Hacia las 10 de la mañana, hora de Santiago, el
Gobierno del general Augusto Pinochet anunció por radiotelevisión el toque de
queda en la región metropolitana y en la provincia de Concepción para el día de
ayer, desde las ocho de la tarde hasta las 12 de la noche. Nadie, por
consiguiente, puede circular por las calles entre esas horas. Permanece
inalterable el toque de queda para vehículos entre las dos y las cinco de la
madrugada. No debe olvidarse, además, que rige en el país el estado de
emergencia, que se renueva cada seis meses, y que restringe los derechos y
libertades individuales de reunión, asociación y expresión, que la censura
informativa es total y que el artículo 24 de la Constitución permite la
detención o destierro indefinido y arbitrario de las personas.
No era bastante: ayer, y por cuatro horas, los
chilenos tuvieron que correr a refugiarse a sus casas mientras las calles de
Santiago eran patrulladas por las tropas. Y todo ello, 10 años después del
golpe de Estado contra el Gobierno democrático de Unidad Popular. Esta
desmedida y prepotente reacción del Gobierno ante una tercera jornada de
protesta pacífica evidencia, más que las manifestaciones mismas, el profundo
estado de anormalidad en el que se desarrolla la vida pública chilena bajo el
régimen pinochetista. Un atronador cacerolazo desde las ventanas por parte de
los santiagueños encerrados por decreto se esperaba a la hora de cerrar esta
edición.Nuevamente el centro de Santiago y las poblaciones del extrarradio
fueron ayer una concentración de autobuses de carabineros, de parejas de
policías con perros, y de soldados en un despliegue intimidatorio excepcional.
El general Mendoza, director de carabineros, ya declaró el lunes que "el
que sea sorprendido, que se atenga a las consecuencias", que los organizadores
de la protesta "son los mismos de siempre", que "hay algunos a
quienes les interesa la vuelta al pasado" y que esperaba que "todas
las medidas policiales tomadas no fuesen necesarias".
También el
lunes, en el palacio de la Moneda se reunieron durante cuatro horas los
ministros del Interior, Relaciones Exteriores Defensa, Hacienda, Justicia,
Trabajo, secretario general del Gobierno y secretario general de la
Presidencia, junto con el jefe de la guarnición militar de Santiago y de la
zona en estado de emergencia y el director de la Central Nacional de
Informaciones (policía política). Conforman una especie de comité de crisis del
general Pinochet y dedicaron su tiempo a garantizar hoy el mantenimiento del
orden público a toda costa. Al tiempo, Pinochet se reunía con el mismo fin con
el vicecomandante en jefe del Ejército y con el jefe del Alto Estado Mayor.
Nunca una protesta popular, que además se convocaba pacífica y que en sus
ediciones anteriores no alcanzó a formar grandes manifestaciones por las calles
(todo son saltos intermitentes, barricadas esporádicas, sonar de cocinas o de
cacerolas desde las ventanas) habrá merecido tanto despliegue y tanta
preocupación. Según fuentes solventes, en las anteriores reuniones se puso
sobre la mesa el informe correspondiente al estado de sitio.
Cláxones y
cacerolas
A las 12 de
la mañana de ayer, hora de Santiago, seis de la tarde en Madrid, podía
advertirse una disminución sensible en el tráfico de peatones por el centro de
paseo de la ciudad, y ya había noticias de una masiva deserción escolar. Sin
embargo, a esta hora la normalidad era completa fuera de la alarma generalizada
por el brusco anuncio del toque de queda y de las anécdotas de breves y primerizos
conciertos de claxon mientras los automovilistas se sonríen tímida y
cómplicemente y alguna cacerola batida prematuramente en una ventana. En las
facultades universitarias de la capital ya habían comenzado los encierros y las
manifestaciones dentro de los campus.
Miguel Alex
Schweitzer, ministro de Relaciones Exterior y sobre cuya dimisión se especula
blandamente ante el bochorno internacional de la detención de Gabriel Valdés y
sus correligionarios, tuvo que recibir a los embajadores y encargados de
negocios de la Comunidad Económica Europea, quienes, en grupo, acudieron a la
cancillería a expresar la preocupación de sus Gobiernos por el apresamiento de
los dirigentes de la Democracia Cristiana chilena. No pudo contestarles otra
cosa que se trataba de un asunto meramente judicial, en el que el Gobierno no
decidía. Es obvio en Santiago que el Gobierno podía haber detenido a Gabriel
Valdés, José Lavandero y José de Gregorio mediante la aplicación administrativa
del artículo 24 de la Constitución pinochetista; ha optado, después de las
quejas estadounidenses, por la detención de Rodolfo Seguel, por forzar la orden
de prisión a través de un juez duro y complaciente. Tan es así que la querella
de Interior por los 700.000 panfletos de la Democracia Cristiana se retrasó
hasta que estuviera de guardia el juez adecuado.
Al
manifiesto de 380 personalidades chilenas en favor de la libertad de los
detenidos se suman ya otras 1.200 firmas encabezadas por la viuda del ex
presidente Eduardo Frei. Aunque con prudencia y encomiable moderación, no hay
nadie relevante en Chile, y podría decirse que hasta nadie decente, que ponga
su firma al pie de un papel que apoye a este régimen, sino todo lo contrario.
La reacción de Pinochet, de consecuencias imprevisibles a la hora de redactar
esta crónica, es, como poco, la del hombre que ha perdido todo contacto con la
realidad: toque de queda a las 8 de la noche en un Santiago muerto de frío, de
rabia y de temor.
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