Las infinitas tierras ralas
de la Patagonia, batidas por vientos constantes, son notablemente aptas para la
cría de ovejas. Tan es así que ha devenido espectáculo para los escasos
viajeros que tan australmente se aventuran a la visita de alguna estancia
ovejera en la que se muestra al curioso cómo se esquila, cómo se cruza y hasta
cómo se capa al carnero. Las ovejas en celo no pueden ser cubiertas por
cualquier macho, so pena de deteriorar la raza y la lana. Pero primero conviene
al ovejero saber qué ovejas están en situación de ser fecundadas y cuáles no.
A los machos se les da un
brochazo de pintura roja en las ingles y se los suelta en la estancia; .ellos
olfatean la hembra en celo y la intentan montar manchando su grupa con la
pintura fresca. Se les espanta el coito y se impide la fecundación libre, pero
ya se sabe, por la mancha, cuáles son las ovejas que fecundar.A los machos
seleccionados se les extrae mediante estímulos eléctricos el esperma, que luego
se inyecta en dosis adecuadas en la vagina de las ovejas. Los machos no aptos
para la reproducción, hasta que sean aptos para carnearlos, tienen otro destino
sexual: se los capa para evitar que fecunden con malformaciones genéticas a las
hembras.
Anteriormente se les
cortaban los testículos a cuchillo, con lo que las infecciones subsiguientes
diezmaban la cabaña. Desde Australia, país de ovinos por excelencia, llegó
hasta la Patagonia una nueva técnica de castración: una pinza móvil que
englobaba una goma fuerte. Con ella se abarcaban los testículos del animal y,
al cerrarla, quedaba la gomada aprisionándolos por su base. En pocas semanas
las gónadas del macho ruedan por el suelo, secas, privadas de riego sanguíneo,
podridas pero sin infección. La tecnología alcanzó igualmente a la ganadería
mayor. En las pampas argentinas pastan 73 millones de vacas que terminaron
moviendo sus ancas mediante picanas eléctricas: una especie de garrocha a pilas
que descarga electricidad de bajo voltaje, molesta pero asumible para una red.
Algo bastante más sensato que pincharla con un pincho, horadándole la piel,
como se acostumbra en España.
Método de investigación
Pues bien, el método para
capar los terneros y el de picaneado de las reses fueron adoptados por las
fuerzas armadas argentinas como sistema investigador de la subversión de
izquierdas que pobló el país en los finales de los años sesenta y durante la
década de los setenta. Conviene partir de este presupuesto demostrado para
analizar la mentalidad castrense imperante en esta república.
Siempre se ha afirmado que
el fracaso de Argentina como nación era uno de los grandes misterios del siglo
XX, teniendo, como lo tiene, todo. Espacio, petróleo, agricultura, metro y
medio de humus en la Pampa húmeda, dos cosechas de cereales casi todos los
años, la mejor carne y leche del mundo, poca población y culta o cuando menos educada,
cinco premios Nobel en ciencias aplicadas... Pero bien es cierto que tantos
dones -esa vieja teoría criolla de que lo que los argentinos destruyen durante
el día Dios lo arregla por la noche- no superan la indeclinable invertebración
de esta sociedad.
Si llegó a decirse que en
Jerez de la Frontera sólo se podía -seriamente- ser Domecq o caballo, en
Argentina la definición, aunque ampliada, es igualmente severa: la rápida
acumulación de capital basada en la producción alimenticia fácil y en las
hambrunas de las guerras y posguerras mundiales, sumada a la meteórica
acumulación de población inmigrante, conformaron una sociedad invertebrada. En
Argentina se puede ser, seriamente, estanciero, militar, eclesiástico o
dirigente sindical. El resto es superestructura.
Lo que entenderíamos por
Estado navega entre esos cuatro poderes reales con escasa fortuna. La sociedad
argentina es así una suerte de piano de cuatro teclas, que además suenan mal.
