Dos jóvenes de 17 y 19 años muertas a balazos, un
herido, y más de 500 detenidos es el balance del to que de queda impuesto el
martes en Santiago por el Gobierno del general Augusto Pinochet para sofocar
la tercera jornada de protesta nacional. En el extrarradio no se respetó el
toque de queda y la capital dio el mayor concierto de cacerolas que recuerdan
los chilenos.El efecto psicológico de la ruidosa protesta generalizada, junto a
las reacciones internacionales por la detención de líderes de la Democracia
Cristiana, se consideran como un éxito entre la oposición al régimen.
A las ocho
en punto de la noche del martes, muchos de los corresponsales de Prensa
-encerrados por el toque de queda en el hotel Carrera, de Santiago, frente al
palacio de La Moneda- entraron en sus cuartos de baño convencidos de que se
abrían misteriosamente los grifos. Un rumor sordo, como el del gorgoteo del
agua corriente, comenzaba a llegar al centro comercial y financiero de la
ciudad donde se encuentra el hotel.
Había
comenzado con el toque de queda el más impresionante concierto de cacerolas que
recuerdan los chilenos. La torpeza del régimen ha multiplicado el efecto
psicológico de esta tercerajornada de protesta. Los chilenos, pueblo europeo,
civilizado, despreciativo de lasrepúblicas bananeras, ya sometido a
múltiples restricciones y empobrecido económicamente, no tolera que, después de
10 años de gobierno, el régimen les meta en sus casas, como a escolares, a las
ocho de la tarde.
Y el espeso
silencio de una capital recluida sirvió de telón de fondo al batir rabioso de
las cacerolas, que Pinochet habrá escuchado nítidamente desde su residencia en
el barrio alto de la ciudad.
Durante más de una hora, el caceroleo fue y vino
bajo el cielo cárdeno de la: noche andina de Santiago, variando de ritmo,
trasladándose de un barrio a otro sobre los tejados de la ciudad. Con las luces
apagadas y en el alféizar de sus ventanas, desafiando el frío, los santiagueños
cansaron sus brazos golpeando las ollas con cucharones. Otros descendieron a
los garajes y agotaron las baterías de sus coches encerrados, repitiendo tres
toques rítmicos de bocina. Los periodistas del hotel Carrera bloqueaban la
centralita, telefoneando a los distintos barrios para obtener información.
Interlocutores
desconocidos sacaban a las ventanas sus auriculares para que un corresponsal
extranjero pudiera escuchar el concierto de un barrio periférico. La cadena
telefónica -la inventiva de la castigada oposición chilena es infinita- comenzó
a funcionar. Una llamada anónima te dice: "Chile debe volver a la
democracia. Pase a otros tres teléfonos este mensaje y no rompa la
cadena". Varias centrales telefónicas sectoriales de Santiago quedaron
inmediatamente saturadas.
Hasta la
medianoche, la ciudad mantuvo sus ventanas abiertas, escuchándose a sí misma,
pese al invierno, y oyendo los disparos intermitentes que se producían por
doquier. Las poblaciones del extrarradio ignoraron el toque de queda, cortaron
sus calles de tierra con neumáticos prendidos y arrojaron cadenas sobre los
cables de alta tensión.
Aunque las
tropas, prudentemente, no fueron empleadas a fondo, se produjo la muerte de dos
jóvenes. Una de ellas, una muchacha de 17 años, María Isabel Sanhueza Ortiz,
hermana de un carabinero, alcanzada por una bala en el jardín de su casa. Otra,
Carmen Gloria Larenas, de 19 años, cuya muerte se conoció anoche, fue víctima,
según el informe policial, de los disparos efectuados por desconocidos desde un
coche sin matrícula. La policía da cuenta de más de 500 detenciones por
violación del toque de queda.
