Raúl Alfonsín, presidente de
Argentina desde 1983, vencedor en los primeros comicios celebrados tras más de
siete años de dictadura, ha sido el protagonista prácticamente absoluto del
encadenamiento de sucesos que condujo, en la noche del pasado domingo, al
fracaso de una intentona golpista que mantuvo en jaque a su país durante más de
72 horas. Su figura emerge de esta prueba reforzada por el carisma del líder
que queda indefectiblemente vinculado a la democracia.
Durante el último viaje de
Raúl Alfonsín a España, el rey Juan Carlos trasladaba desde Oviedo a Madrid al
presidente argentino en un Mystère oficial. Terminados los actos protocolarios,
los ominosos apretones de manos, las sonrisas y conversaciones triviales
obligatorias, Juan Carlos de Borbón, ya en el aire, extendió sus largas
piernas, se relajó y, volviéndose hacia Alfonsín, le musitó: "No sabes,
presidente, las ganas que tengo de coger la cama". El presidente argentino
le replicó suavemente: "Majestad, que no nos oiga la Reina, pero permítame
poner en duda de que lo que usted tiene ganas sea de coger, precisamente, la
cama".En Argentina coger es sinónimo de hacer el amor. Viejo es
el cuento, tomado de una anécdota auténtica, del sacerdote español que
arribando por primera vez al aeropuerto internacional de Ezeiza preguntó a un
policía federal cómo podía coger un taxi. El cana, mirándole estupefacto de arriba abajo,
le contestó: "Pues como le coja por el tubo de escape, no sé yo".
El Rey se convulsionó en
risas por el comentario de Alfonsín mientras éste sonreía socarronamente bajo
su poblado bigote de morsa. Es un hombre agradable y con un acendrado sentido
del humor que le impide ser estúpidamente solemne.
Durante la campaña electoral
de 1983 pidió a sus colaboradores una cancha de fútbol para transmitir al
pueblo su mensaje. Los operadores de su campaña se aterraron. El radicalismo
siempre había sido históricamente un club de gentes sensatas, hostiles a las
manifestaciones populares, ciudadanos de comité, de parroquia -loscentros locales
de la Unión Cívica Radical-, en los que sin levantar la voz se discutían
serenamente los problemas de la República. Hablar en un campo de fútbol les
parecía una aberración intelectual.
Finalmente, Alfonsín colmó
la cancha porteña del Ferrocarril Oeste, un equipo ferrocarrilero de las
afueras de Buenos Aires, prácticamente levantado sobre madera podrida, pobre,
suburbano, solo, fané y
descangallado. El césped raleado fue ocupado a medias por señoras elegantes
cubiertas con zorros rojos de la Patagonia y por linyeras -vagabundos-, cirujas -rebuscadores de basura- y proletarios
jóvenes un punto cansados del eterno mesianismo peronista. Los sindicatos
peronistas del transporte organizaron aquel mismo día una huelga sectorial para
impedir el acceso a Ferrocarril Oeste, pero todo fue en vano. Se hicieron
kilómetros a pie para escuchar a aquel extraño candidato radical, y el acto fue
finalmente conocido como el
Alfonsinazo en ferro.
Semanas después, los
gerentes de la campaña alfonsinista buscaban otro estadio, el del Boca Juniors,
rápidamente desdeñado por peronista, o el del Ríver Plate, para el acto final
electoral. Permanecían aterrados, pese al muestreo que había ofrecido la cancha
del Ferro, por no poder llenar una cancha mayor.
Pocos días antes del cierre
de las campañas electorales, Alfonsín circulaba en automóvil por la avenida del
Nueve de Julio junto a EnriqueCoty Nossiglia,
líder de la coordinadora radical y uno de sus más leales y eficaces jóvenes lobos, cuando le dijo, al bordear el obelisco
que preside el centro de la ciudad: "Quiero la tribuna ahí, mirando para
allá". Coty empalideció: "Pero si no vamos a poder llenar la avenida
del Nueve de Julio. Vamos a hacer el ridículo". "Si no podemos
abarrotar la Nueve de Julio", contestó Alfonsín, "no tenemos nada que
hacer en la presidencia de la República Argentina".
