Los peronistas asistieron estupefactos al
escrutinio de los votos en las elecciones del 30 de octubre. Herminio Iglesias,
candidato justicialista a gobernador de Buenos Aires, no podía creer en la
derrota. A los perdedores sólo les quedó el consuelo de decir que "Dios
sigue siendo peronista". La dirección del Partido Justicialista no
entendió el ansia de renovación moral argentina y con sus métodos contribuyó al
descalabro peronista ante el Partido Radical.
En la noche
del jueves 27 de octubre varios centenares de peronistas intentaban dormitar
sobre las aceras, al amparo de cornisas y marquesinas, bajo una llovizna
inclemente, en las proximidades del obelisco de Buenos Aires, que se alza
gigantesco en el centro de la plaza de la República y en la confluencia de la
más ancha avenida del mundo (la avenida del Nueve de Julio) y la popular y
tanguera calle de Corrientes.Dos días antes, en el gran anfiteatro urbano que
conforma el obelisco, la plaza, las calles adyacentes, Raúl Alfonsín había
congregado por primera vez en la historia de la Unión Civica Radical a cerca de
un millón de partidarios. Todas las señales de alarma en el cuartel general
electoral peronista destellearon y se decidió cerrar la campaña justicialista
en el mismo espacio físico del gran mitin radical, doblando o triplicando la
concurrencia de aquéllos.
Miles de
autobuses, camiones, furgonetas trasladaron humildes peronistas hasta el centro
de Buenos Aires la noche anterior al mitin desde el interior de la provincia
que tiene mayor extensión que Italia. Herminio Iglesias, natural de Avellaneda,
ex intendente de su pueblo (alcalde), aspirante a la gobernación de la
provincia de Buenos Aires, vio su sensible alma conmovida ante el frío y la
intempene que padecían junto al obelisco, y dio la orden.
Pistola
sobre el mostrador
Sus
guardaespaldas recorrieron Avellaneda haciendo abrir los cierres de las carnicerías
mediante la amable llamada de una pistola golpeando los cierres de persiana.
Con la pistola sobre el mostrador solicitaron chorizos, que les fueron cordial
e inmediatamente servidos, y, olvidándose del pequeño detalle de pagar,
corrieron a nutrir a las pobres gentes que dormitaban friolentas en la plaza de
la República.
A la hora
del desayuno repitieron la operación en las panaderías: con la pistola sobre el
mármol del mostrador suplicaron humildemente cargamentos de croissants como
contribución voluntaria a la causa del pueblo, que tenía que abarrotar el
obelisco para que los radicales vomitaran su soberbia de haberse atrevido a
salir a la calle."
Cuatro días
después, en su cuartel general, instalado en la pizzería de
Avellaneda La Muzzarella Loca, Herminio Iglesias no podía entender cómo había
perdido las elecciones a gobernador de la provicia ni cómo el peronismo había
perdido hasta en su pueblo. Los carniceros y panaderos de Avellaneda sí lo
entendían. Al filo de las seis de la tarde del domingo, en que terminó la
votación, Herminio (exterminio) Iglesias remitió un telegrama
a Isabel Perón "ofreciendo el clamoroso triunfo". A medianoche
retrasaba, hasta la irritación, el envío de datos partidarios al cuartel general
peronista en la capital federal; en la mañana, culpando de la derrota a la
mujeres (que han votado radical), "por ver demasiada televisión". Por
la tarde, el jefe del peronismo bonaerense declaraba: "Seguimos siendo los
mismos, ha ganado una coalición internacional, antiobrera, en Angentina, pero
da lo mismo; Dios sigue siendo peronista".
Una
revolución a palos
Herminio
Iglesias es hijo de orensanos, de 54 años, aparentemente juvenil, casado, con
hijos y nietos, carente de instrucción, que trabajó poco en su vida en eso que
se entiende por un empleo remunerado por cuenta ajena. Desde una relativa
miseria, es captado por el peronismo, y en él desarrolla una brillante carrera,
que denota su talento natural: líder de las bandas peronistas, que repartían
palos a socialistas y comunistas para ayudarles a comprender la revolución que
el general Perón traía bajo el brazo, temido en su pueblo, comprendió
rápidamente que la fuerza bruta de los muchachos, los compañeros,toda
la compadrería suburbial que distingue al peronismo histórico, podía ser
reconducida hacia fines lucrativos.
