Un cáncer óseo saldó el 6 de
noviembre de 1985 la vida de Umberto Murcia Ballen, magistrado de la Corte
Suprema dé Justicia colombiana, rehén en la ocupación del Palacio de Justicia
de Bogotá por el M-19 y uno de los escasos supervivientes a la carnicería organizada
por el Ejército. Cohetería y fuego de ametralladoras pesadas comenzaron a
penetrar por las ventanas del despacho del magistrado y un infierno de
esquirlas destruyó su pierna derecha. El magistrado se desprendió de los restos
astillados de su pierna de madera y, a merced sólo de la izquierda, empleó
aquellas horas de terror en arrastrarse por los pisos e incluso fingirse
muerto, escapando así a la degollina militar.
Aún la visión del palacio es
patética y mueve a compasión por toda la sangre allí inútilmente derramada. El
Palacio -Corte Suprema de Justicia y Consejo de Estado- se levanta en la Plaza
Bolívar frente al Congreso de la nación y junto a la catedral y la alcaldía
mayor bogotana. Tardaron 15 años en construirlo, en medio de una fuerte polémica
sobre si sus líneas destruían o no la armonía colonial de la bella plaza.
Ahora, sin un solo policía que vigile sus puestos, con cuatro tablones
despintados colocados con desgana en la reventada puerta del edificio, el
edificio exhibe sus llagas en pleno centro histórico y comercial de la capital,
renegrido por el incendio definitivo que, muertas ya las personas, se encargó
de destruir importantes archivos judiciales. Aquella ocupación del Palacio de
Justicia y la solución militar dada al problema no son una historia más del
guerrillerismo: es la piedra blanca que señala el abandono definitivo de la
tregua por parte del M-19 y la abierta, sincerísima, desacomplejada decisión
del Ejército de que las treguas, las negociaciones" el regateo político no
son otra cosa que evoluciones mentales sobre el alambre, peligrosas y a la
postre estériles. Además, la ocupación y recuperación del Palacio aún es tán
llenas de sórdidos misterios.
¿Un ataque esperado?
El 17 de octubre de 1985
fueron detenidos dos hombres en el Palacio levantando subrepticiamente planos
del edificio. El Palacio quedó inmediatamente bajo condición militar hasta
primeros de noviembre en que ésta fue levantada y sustituida por vigilantes de
una empresa privada deseguridad. Escasos días antes de la toma del edificio, se
almacenaron en la cafetería del Palacio 1.500 pollos. El tribunal era
concurrido y poblado por centenares de personas, pero parecen muchos pollos
para otra cosa que no sea una resistencia prolongada con numerosos rehenes.
Éstos y muchos otros
indicios permitían sospechar -más la información que quisiera obtener la
inteligencia militar- que el palacio corría peligro de ser objeto de un ataque
armado. Ahora, la sospecha que se permite es la de que el Ejército podría tener
algún interés en que el M-19 se introdujera en la ratonera para poner aún más
en precario la política pacificadora del presidente Belisario Betancur y tomar,
además, su propia venganza.
Los esperaran o no, sea como
fuere, a las 11.40 de la mañana del 6 de noviembre de 1985 la compañía del M-19 Ivan Marino Ospina, integrada por 35 hombres y mujeres
comandados por Luis Otero, Andrés Almarales, Alfonso Jacquin, Guillermo Elvecio
Ruiz y Ariel Sánchez, hombres todos de primera fila en el movimiento, entró al
Palacio por la puerta principal, y alguno, como Almarales, casi desfilando y
vistiendo un inmaculado uniforme de combate recién planchado. Sellaron el
Palacio en la medida de sus posibilidades, ocupándose prioritariamente de la
retención de jueces y magistrados, pero manteniendo encerrado un cosmos de
cientos de secretarios, funcionarios judiciales, camareros, limpiadoras,
abogados, ordenanzas, estudiosos, peticionarios, reos y hasta visitantes,
ocasionales. Nunca se conocerá el número de rehenes y jamás se sabrá el número
de muertos durante el asalto militar.
Los hechos iniciales de
aquella ocupación son conocidos. Sólo ahora comienzan a darse a la publicidad
detalles posteriores, nuevos, aportados por sobrevivientes, como el magistrado
de la pierna de madera. Toda la operación era un delirio que no podía tener
otro objetivo que la negociación con el Gobierno después de haberle dado tan
espectacular bofetada. En un documento de 30 folios y con la armas en la mano,
el M-19 pretendía ejercer el derecho de petición sobre los magistrados de la
República para que éstos enjuiciaran al presidente Betancur por conducta dolosa
para el país, al haber firmado con las guerrillas unos acuerdos de paz que no
pensaba cumplir ni ejecutar.