Los estancieros casaron a sus hijas con especuladores financieros y han dado un
subproducto social que estima que en el país sólo existen dos inversiones
productivas: la evasión de divisas y el plazo fijo en dólares desde siete a 90
días.
Los militares siguen donde
seguían: elitistas, engreídos de la herencia de un hombre honrado como el
general don José de San Martín, artífice de la patria, diseñadores de la
bandera, antisemitas, ultracatólicos, antiizquierdistas en una sociedad en la
que el peor insulto que se le puede inferir a un obrero es tildarle de rojo, zurdo o bolche.
De la Iglesia católica
argentina baste escribir que es la más reaccionaria -salvando excepciones que
confirman la regla- y dura de corazón ante los sufrimientos de los pobres de la
Tierra de toda América Latina. Su pecado de impiedad es tan obvio que no merece
la pena extenderse en acusaciones pormenorizadas. Los sindicatos peronistas,
finalmente, también manipulados por la peor arista del alma de Juan Domingo
Perán, cayeron en manos de mafias, pistoleros, burócratas y demagogos, al mejor
estilo del sindicalismo camionero o portuario estadounidense.
Cualquier presidente
argentino debe tocar estas cuatro teclas si quiere obtener alguna sinfonía
social por desafinada que sea. Los cuatro poderes, conscientes de su peso,
pactan y entrepactan constantemente entre la Iglesia con los militares y los
sindicatos; los sindicatos con los militares; la oligarquía agrícola-ganadera
con los militares y con la Iglesia..., siempre entrecruzándose en la lanzadera
que ha tejido la decadencia argentina. Hasta una presidencia krausista, firme
pero ingenua, regeneracionista, como la de la línea interna de Renovación y
Cambio de la Unión Cívica Radical dirigida por Raúl Ricardo Alfonsín, que ha
logrado en tres años y medio de mandato enfrentarse, no tener demasiadas buenas
relaciones ni con los estancieros, ni con los militares, ni con los sindicatos,
ni con la Iglesia. El difícil comienzo -pero comienzo- del resurgimiento
argentino.
Sólo bajo este esquema puede
entenderse la soberbia de un Ejército que continúa, pese a la multiplicidad de
sus fracasos, erigiéndose en algo especial y superior. A su favor debe
recordarse que la participación de las fuerzas armadas en la política argentina
es un hecho histórico avalado continuamente por sus socios y todo lo que
socialmente representan: Iglesia, sindicatos, oligarquía. En su detrimento no
se puede olvidar que han sido lo que aquí se entiende por un pato patagónico:
una pisada, una cagada; otra pisada, otra cagada.
Secuestraron últimamente el
poder en 1976, en medio de un clamor de descontento popular por la gestión
peronista liderada por Isabelita, por la guerra civil peronista entre sus dos
alas extremas, para propiciar un pomposo proceso de reorganización
nacional. Hoy, cuando se
circula por Buenos Aires entre los muñones de las autopistas elevadas e
inacabadas que cicatrizan la ciudad, el más conservador taxista -tachero- observará: "Ahí tiene usted los
monumentos al proceso".
La noche y la
niebla
Elitistas y casados con
muchachas de la pretenciosa
alta sociedad, ni siquiera
orientaron su dictadura por carriles populistas. Entregaron la economía en
manos de jóvenes lobos, los Chicago-boys,
fanáticos de las teorías monetaristas de Milton Friedman, encabezados por José
-Joe- Martínez de Hoz, íntimo de la familia Rockefeller, todos uniformados con
atuendos grises y camisas a rayas, que subvaluaron el dólar frente al ya
extinto peso argentino, derribaron las barreras arancelarias y arruinaron la
industria nacional mientras intercambiaban plata
dulce por libertades
ciudadanas.
Moral, ética y hasta
históricamente, se recostaron sobre la complacencia de la Iglesia católica
argentina y sobre las enseñanzas filosóficas de Julián Marías, de la que se
reclaman, y que cada año ilustra a los argentinos sobre su condición desde el
púlpito del Banco de Boston, que financia y edita sus conferencias. Decididos a
defender la civilización occidental y cristiana en esta orilla del mundo,
planificaron un trabajo de estado mayor impecable. Acabaron ciertamente con las
guerrillas rurales y urbanas de los Montoneros, del Ejército Revolucionario del
Pueblo (ERP) y otros subproductos marxistas mediante una metodología que
agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) vinieron a Buenos Aires a
observar.