Tras el
almuerzo del martes, las calles de Santiago comenzaron a vaciarse. Por los
suelos, las pocas octavillas escapadas a la requisa militar de la imprenta
clandestina de la Democracia Cristiana (la primera jornada de protesta la
protagonizó el cobre; la segunda, el Comando Nacional de Trabajadores, y esta
tercera, la Democracia Cristiana) rezan así: "Julio 12. ¡Proteste!
Caceroleo de 20.00 a 22.00 horas. No compre nada. Termina la protesta a las
22.00 horas del martes 12". Otros panfletos, enviados por correo, dibujan
un auto ocupado por personas que hacen sonar cacerolas y el claxon bajo la
cruceta de un punto de mira telescópica. "¡No!", dice la leyenda,
"no lo vuelva a hacer. Con su actitud recuerda los funestos mil días de
Unidad Popular y le hace un daño a su familia. ¡Medítelo!". En el panfleto
está escrita a mano la matrícula del auto del destinatario. Sólo la policía
puede conocer la dirección de un automovilista por la matrícula de su coche.
Radio
Cooperativa, prohibida la palabra protesta, emite música de Serrat y
habla sesgadamente de "jornada de descontento". Cierran los
comercios, mientras que las radios y los canales de televisión dan lectura al
bando del toque de queda: "...quien se encuentre en las calles, deberá
detenerse inmediatamente y aproximarse hacia las fuerzas de seguridad...".
A las cinco de la tarde, los santiagueños se apretujan en las colas de los
autobuses. Los pocos que circulan (se han arrojado miguelitos, pequeños
trípodes de púas, en las calzadas) lo hacen abarrotados, con las puertas
abiertas y viajeros colgando. En la céntrica avenida O'Higgins un grupo de
taxistas, a grandes voces, convoca rutas de retirada hacia las casas y llena
sus coches, con seis viajeros.
Camiones y
tanquetas militares comienzan a entrar en la ciudad. Es inevitable el recuerdo
de Missing y la secuencia del caballo blanco desbocado. A las cinco
de la tarde, en la capital de Chile no se puede tomar un café ni comprar un
periódico. Quienes cumplen horarios vespertinos se aprestan a encerrarse en sus
trabajos; se altera el horario de los trenes que salen o llegan a Santiago. En
los poblados periféricos (La Legua tuvo que ser bombardeado por la avia ción el
11 de septiembre de 1973: sus habitantes estaban colgando de las farolas a los
carabineros rebeldes), los obreros parados están en las calzadas, expectantes.
No pasa nada, pero por la noche se enfrentarán a las tropas.
El centro,
sin civiles
A las siete
de la tarde, el centro de Santiago está desierto de civiles. Unos pocos coches
particulares cruzan las calles a toda velocidad; helicópteros militares
sobrevuelan la desolación de la capital. Los alrededores de la Moneda están
fuertemente protegidos por carabineros con casco y metralleta. La Moneda,
palacio colonial hermosísimo, tiene en su centro un patio con naranjos que
hasta el golpe de 1973 los chilenos cruzaban libremente para no tener que
bordear el edificio. Llega el toque de queda y los últimos desprevenidos se
refugian en las antesalas de los hoteles. Raúl Matas, que presentara en
Televisión Española Discomanía, recuerda, desde la televisión
estatal, que uno de los principios del derecho occidental reside en la
ilegitimidad de la rebe lión contra el poder legalmente constituido, y enfatiza
el rechazo de Chile a la protesta diplomática española por la detención de
Gabriel Valdés y sus correligionarios.
Estamos en
1983. Hace 10 años que el general Pinochet gobierna en este país. En este tiempo
no se ha atrevido a levantar el estado de emergencia.
Por el
contrario, se incomunica en la cárcel a Gabriel Valdés y el Gobierno sigue
emitiendo monó tonos comunicados sobre el peligro de la subversión comunista
intemacional. Los chilenos, aburridos y encerrados en sus casas rompieron el
martes sus cacerolas en la que puede haber sido la noche más solitaria y
meditativa del general Pinochet.
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