Creo extraer de la remota
memoria de mi lejano país que el 24 de febrero de 1981, mientras los guardias
civiles que coparon el Congreso español huían ignominiosamente por las ventanas
del palacio, el entonces teniente coronel Tejero y el todavía general Alfonso
Armada firmaron sobre el capó de un jeep un acto de rendición por el que
aquellos guardias tan prepotentes horas antes como tan pusilánimes en aquel
momento de rendición quedaban exentos de toda responsabilidad penal.
Durante la campana electoral
que le llevó al triunfo en las urnas por un histórico 52% de los votos, Raúl
Ricardo Alfonsín prohibió expresamente a sus colaboradores el menor contacto
con miembros de las Fuerzas Armadas. En el tramo final de su excelente campaña,
en buena parte inspirada en la de Felipe González un año antes en España,
estudiada mediante vídeos, Alfonsín denunció un pacto sindical-militar urdido
verbalmente entre el ala derecha de los sindicatos peronistas y la cúpula de
las Fuerzas Armadas para arrojar una manta de silencio sobre las atrocidades de
la dictadura.En aquella calurosa primavera austral de octubre de 1983 estaba
cantado el triunfo arrollador del peronismo en las urnas; siempre había sido
así en 30 años de política argentina y no tenía por qué ser de otra manera.
Desde los analistas internacionales del Partido Socialista Obrero Español hasta
buena parte de la propia dirección de la Unión Cívica Radical, nadie daba un
ochavo por la victoria de Alfonsín. Sólo el candidato radical y el candidato
peronista, un hombre inteligente como Italo Argentino Luder, intuían que el
justicialismo sería indefectiblemente ajusticiado en las urnas.
Mariscales de la derrota
Aquel peronismo
estúpidamente triunfante antes de tiempo se encontraba secuestrado -pese a
Luder o gracias a su carácter frío y leptosomático- por su extrema derecha. La
presidenta del movimiento era Isabelita Perón, designada como tal sin haberlo
pedido ni haberlo aceptado, encerrada en su astuto y mercantil silencio madrileño.
El primer vicepresidente era Lorenzo Miguel, líder de las 62 organizaciones
peronistas -el tallo de hierro del sindicalismo fiel a Perón-, tan popular
entre sus bases que no pudo abrir la boca durante la campaña electoral: cada
vez que subía a una tribuna, sus propios correligionarios le acallaban a los
gritos sincopados de: "¡Lorenzo, compadre, la concha de tu madre!".
La peor alusión personal argentina, en el entendimiento de que concha es
coño.Finalmente, el candidato a la gobernaduría de la primera provincia del
país -Buenos Aires-, acaparadora de la mitad de la población de la República y
de sus grandes centros fabriles y agropecuarios, era Herminio Iglesias, un hijo
de orensanos, un gánster fascista, sin trabajo remunerado conocido, experto en
el jueglo clandestino de la ciudad bonaerense de Avellaneda y en la trata de
blancas de la periferia porteña.
Toda aquella tropa -los que
fueron, tras las elecciones, definidos comomariscales de la derrota- había copado la dirección del
peronismo libre de una izquierda justicialista asesinada o exiliada por la
dictadura. Y pactaron con los sectores más reaccionarios de la sociedad
argentina y con las propias Fuerzas Armadas la impunidad de los crímenes
cometidos entre 1976 y 1982. Esto es lo que denunció el entonces candidato
Alfonsín y lo que le propició un notable caudal de votos.
Ya electo, Raúl Alfonsín se
recluyó en los dos últimos pisos del hotel Panamericano y comenzó a tender
puentes hacia los uniformados. Hombre fiel a su palabra dada, había asegurado
durante su campaña electoral que, de alcanzar el poder, llevaría a los
tribunales a los militares que diseñaron el terror de Estado y a todos aquellos
que se excedieron complacientemente en las órdenes recibidas.
A primeros de diciembre de
1983, todavía en el Panamericano, Alfonsín se encontraba juvenil y exultante,
firme en su decisión de abandonar el tabaco, peleando con los kilos que le
sobraban, nadando todos los días en la piscina del hotel, fresco y claro.
