El cementerio está lleno de seres imprescindibles pero el editor de
“Planeta” era un referente nacional que se pierde tempranamente y en tiempos de
tribulación. Aunque no es un axioma suele decirse que los hijos de los grandes
capitanes de empresa o disfrutan de lo heredado o no superan los logros de los
padres. No es el caso de José Manuel Lara que elevó el esfuerzo de aquel Lara
legionario, que juntó sus primeras pesetas en la posguerra española mediante la
compraventa al menudeo a través de los anuncios por palabras de los periódicos
y que contó con la inteligente ayuda de su esposa (la madre) que fue quien
descubrió a José María Gironella y sentó las bases de la editorial. Lara, hijo,
deja una multinacional en edición, comunicación, contenidos, la primera
española y de entre las cien más voluminosas del mundo. Pero tras el éxito
empresarial yacía un buen gestor pero principalmente un intelectual que nunca
hizo gala de tal. Entre otros afanes
colocó su empresa como la número uno en edición en español, pero lo que le
apasionaba era leer, lo que publicaba y lo que editaban los demás. Un fín de
semana de Lara era leer entre tres y cuatro libros. Y como todos los lectores
empedernidos olía como fragancia la tinta y el papel de los volúmenes. Pudiendo
serlo nunca le interesó la espuma social de la vida que se muestra, y solo se
ocupó de la familia, la empresa y la lectura. Fue un consecuente conservador y
un hombre tolerante que editaba a los marxistas; podía ser amigo del Rey Juan
Carlos o José María Aznar y de Manuel Vázquez Montalbán, el atractivo sujeto
que quería ser el último en apagar la luz del comunísmo español. Tan liberal,
tan exponente del respeto a la libre expresión de todos, que era el dueño de
“Antena 3” y “La sexta”, cara y cruz del mentidero nacional. Para desasosiego
de sus colaboradores fue siempre sencillo y directo en sus escasas apreciaciones
públicas, pero no podía evitar resaltar
cosas tan obvias como que el mayor editor en español no podía radicarse en otro
país que no fuera España. No se lo perdonaron los secesionistas, aunque a él le
gustaba definirse como “cataluz”, siendo cierto que catalanes y andaluces casan
bien, hacen buena sangre, pese a los temores de Marta Ferrusola. Ante su
dolencia tan temprana fue un estoico, y a la agente literaria Carmen Ballcels la admitía que se había dado
por muerto antes de esta lucha con el páncreas en la que casi le retorció el
brazo a la oncología. Cabe destacar, por atípico y en estos tiempos en que
corre la liebre de la corrupción, su honradez de cumplir con sus autores los
derechos reales de sus obras, cuando no falta quien tiene contabilidad B en las tiradas. Este referente nacional presumía de
que podía contratar a cualquier autor porque todo el mundo sabía que no vendía
un libro de más sin dar su parte al escritor. No nos sobran españoles tan
provechosos como él. Descanse en una merecida paz.
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