Avellaneda,
separada de la capital federal por media calzada y una acera (es uno más de los
pueblos que conforman el gran Buenos Aires, sin solución de continuidad), es
para los porteños como el Chicago de los años treinta y un poco símbolo de la
corrupción, la violencia y la inmoralidad. Así, las bandas peronistas sirvieron
lo mismo en Avellaneda para convencer a sus convecinos del voto correcto que
para otorgar protección remunerada a las redes de la prostitución o a los
locales del juego clandestino.
En este
ambiente, Heríninio Iglesias asciende milagrosamente de humilde vástago de
pobrísimos emigrantes orensanos a peleador callejero y a conductor de un BMW,
que consulta la hora en un grueso y aparatoso Rolex de oro macizo. Intendente
de Avellaneda bajo el último Gobierno de Perón, abandonó la, alcaldía dejando
beneficios en la caja. Hecho sorprendente en un país donde, acaso más que en
ningún otro, cada ciudadano paga a su asesor fiscal con la única intención de
evadir los impuestos. En Avellaneda, los vecinos pagaron mediante un trabajo
previo de concíenciación personal, que acaso habría violentado los principios
existenciales de Miguel Boyer.
Ante las
dudas de Antonio Cafiero (ex ministro peronista de Economía) por presentarse a
las elecciones como presidente de la nación o sólo como gobernador de Buenos
Aires, Herminio -como gusta que le llamen- perdió la paciencia. Resueltos los
pactos internos peronistas para problemar la fórmula presidencial en las
personas de Lúder y de Bittel (un notario, caudillo del peronismo en el Chaco),
dejando la primera gobernaduría del país a Cafiero; la política de amables
apariencias y discusiones filosóficas dio paso a la verdadera faz de los
herederos de Perón.
Todo el
pacto de pasillos por el que los peronistas con corbata accedían a las
candidaturas presidenciales y a la gobernación de Buenos Aires había sido
negociada por Lorenzo Miguel a cambio de sumar a su secretaría de la Unión
Obrera Metalúrgica y su jefatura de las "62 organizaciones" (palanca
política peronista en los sindicatos) la primera vicepresidencia partidaria
para un ectoplasma exterior llamado Isabel Martínez de Perón.
Iglesias se
presentó en el despacho de Miguel, y tales fueron los gritos que los
guardaespaldas de uno y otro desalojaron los pasillos para que los periodistas
no pudieran escuchar los insultos, a veinte metros, y colocaron sus manos en la
sobaquera por si eran necesarios sus servicios para dirimir la discusión entre
ambos jefes del peronismo.
En La
Plata, capital de Buenos Aires, se reunió el congreso provincial peronista para
elegir lo previamente decidido: a Cafiero. La policía federal rodea la sede del
cónclave, al que sólo pueden acceder los delegados. Enviados de Cafiero acuden
al hotel Oatense donde espera Herminio Iglesias para explicar la situación y
las necesidades políticas del peronismo en estas elecciones. Los emisarios
regresan algo descompuestos tras advertir el despliegue de armas cortas y
largas sobre las camas de las habitaciones de los hombres de Iglesias (los
compañeros, los muchachos), que sonríen socarrones ante el argumento
de que el peronismo ha de dar una nueva imagen más moderada que capte votos
entre las clases medias.
Comenzado
el congreso, Iglesias, al frente de sus bandas, rompe los cordones policiales
(que reciben órdenes de no mediar en una querella interna), penetra en el
congreso partidario de La Plata y presenta sus poderes. Estupefección. Gustavo
de la Serna, juez federal que velaba por la pureza, del congreso, toma la
palabra: "Éste debe ser un digno broche de oro al proceso de
reorganización del Partido Justicialista de la provincia de Buenos Aires".
Grandes voces: "Que se vayan los matones, que se vayan los
guardaespaldas"; el juez, visiblemente molesto: "Me voy, porque eso
de guardaespaldas no me gusta".
Se marcha
el juez federal, abandonan el recinto, entre invectivas y amenazas de muerte,
los delegados comprometidos con Cafiero, y se vota. Herminio Iglesias es
elegido candidato a la gobernación de Buenos Aires. Cuando se le reprocha a
Herminio haber violado el congreso con sus cuadrillas armadas, replica:
"No se puede dejar fuera al pueblo".