La avenida del Nueve de
Julio es la más ancha del mundo, superior en dimensiones no sólo a los Campos
Elíseos, sino a la avenida Central de Brasilia, diseñada por Óscar Niemeyer.
Alfonsín la llenó, la abarrotó, la desbordó, la desbarató, en su mitin final
electoral, y acabado el acto le guiñó un ojo a Nossiglia: "¿Te das cuenta
de por qué soy el jefe?".
Alfonsín es un abogado de
pueblo, de Chascomus, a un centenar de kilómetros de Buenos Aires; padre de
familia, abuelo, escaso de bienes de fortuna, propietario de la casa familiar y
desconocedor absoluto de lo que supone poseer un automóvil propio; apasionado
por la política y por la regeneración de su país y de su partido.
Se enfrentó al chino, al todopoderoso Ricardo BaIbín, líder
del radicalismo hasta su muerte, después de la de Perón, convencido de que
había que acabar con Ia política de comité" y sacar a la Unión Cívica
Radical a las calles. Encabezando la línea interna Renovación y Cambio conspiró
modestamente en todos los restaurantes baratos de Buenos Aires y viajó por
Europa recabando dudosos apoyos internacionales y parando en casas de amigos y
correligionarios.
Estudioso del krausismo
Estudioso del krausismo
español, es un hombre profundamente respetuoso con los demás. íntimamente
convencido de que nadie es más que nadie y que llama señor al camarero que le sirve el café.
Cargado de hombros -pese a que se cuida físicamente no fumando, rebajando peso,
corriendo por la quinta presidencial de Olivos en la mañana, nadando-, no puede
evitar una inclinación de cabeza casi japonesa al saludar a cualquier
interlocutor. El trato social con él es gratísimo y hasta dulce. Pero sus cabreos son bíblicos, y las más audaces de sus
iniciativas, puramente personales y rumiadas en su soledad.
En los mítines, frente a las
masas, se transforma. Toda su corrección y amabilidad se trastocan en una voz
potente, en una indignación latente, en un pecho erguido que reclama el sentido
común. Respetuoso como es su Gobierno con las libertades informativas, atacó
hace tres semanas al matutino Clarín, el primer diario argentino, al que
acusó de tergiversar las noticias.
Hace dos semanas, asistiendo
a un oficio religioso, monseñor Medina, desde el púlpito, denunció alegremente
un aumento de la corrupción bajo la Administración democrática. Alfonsín,
presente, pidió permiso, subió al púlpito y reclamó los nombres de los
corruptos acallando al monseñor. Son los alfonsinazos.
Transcurridos casi cinco
días de crisis militar, recibiendo noticias de la soberbia y la seguridad de
los amotinados en Campo de Mayo, salió al balcón de la Casa Rosada y anunció
-ante el empalidecimiento de sus colaboradores- que marchaba a la primera
guarnición del Ejército argentino a exigir la rendición de los rebeldes. Nadie
puede asegurar que no lo viniera pensando desde hacía horas o días, pero nadie
puede afirmar tampoco que el gesto estuviera preparado. Fue otro alfonsinazoque tomó a todos
por sorpresa.
Nadie discute hoy la
autoridad presidencial. Gobierno y oposición coinciden en que tienen un
presidente de lujo, un auténtico animal político, dueño de sus mejores resortes
y repleto de su autoridad.
En una sociedad como la
argentina, tan cuidadosa de las palabras malsonantes, señoras de la mejor
sociedad, para nada radicales, no dudan en estimar públicamente que Raúl
Ricardo Alfonsín "tiene las bolas cuadradas". Alfonsín, para
peronistas y radicales, para demócratas cristianos y liberales, ya es un bien
público nacional. Ya es Alfonsón.
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