Reeditaron la noche y niebla hitlerianas. Pudiendo haber detenido a
los subversivos o sospechosos de subversión, optaron por desaparecerlos,a ellos, a sus
familias, a sus vecinos, a sus amigos y hasta a quienpasara por allí. El terror, poblado por la alegría
económica que deparaban los
chicos de Martínez de Hoz, y que
permitían vacaciones de esquí en Saint Moritz al mismo precio que en Bariloche,
sugería a los ciudadanos el "por algo será" y el "no te
metás". No te metás en
lo que no te llaman y, si algún amigo o vecino desaparece, será porque algo
habrá hecho.
La provincia de Buenos
Aires, y después la de Córdoba, y después la de Rosario, los grandes centros
poblacionales de la nación, se llenaron de chupaderos en los que el Ejército, la Armada y en
menor medida la Fuerza Aérea chupaban a las personas. El chupado ni siquiera era inmediatamente
interrogado. Desnudo, esposado, incomunicado, vendados sus ojos, era picaneado
como las reses, violado si era mujer o castrado con goma como las ovejas de la
Patagonia. Después venían las preguntas, después la delación, el seguimiento
desde la calle de posibles compañeros de subversión social, el síndrome de
Estocolmo, la entrega de familiares, la abyección. Nadie resiste corriente
alterna en el esófago, en los dientes, en el escroto, en el glande, en la
vulva, en el ano, en los pezones.
El fiscal Julio César
Strassera, que ha mandado a prisión a tres juntas militares de la dictadura,
todavía recuerda con espanto, de sus lecturas sumariales, cómo a un chupado de la Escuela de Mecánica de la
Armada, dado la vuelta, reencauzado, colaboracionista de los marinos, entregado
de pies y manos a sus verdugos, delator, le dieron picana como diversión sólo
porque era su cumpleaños.
Así las cosas, los
uniformados argentinos no entienden por qué se les intenta juzgar por lo único
que han hecho bien: la destrucción de la guerrilla. Fracasaron en eso de la reorganización nacional no organizando nada y desmontando
severamente la economía nacional; el Papa les arrebató la tan deseada guerra
con Chile por los territorios australes, y cuando tomaron aliento para una
empresa superior se metieron en el avispero de las Malvinas, en guerra con el
Reino Unido y con todos sus aliados europeos y americanos. Perdieron la guerra
y sin honor (más bajas de jefes y oficiales británicos que argentinos).
Sin embargo, los siete años
de estúpida dictadura militar sólo depararon un bien aparente: no hay más
izquierda en armas que le quiera dar la vuelta al país. Masacraron a una
generación y a sus vecinos, parientes y amigos, y aun los exiliados que se
salvaron de la carnicería regresan a esta democracia con reservas y cauciones.
Y es comprensible que estos caballeros uniformados se nieguen a pasar por los
tribunales ordinarios de justicia para explicar cómo hicieron aquello en lo
único que supieron acertar con la complicidad de amplios sectores de esta
sociedad.
Muchos de estos milicos
(término de doble significación: cariñoso o despectivo) no acaban de entender
por qué uno de los más eficientes trabajos de contraterrorismo -mediante el
terrorismo de Estado- es ahora perseguido por los tribunales de la democracia.
Éste es el otro drama de la esquizofrenia argentina. Porque ciertamente los
verdugos se sienten ahora víctimas, y lo son en tanto que lo sienten en su
simplísima sinceridad. El síndrome de Estocolmo pero al revés. De esto sólo los
puede salvar u ofrecer alguna esperanza el hecho de que Buenos Aires es, acaso
por delante de Nueva York, el primer centro de psicoanálisis del mundo.