Los pobres jueces y
magistrados no tuvieron tiempo ni posibilidades de considerar la insólita
petición o de rechazarla modestamente aunque sólo fuera por defecto de forma:
dos horas después de la toma del Palacio llegaba a la Plaza Bolívar el primer
tanque. La compañía guerrillera, según los testimonios de los pocos que pueden
hacerlos, se comportó con cortesía y hasta elegancia, dentro de la cortesía y
la elegancia que puedan ser atribuibles a quienes toman rehenes; pero hasta en
la violencia política cabe la gracia.
Impedidos, por supuesto, de
abandonar el palacio, no tuvieron jueces y magistrados ninguna sensación
intelectual de que la compañía guerrillera tuviera la menor intención de
ejecutarles. Sí tuvieron desde el comienzo de la pesadilla la seguridad de que
el M-19, tras la espectacularidad publicitaria de su golpe de mano sólo buscaba
alguna negociación. El comandante Andrés Almarales, casi vestido para una
parada, con maneras refinadas tranquilizaba a los rehenes, buscaba su mejor
ubicación en baños interiores para liberarles del fuego que pronto comenzó a
entrar por los grandes ventanales verticales de las fachadas: fuego de cañón y
cohetería.
Todos los esfuerzos de los
je fes guerrilleros se orientaron a entablar un contacto, por mínimo y frágil
que fuera, con un representante de un Gobierno que llevaba tres años
negociándolo todo incluso bajo presión armada. No pudo negociarse ni una
posibilidad de rendición o incluso de salida de los rehenes con las tropas que
cercaban el Palacio.
El general Vega, ministro de
Defensa, y el general Cabrales, comandante de la 13ª Brigada de Infantería
acantonada en Bogotá, decidieron proceder a un holocausto al que no pudo
oponerse el presidente Betancur, ya debilitado por el fracaso parcial de su
política de pacificación nacional y la proximidad del fin de su mandato
electoral. El Ejército, humillado y ofendido por los acuerdos de paz, estimando
que el Gobierno daba así un triunfo moral político al guerrillerismo, viendo
que las columnas insurgentes ni siquiera se veían obligadas a entregar sus
armas de inmediato y que,devenían así en fuerzas militares y regulares en
alguna manera legalizadas, frustrado por la inutilidad de sus esfuerzos
estratégicos y hasta tácticos, se cobró todos sus recibos atrasados en el
Palacio de Justicia de Bogotá.
Desprecio de los rehenes
No dieron cuartel ni
albergaron la menor preocupación por preservar la vida de los rehenes. Podría afirmarse,
dentro de la imprecisión de un combate de estas características, que todas las
víctimas inocentes de aquellas 28 horas de pesadilla lo fueron bajo el fuego
indiscriminado y a discrección de las tropas. El propio magistrado Umberto
Murcia resultó seriamente herido, y esta vez no en la pierna de madera, cuando
los soldados volaron parte de la pared de un gran lavabo público donde los
guerrilleros habían refugiado a parte de los rehenes, arrojaron granadas por
los boquetes y barrieron los suelos cubiertos de cuerpos con fuego de
ametralladora. Allí, el magistrado vio morir abyectamente a la mayoría de sus
compañeros y, aprovechando sus heridas visibles y la ausencia de una de sus
piernas, fingió su propia muerte para evitar ser rematado.
La antaño gran Prensa
colombiana, también destruida por la corrupción y el mangoneo bipartidista,
puso sordina a estos hechos y hasta a la indignación de los familiares de las
víctimas.
Al día siguiente, había 100
cadáveres en la morgue bogotana, todos del Palacio de Justicia, algunos de los
cuales aún no han podido ser identificados.
El presidente Betancur
asumió toda la responsabilidad por lo ocurrido y por la decisión de asaltar sin
negociaciones. Algunos estiman que es así y que ese será el baldón de su
carrera política. Los más y acaso los más imparciales, aprecian que en este
caso los militares no le pidieron a Betancur ni órdenes, ni consejo, ni la
hora. El presidenté careció de tiempo para reunir un Consejo de Ministros y
evaluar la situación: cuando quiso hacerlo el Palacio ya había empezado a
arder.
Y así ahora, frente al
Congreso colombiano, junto a la catedral y el Ayuntamiento bogotanos, como un
símbolo de la complicada solución al guerrillerismo, del malestar castrense y
del fracaso relativo y parcial de una de las políticas de paz con movimientos
insurgentes más imaginativas del mundo -la de Betancur- se yergue, el esqueleto
de un Palacio de Justicia que ya solo recuerda la muerte y la barbarie.