestraron, distribuyeron niños,
torturaron y asesinaron sin límite para construir "el proceso de
reorganización nacional". Populista y demagogo acaba abandonando la junta
militar al pasar a retiro, funda el partido Democracia Social y teje grotescos
lazos con Isabel Perán a la que visita en secreto en Madrid.
El 28 de
abril de 1977 un ayudante de Massera cierra la cita con Branca para la
misteriosa navegación. Marta es la última persona conocida en verle con vida
cuando pasa por el piso matrimonial para recoger algunas ropas. Al día
siguiente, un amigo de Branca recibe un telegrama firmado por éste desde
Uruguay rogándole recoja un mensaje depositado en su Mercedes color ciruela
estacionado en el aeropuerto de Buenos Aires, el aeródromo para vuelos
interiores que también sirve de puente aéreo con Montevideo. Allí está el
Mercedes, con un mensaje en el que Branca afirma tener necesidad de ausentarse
a Uruguay por un tiempo.
Los amigos
piden audiencia al omnímodo almirante. Este, solícito, encarga una investigación
al capitán Invierno (sic) de su servicio de inteligencia naval, que empantana
la indagatoria.
La hermosa
Marta asegura ni saber ni querer saber nada de su marido. Massera niega haberle
invitado a navegar, aunque la secretaria de Branca recibió la invitación. Y
mientras se desarrollan las investigaciones infructuosas del capitán Invierno,
comienza una zarabanda de enajenación de bienes de Fernando Branca en Argentina
y Estados Unidos, mediante las oportunas y necesarias firmas del propio
Fernando Branca. En esos días, el auto oficial de Massera recoge asiduamente a
Marta para que el almirante pueda suministrarle consuelo. Branca sigue sin
aparecer, sólo aparece su firma al pie de documentos que autorizan la venta de
sus bienes.
Finalmente,
la madre de Branca, inculta, alejada del hijo, pero madre a la postre, presenta
a los tres meses un recurso de habeas corpus en favor del
desaparecido. Se hace cargo de la denuncia el juez Pedro Narváiz que comienza a
citar en su despacho a los posibies implicados en la desaparición para su
interrogatorio. Como todos los hilos conducen a Massera, termina citándole
judicialmente. A los dos meses de sus investigaciones, el juez es convencido de
que los aires de Buenos Aires no son los mejores para su salud, dimite en su cargo
y se exilia primero en Brasil y después en Madrid.
Un juez
valiente
Su
sustituto paraliza la indagación y, al fin, un hombre de 33 años, el juez
Salvi, compañero de estudios de los hijos de Massera, soltero, delgado, con un
bigote ralo, de apariencia frágil, abriéndose paso por entre una selva de
amenazas de muerte, dicta auto de procesamiento por ocultación de pruebas
contra Marta Rodríguez McCormack, Massera y el capitán Invierno. Y prisión
incondicional sin fianza para los dos últimos.
Massera
huye a Brasil y la Marina le envia a Río de Janeiro un avión naval para traerlo
a Buenos aires tras asegurarle que su caso pasará a la jurisdicción militar. El
juez Salvi se niega y Massera e Invierno esperan su juicio en prisiones
navales.
Marta se ha
ocultado en compañía del duque de Maura, su nuevo y joven compañero. El capataz
de la finca bonaerense de Branca, el cónsul argentino en Miami que certificó la
firma tras su desaparición y el secretario de Massera para "asuntos
económicos" han muerto de paros cardiacos.
El sumario
se ha filtrado a la Prensa. El acta sumarial chorrea sangre, semen y lágrimas,
adulterios, prostitución de altos vuelos, pasiones, asesinatos,
falsificaciones, engaños, rapiña, corrupción, prepotencia. ...
¿Y qué
importa -puede preguntarse- toda la sordidez del caso junto al drama de la
intervención militar y de todos los horrores de la Escuela de Mecánica de fa
Armada? Importa, y mucho. Hasta el caso Branca, los militares que en 1976
arrasaron su país podían aparecer a la postre como unos caballeros extraviados
que cayeron en el error de estimar que el fin, un buen fin, justíficaba los
medios. A partir del caso Branca, el almirante Massera y sus camaradas pueden
aparecer bajo una nueva luz más ilustrativa: la de quienes, en nombre de la civilización
cristiana y del sagrado principio de la patria, se estaban acostando con la
mujer del socio, mataban a éste y se repartían sus bienes, mientras los
revolucionarios de izquierda aullaban bajo las torturas en las prisiones.
Si en
Argentina se llegan a celebrar las elecciones de octubre, el primer gobierno
constitucional tendrá que contemplar cómo muchos oficiales y jefes ingresan en
prisión; pero no será por razones ideológicas. Será por situaciones paralelas a
la de Massera, que retratan la degradación moral de quienes terminaron
perdiendo la guerra de las Malvinas.