"Yo no voy a procesar a todo el Ejército argentino", me decía,
.primero, porque no se dejarían, y segundo, porque no quiero ni debo hacerlo.
Yo quiero restituir a nuestras Fuerzas Armadas la dignidad y credibilidad que
han perdido. Pero voy a ordenar procesar a los responsables de toda esta iniquidad".
Creo recordar que el tercero
o el cuarto decreto del presidente fue, en su calidad de comandante de las
Fuerzas Armadas, el procesamiento de las juntas militares de la dictadura y el
de los militares particularmente abyectos, como el general Ramón Camps, ex jefe
de la policía bonaerense, por mal nombre El Carnicero
de Buenos Aires; el
contralmirante Chamorro, ex jefe de la Escuela de Mecánica de la Armada, y su
segundo, el capitán de corbeta Acosta, alias El Tigre. Casos
patológicos cuyas andanzas andaban en las coplas de ciego.
Nadie podrá probarlo, pero
se teme que representantes de Alfonsín pactaron en la Escuela de Guerra Naval
con los uniformados esta somera entrega de cabezas. El pacto del capó. Todo
hubiera transcurrido sobre caminos de seda si el Consejo Supremo de las Fuerzas
Armadas -máxima judicatura castrense- hubiera cerrado sus sumarios, juzgado y
sentenciado. Pero prefirieron agotar sus tiempos legales sin llegar a ninguna
conclusión y pasar la patata
caliente a la Cámara Federal
de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la capital.
Las juntas militares fueron
juzgadas y condenadas así por jueces civiles que manejaron el Código de
Justicia Militar. El resto de los casos en los que Alfonsín quería centrar la
administración ejemplificadora de la justicia siguió los mismos pasos ante la
cobarde y obstruccionista postura del Consejo Supremo, que sólo juzgó y
sentenció a la penúltima junta por la pérdida de la guerra de las Malvinas. El
primer pacto del capó fue roto por los propios militares, que jamás pensaron
que Alfonsín tuviera palabra electoral o agallas como para llegar tan lejos.
Abierta la veda judicial de
los milicos, numerosos jueces federales de la nación, pocos de ellos
resistentes a la dictadura y la mayoría con muchas omisiones de justicia que
olvidar, comenzaron a procesar a militares a diestro y siniestro, rasgando el
esquema moderador de Alfonsín, que sólo tenía proyectado caer con dureza sobre
las cabezas responsables.
Punto final
Ante la avalancha de papeleo
judicial en todas las provincias y el arrastramiento -merecido pero peligroso-
de las Fuerzas Armadas como puta por rastrojos, Raúl Alfonsín instrumenta un
segundo pacto del capó: la mal llamada ley de punto final.Con el
consenso vergonzante del peronismo, que no acudió al Congreso pero mandó a los
diputados de Herminio Iglesias para lograr quórum, se aprobó una ley en enero,
bastante razonable, que especificaba que aquellos casos que en más de tres años
de democracia y de garantía judicial no hubieran sido denunciados -siempre
sobre violación de derechos humanos por la dictadura-, quedarían prescritos.
El teniente general Ríos
Erenú, el brigadier Crespo y el contralmirante Arosa, jefes, respectivamente,
de los Estados Mayores del Ejército, la Aeronaútica y la Armada, saludan la ley de punto final con discursos públicos de acatamiento
constitucional y de suave reticencia hacia los pasados errores de intromisión
militar en la vida pública. Todo en orden, excepción hecha de los alaridos de
indignación de las Madres de Plaza de Mayo y de las organizaciones defensoras
de los derechos humanos.
Falló lo que tenía que
fallar: la estadística. Argentina es un país que tiene que preguntar a Estados
Unidos y a su parafernalia de exploración sideral por satélites, cuáles son sus
recursos naturales. Al asumir el Gobierno radical, pasaron meses antes de que
el entonces ministro de Economía, Bernardo Grispun, pudiera facilitar la cifra
exacta de la deuda externa. Bailaban las cifras 1.000 millones de dólares
arriba, 1.000 millones de dólares abajo hasta que llegaron las facturas del
Fondo Monetario Internacional, del Club de París y de la banca privada
acreedora.
