Para muchos periodistas, Fernando Castedo,
director general de RTVE, es un sosias de Woody Allen que se cree Julio César.
Presumiblemente es una apreciación incorrecta. Fernando Castedo es en realidad
el «topo», el calderero, sastre, soldado, espía, traidor de esta nueva serie de
la política española que nos está deparando la rebatiña partidista por mayores
parcelas de influencia en televisión. Es evidente que Calvo Sotelo le ha
retirado su estimación. Vaya en descargo de Castedo el hecho de que el
presidente del Gobierno apenas estima a sus ministros y existe una sesuda controversia
sobre si acaso aprecia a alguno de los españoles. Rodríguez Sahagún, presidente
de UCD, le acaba de negar públicamente su confianza política. Pero bien se
puede suponer que este hombre, esforzado e inteligente, que asistió como
ministro de Defensa a dos intentos de asonada sin detectarlos, el
discernimiento de la confianza se encuentra levemente deteriorado.
El caso es que quienes no elevaron sus quejas por
la gestión inflacionista de Rafael Ansón o por la errática de nuestro actual
embajador en Londres, Fernando Arias Salgado, han abierto ahora una pertinaz
campaña de descrédito contra el primer director general democrático de RTVE.
Así las cosas, ni dimitirán ni cesarán los ministros «réprobos» relacionados
administrativamente con el envenenamiento por aceite tóxico, pero para la buena
marcha de este país Fernando Castelo se verá obligado a dimitir apenas iniciado
su mandato.
Decía Azaña a sus radicales que había que
acostumbrar a la nación a que la República durase. Todos deberíamos ahora
acostumbrarnos a que la democracia sea duradera; a que duren los Gobiernos, el
director de la Radiotelevisión del Estado y hasta los «ministros de la colza»,
si no queda otro remedio. Y en este caso todavía más si levantamos un pico de
la alfombra de intereses que encubre los ataques contra Fernando Castedo y
descubrimos el propósito de regresar a una televisión meramente gubernamental o
la moralina de evitar a los españoles la zooderastia de Padre, padrone,
el apenas insinuado incesto en De carne y hueso o la dispersión afectiva
de Enredo, esa serie tonta y relajante de los domingos por la noche.
Bien es cierto, que en tanto Radio Nacional ha
mejorado sensiblemente, la programación de Televisión sigue siendo deficiente.
Sus informativos son evanescentes, los Antigua Fábrica espacios lúdicos,
paradójicamente, aburridos tan pronto aparece en un coloquio de La
clave un Nosferatu de la política disertando sobre el libelo como se aplaza
medrosamente un programa, como el dedicado al PSOE en vísperas de su congreso.
Se suprimen programas culturales de la calidad de Revista de cine, Imágenes
o Encuentros con las letras sin sustitutos de su categoría. Se destituye
errónea e innecesariamente a Gabilondo y se tolera un tonto ataque contra Mauro
Muñiz, mientras el entramado opusdeístico y reaccionario del tinglado de la
antigua farsa prosigue su roe-roe por los pasillos de Prado del Rey.
Pero una cosa es criticar los pasos en falso que
la dirección de RTVE pueda dar en su tanteo para encontrar una ley de
compensaciones y una programación de calidad y otra echar a trotar por las
calles, de la mano de Le Carré, este síndrome del «topo», del infiltrado, del
traidor que, aupado a la dirección de RTVE, devora las entrañas del Estado para
mayor provecho de las izquierdas y la disolución de las costumbres. Es un
síndrome estúpido y cainita, casi un regüeldo maccarthysta de la
anterior guerra fría. Si empezamos a ver infiltraciones izquierdísticas en los
entes públicos, mañana la advertiremos en la Renfe y alguien pedirá que
detengan los trenes.
De derechas de toda la vida
Por lo demás, Fernando Castedo es un señor
bajito, militante de UCD, de derechas de toda la vida, católico, apostólico y
romano, padre de familia, de costumbres templadas, ex subsecretario de Pío
Cabanillas, miembro brillante de uno de los cuerpos de élite del Estado y en
absoluto un desconocido para su partido o el Gobierno. Se ha rodeado de un buen
equipo de profesionales, no tiene un sentido patrimonial sobre la RTVE, ha
heredado una situación administrativa caótica y venal y, hasta ahora -con todos
los errores que le sean imputables-, parece querer enderezar las cosas hacia
una Radiotelevisión que sirva a todos los ciudadanos, y no sólo a los grupos
organizados de poder. Este es el monstruo de maquiavelismo que se nos quiere
presentar.
En cualquier caso, Televisión Española nunca distrajo
tanto como ahora la conveniencia de ingresar o no en la Alianza Atlántica, la
imparable y macabra riada de la colza, el enfrentamiento de la gran patronal
con el Gobierno, la descomposición interna de nuestros tres grandes partidos;
todo parece haber quedado estos días entre paréntesis ante el gran problema
nacional: el descabalgamiento del «topo» como director general.
La broma del destino llegará de la mano del revés
que tiene toda trama; al final, cuando destituyan a Castedo, sus debeladores
descubrirán toda la verdad: el auténtico «topo» era Senillosa.