Crucé con mucha precaución la 9 de julio, la avenida más ancha del
mundo, porque es difícil observar el color de los semáforos de la acera de
enfrente y alta la posibilidad de ser aplastado por un colectivo (autobús),
accediendo al hotel Panamericano en cuya última planta Raúl Ricardo Alfonsín,
Presidente electo de la República Argentina por mayoría absoluta y en histórica
derrota del peronismo, tenía instaladas sus oficinas electorales. Originario
del pueblo gallego de Lalín, este abogado del pueblo bonaerense de Chascomús,
jefe de la Unión Cívica Radical (krausistas) había derrotado políticamente a 7
años de dictadura militar ominosa, pero el esqueleto uniformado permanecía
intacto pese a la infame derrota en las Islas Malvinas (o Flankland) en la que
solo luchó la Fuerza Aérea, en tanto el comandante de la fuerza de tareas
invasoras, general Benjamín Menéndez, se rendía incondicionalmente en Puerto
Argentino (Por Stanley) mientras seguía por televisión el mundial de Futbol.
Alfonsín era de trato llano, con sentido
del humor y notables dosis de saludable realismo. “Mi querido amigo, los
uniformados argentinos son culpables. ¿Sabe por que se llama COLIMBA a los
conscriptos del servicio militar obligatorio?: por Corre, Limpia y Barre. Todo
lo que permanece quieto se pinta, aunque sea un general, y todo lo que se mueve
se saluda, aunque sea un burro. Están más jerarquizados que otros Ejércitos. Y
sabe también por que no los puedo procesar por sus crímenes: porque no se van a
dejar. Voy a enjuiciar por lo civil a los que dieron las órdenes,
principalmente a las dos primeras Juntas Militares que cometieron los peores
desmanes. Para el alegato voy a nombrar Fiscal General de la República a un
apartidista, que se llama Julio César Strassera. Vaya a conocerle.
Días más tarde el flamante Fiscal General me recibía en el Palacio
de los Tribunales, en el piso de la Sala del Crímen de lo Penal y Correccional.
En su calidad de nuevo Jefe de las Fuerzas Armadas, Alfonsín había disuelto la comisión militar
que investigaba a paso de ganso sus propios crímenes y había derogado la
autoamnistía decretada por la última Junta Militar del teniente general Emilio
Bignone: por primera vez en la Historia se entregaba a la Justicia Civil el encausamiento de una dictadura castrense precedente. Era
tal el abandono del edificio que temí pisar a los ratones in digestos de
papeles. Strassera, el joven Fiscal Adjunto, Moreno Ocampo, y tres o cuatro
esforzadas mujeres, se afanaban en tres piezas (habitaciones) sin decoración
alguna, en mesas de madera sin barnizar
y cajas de zapatos donde iban archivando fichas. Obiamente no disponían de
móviles, los teléfonos eran de bakelita y Telefónica aún no había podido
desenredar la maraña de cables que constituían el cielo de Buenos Aires y las
llamadas se cortaban intermitentemente, se oían como ecos de las Pampas o la
simple conexión urbana tardaba horas mediante telefonísta. La informática aún
estaba en Silycon Valley e imperaban máquinas de escribir negras y cuadradas
propias de un excedente de la Embajada nazi. Strassera era enjuto, casi siempre
de gris marengo con corbata roja, alto, con cabello y bigote de negro córvido y
ojos muy vivos.
Me hizo un aparte en una mesa vacía alejada del leve rum-rum de
sus colaboradores y, cara a cara, comenzamos a robarnos el tabaco. El Fiscal
era fumador en cadena y se había quedado
sin su compulsión al carecer de un cadete (botones) que fuera a comprarlo, y
mientras hablábamos manteniendo la mirada hurtaba cigarrillos de mi atado
(paquete) del que afortunadamente tenía provisión. Con el tiempo fumarnos el
tabaco del otro se convirtió en una seña de identidad de una amistad entre
hermano mayor y menor. Strassera había pasado la dictadura como Fiscal de
ladrones de gallinas, dedicando su tiempo libre, que era todo, a presentar
recursos de habeas corpus por los desaparecidos bajo las Juntas Militares. Al
no pertenecer a facción alguna, excepto el Derecho, la Dictadura le desestimó.
Con gran inteligencia Strassera no diseñó una causa general contra los
uniformados que hubiera tenido mucho vuelo mediático internacional y hubiera
acabado en agua de borrajas. Ni pidió auxilio a los peronistas o los restos
sobrevivientes de los montoneros o los trostkystas del Ejército Revolucionario
del Pueblo. Fue a buscar a los testigos de cargo de casos individuales,
documentando chupamientos (secuestros), sevicias y enterramientos NN (Ningún
Nombre), centrándose en el primer triunviro, teniente general Jorge Rafael
Videla y en el almirante Emilio Eduardo Massera, por mal nombre “el negro”.
Ellos arrastrarían a los demás conmilitones y morirían bajo cadena perpetua (no
prisión permanente revisable), Videla octogenario y en su celda, y Massera, el
almirante que arrojaba al Río de la Plata a los maridos de sus amantes, en
arresto domiciliario tras un masivo e inhabilitante derrame cerebral. Personalizando
su alegato, sufrimiento tras sufrimiento, Strassera logró un efecto
demoledor.
Creí que no completaría el
juicio porque pedía recesos para inyectarse insulina en los baños siendo
diabético desde su adolescencia. Todos llevaron justas penas, aliviadas algunas
por los perdones del posterior Gobierno peronista de Carlos Saúl Ménem. Pero el
“nunca más” puso término al discurso del Fiscal. Militares expulsados,
expolicías, colaboracionistas del
terror, la criminal antiizquierdísta Triple A (Alianza Anticomunísta
Argentina), lo que se llamó “mano de obra desocupada”, le hizo la vida
complicada. Necesitó escolta permanente y le insultaban gravemente por la
calle. Alfonsín, temeroso de un atentado, le envió de Embajador a Ginebra ante
los organismos de defensa de los derechos humanos. Dimitió cuando el peronismo
puso en marcha la máquina de los indultos y abrió bufete en la Capital Federal,
donde se negó a representar los intereses del prófugo español Emilio Rodríguez
Menéndez. Su bellísima hija Carolina murió en Ginebra calcinada en su cama con
un cigarro prendido entre sus dedos. Su hijo varón Julian, está en la
judicatura y hoy es el alivio de su madre Marisa, mujer de generosidad
excepcional. En Argentina es verano y la familia estaba en Tandil (provincia de
Buenos Aires) donde la edad y la diabetes se conjuraron a sus 82 años muy bien
llevados y que no presagiaban el desenlace. Su vida estaba cumplida desde que
devolvió a los argentinos su dignidad perdida. Se ha ido con las huestes de
Garibaldi del que era lejano descendiente.