Cirugía
estética
Poco antes
de la campaña electoral, Herminio estuvo en trance de volar a Río de Janeiro
para que el afamado cirujano estético Pitanguy le restituyera el párpado
izquierdo perdido en un tremendo accidente automovilístico, que dejó su rostro
sembrado de cicatrices y un globo ocular permanente y obsesivamente
descubierto. No encontró tiempo, y de nada habría servido su retoque facial.
Varias veces herido de bala en choques de matones, a la salida de un velatorio
le dispararon deliberadamente contra el pene y los testículos, en la clásica vendettade
alcahuetes armados, perdiendo una de sus gonadas. Cuando se le pregunta por el
incidente, reclama la presencia de las más respetadas mujeres de la familia del
periodista para una comprobación personal, y a continuación achaca el tiroteo
de la entrepierna a un comando montonero.
Tras
inundar Buenos Aires capital con su propaganda (su circunscripción sólo era la
provincia), aspirando a erigirse en líder peronista nacional, reputó a Raúl
Alfonsín de gusano, traidor y malnacido, y comenzó a presumir públicamente de
haber sido torturado por la policía y haber resistido los suplicios. Harto el
cuartel electoral de los radicales, filtró a la revista Gente las
fichas policiales por las que Herminio Iglesias había sido detenido (y, sin
duda, picaneado; aquí la policía no pierde el tiempo): por el
robo de 24.000 litros de aceite. El caudillo del peronismo bonaerense, en
efecto, resistió a la picana, por cuanto no dijo una palabra,
y su sumario hubo de cerrarse por falta de pruebas. Otros antecedentes
policiales y judiciales le relacionaban con violaciones de la ley del juego.
"Todos hemos sido jóvenes", replicó Herminio ante las pruebas.
Desbandada
peronista
En la gran cancha del
Vélez-Sarsfield, durante el primer gran mitin del peronismo en Buenos Aires,
aseguró que "... conmigo o sin mígo, vamos a ganar...", mientras
Deolindo Felipe Bittel, candidato a la vicepresidencia por el peronismo,
recomendaba que "... los hombres escondan las boletas en los bolsillos, y
las mujeres..., donde no les puedan meter mano
Herminio,
tras que Lorenzo Miguel se retiraba de la cancha, después de no poder
hacer uso de la palabra, ante las repetidas alusiones a su madre que le hacían
sus enfervorizados seguidores, áfirmaba impertérrito: "Si es necesario,
trabajaremos 24 horas diarias y las noches también". No extraña la
desbandada peronista ante tamaño exceso de dedicación.En el acto final
peronista del obelisco porteño, Herminio Iglesias arrebató el micrófono al
candidato Lúder para exigir silencio a la muchedumbre ante el visible disgusto
del candidato, que, aun descamisado y descorbatado, se veía incómodo en la
compañía de toda la banda sindical. Acabada la brevísima y desganada
intervención de Ítalo Lúder, Herminio, exultante ante las cámaras de televisión
de todos los canales del país, prendió personalmente fuego, con la mirada
enloquecida que le otorga su ojo descubierto, a un ataúd de papel con las
siglas de los radicales. Cientos de miles de argentinos meditaron sobre lo que
haría este hombre desde la gobernación de Buenos Aires si cometía tales
desafueron en la campaña electoral.
Cuestión de
talla moral
Obviamente,
Herminio Iglesias condujo a los peronistas a la derrota hasta en su propio
pueblo, pero no por su incultura, su zafiedad o su aspecto patibulario. Ernesto
Sábato, que ha votado radical, pero no pertenece a ningún partido, ha puesto su
figura en su exacto lugar: "Tengo amigos en mi barrio", acaba de
declarar, "prácticamente analfabetos y peronistas de toda la vida a
quienes entregaría a un hijo en custodia para su educación. Conozco a
universitarios muy cultivados que son unos canallas. No me interesa que un
hombre sepa o no manejar un diccionario; me interesa su talla moral".
Esta ha
sido, al menos, la mitad de la derrota peronista: el tardío entendimiento de la
mayoría de los argentinos de que en el justicialismo siempre medraron bandas de
delincuentes junto a honestos líderes populistas. Herminio, junto a Lorenzo
Miguel, junto a muchos otros desconocidos que impusieron su ley en las
provincias, acabaron, al fin, perdiendo unas elecciones ante un pueblo que
entendió que su ascensión era resistible.
A Herminio
Iglesias no le votaron ni las putas de Avellaneda.