Tras la mal llamada ley de punto final -carece de nombre, sólo tiene una
numeración-, el Gobierno y la cúpula militar esperaban entre 40 y 50
procesamientos de militares, la mayoría recayentes sobre jefes y oficiales en
situación de retiro. En pocos días, los jueces de las distintas cámaras
federales, ansiosos de respetabilidad democrática, habían dado curso a más de
500 demandas judiciales, sin contar con las causas abiertas contra el III
Cuerpo de Ejército y contra la Escuela de Mecánica de la Armada. Contra lo
esperado -y pactado-, centenares de jefes y oficiales, muchos de ellos en
actividad, incluido un ayudante de Ríos Ereñú, pasaban a situación de
procesados.
No se podía arar con otros
bueyes ni había más cera que la que ardía, y, tras el primer plante de los
almirantes, conducidos manu
militari hasta los juzgados,
se creyó haber cruzado el Rubicón. La Armada era y es temible, pero no menor
preocupación suscitaba el III Cuerpo de Ejército.
Pero si los almirantes y la
Armada se habían plegado, ¿por qué razón no iban a hacerlo los infantes del
Tercero? Desde hace semanas sólo cabía una duda: el comandante Ernesto
Guillermo Barreiro, el jefe delchupadero La Perla, un psicópata que hizo
carrera en los servicios de inteligencia y que ni siquiera tuvo la delicadeza
de ponerse la capucha durante los interrogatorios de sus víctimas. Seis
presuntos homicidios en su haber judicial. Un caso perdido.
La espoleta
Se le trabajó y ablandó
desde la jefatura del ejército, garantizándole que su inevitable prisión
preventiva la cumpliría en el Estado Mayor del Ejército en Buenos Aires,
cumpliendo sus funciones a las órdenes directas de Ríos Ereñú. Se le llenó el
buche con esperanzas de amnistía y a todo dijo que sí.Con su autorización de
traslado en la mano, acudió a Córdoba para presentarse ante su juez y se
recluyó, sublevándolo, en el XIV Regimiento de Infantería Aerotransportada de
La Calera, en Córdoba, con la complicidad de buena parte de la plana mayor del
III Cuerpo de Ejército. Perdido para sus conmilitones, que lo utilizaron como
espoleta, y para la justicia de sus conciudadanos, no ha tenido ni la dignidad
de pegarse un tiro, y anda huido por las pampas entre rianas de la Mesopotamia
argentina. Éste es Tejero.
Pardo Zancada, el jefe de la
policía militar de la Brunete, que complicó la toma del Congreso español por
Tejero, es el ex teniente coronel Aldo Rico. Notablemente chulo, no guarda
ningún esqueleto en su armario. No está reclamado por ningún juez por excesos
en la guerra suciacontra
la subversión y se desempeñó con valentía en la guerra de las Malvinas. Al
mando del 18º Regimiento de Infantería de Misiones -en la frontera con Brasil-,
adscrito al II Cuerpo de Ejército, avanzó a marchas forzadas sobre Buenos
Aires, en la noche del jueves, en dos columnas. La primera fue detenida y
desarmada en la provincia de Santa Fe; la comandada por él alcanzó Campo de
Mayo y se hizo fuerte en la Escuela de Infantería, con más de un centenar de
hombres. Es muy peligroso: es un fanático y quiere ser héroe.
En la noche avanzada del
sábado al domingo, la plaza de Mayo seguía poblada de ciudadanos en vigilia.
Frente a Campo de Mayo, cientos de civiles intentaban un inútil diálogo con la
guardia exterior rebelde, con la cara tiznada con corcho quemado como si
realmente estuvieran en una guerra. Iban y venían los políticos del despacho
agotado de Alfonsín. No pocos de ellos hablaban de una necesaria amnistía que
pacifique los ánimos castrenses. Los militares que sembraron el terror en la
más civilizada y moderna de las repúblicas suramericanas siguen exigiendo otro
pacto del capó. Como ha dicho Alfonsín: "Que Dios nos acompañe".
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