En junio de 1976, dos
policías arrestaron en su domicilio de Chamical, en la provincia de La Rioja,
al pie de los Andes, a los sacerdotes Gabriel Longueville y Carlos de Dios
Murias, so pretexto de trasladarlos a la capital provincial para un interrogatorio
de rutina. Veinticuatro horas después, los cadáveres de ambos clérigos,
zurzidos a balazos, fueron encontrados por un piquete ferroviario en la cuneta
de la línea férrea. Durante los cuatro meses anteriores, el padre José Tedeschi
fue secuestrado, torturado y baleado: su cadáver fue arrojado a un basurero. El
padre Francisco Soares y su hermano -inválido- fueron tiroteados y muertos
mientras oraban en su capilla. Posteriormente, cinco sacerdotes irlandeses
recibieron fuego de ametralladora en sus camastros mientras dormían en una
sacristía rural; ninguno sobrevivió, y los asesinos escribieron en las paredes
del matadero leyendas acusatorias de corromper el espíritu de la juventud.
Monseñor Carletti, tras el asesinato de
Longueville y Dios Murias, protestó enérgica y públicamente al Gobierno, que
adujo no haber ordenado a ningún servicio de seguridad el allanamiento de la
parroquia de Chamical. El prelado abandonó su sede episcopal instalándose en
Chamical y oficiando diariamente la misa de sus pastores asesinados. El 4 de
agosto, el obispo, indignado ante la pasividad gubernamental, decide regresar a
La Rioja con una amenaza en la mano: dará los nombres de quienes ordenaron el
crimen, de cuya responsabilidad tiene certeza moral, desde el púlpito de la
catedral riojana. Cometió el error de viajar solo.
Su automóvil jamás llegó a La Rioja. En un
tramo de las soledades preandinas, según la versión policial, reventó una
rueda, derrapó el coche y el monseñor fue des pedido a través del parabrisas,
falleciendo en el acto. Todos los que observaron el automóvil accidentado
testificaron que las cuatro ruedas estaban intactas, y la monja que lavó y
amortajó el cuerpo del obispo aseguró que no tenía un rasguño en el rostro.
Diez obispos y 6.000 fieles celebraron sus exequias, dándose por bueno el
atestado policial. Hoy, los nombres de sus presuntos asesinos figuran en el informe
Sábato como sospechosos de
aquel asesinato en el camino a la catedral.
Aquél fue el más alto y sangriento momento de
la Iglesia católica argentina durante los siete ominosos años de la dictadura
militar. Junto a la breve nómina de sacerdotes asesinados como el obispo
Carletti, sólo Jaime de Nevares, obispo de Neuquen, en el suroeste del país,
presidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, y monseñor
Miguel Esteban Hesayne, obispo de Viedma, en Río Negro, levantaron
sistemáticamente sus voces para intentar detener el terrorismo del Estado y
despertar de su letargo a sus compañeros de curia. Monseñor Hesayne llegó a
escribir oficialmente a la Conferencia Episcopal en los siguientes términos:
"...sabemos con certeza, como Iglesia, que nuestras Fuerzas Armadas han
torturado y hecho desaparecer a nuestros hermanos e hijos en la fe ( ... ).
Esas Fuerzas Armadas que detentan el poder y desde cuya cima se dicen
católicos. Y la Iglesia los sirve oficialmente a través del vicariato
militar...". Fue la propia Conferencia Episcopal -presidida durante la
dictadura por el cardenal Primatesta y por monseñor Aramburu, aún en el cargo-
la encargada de silenciar la carta del obispo de Viedma.
Tímidas
protestas
Otros prelados, como monseñor Novak, obispo de
Quilmes y presidente del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, o
monseñor Deboto, impulsor de las ligas agrarias en la provincia de Corrientes,
ambos pastores progresistas o, si se prefiere, sensibles a la tropelía militar
que asolaba el país, sucumbieron moralmente ante el temor o la confusión de sus
mentes.
Así las cosas, la publicación de un supuesto
listado de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep), que
presidió Ernesto Sábato, sobre implicados en la represión -en el que se
incluyen los nombres de 15 clérigos encabezados por el ex nuncio de Su Santidad
en Buenos Aires, monseñor Pío Laghi, actual nuncio en Washington y uno de los
más eminente diplomáticos vaticanos-, ha desatado el escándalo, pero sería
exagerado escribir que algún católico argentino se ha rasgado las vestiduras.
Tras la publicación de la lista
de la infamia, el Vaticano
replicó con rapidez y energía, defendiendo a Pío Laghi; el Gobierno, hondamente
preocupado, retrasó tres días su mentís, limitándose a afirmar, por boca del
portavoz presidencial, que. la lista en cuestión no era la recibida por Raúl
Alfonsín de manos de Ernesto Sábato y todavía mantenida en secreto. El propio
Sábato, el pasado jueves, formuló unas prudentes declaraciones en Buenos Aires
aclarando que los nombres recogidos por su comisión lo son a título indicativo,
mientras la Conferencia Episcopal se ha limitado a un blando rechazo de las
imputaciones.
La nómina de 1.351 personas supuestamente
vinculadas en mayor o menor medida a la guerra sucia contra el terrorismo de
izquierdas fue publicada esta semana por la revista porteña El Periodista, de Buenos Aires. Según informaciones solventes,
la filtración de una cinta de ordenador no se correspondería con la lista
finalmente recibida por el presidente Alfonsín, sino con un listado de
trabajo del que habrían sido
eliminados algunos nombres, como el del ex nuncio, bien por prudencia política
y diplomática, bien por la debilidad jurídica de los testimonios en su contra.
El caso es que parece cierto que dos
supervivientes del campo clandestino de detención y tortura Ingenio Nueva
Baviera, en Tucumán, denunciaron al nuncio como visitante del mismo. En efecto,
Pío LaghÍ visitó aquella provincia para saludar a las tropas que en el llamadooperativo
Independencia exterminaron la
guerrilla rural del trostkista Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP),
comandada por Roberto Santuchu, a más de torturar, secuestrar o asesinar a
muchos ciudadanos pacíficos que no tuvieron otra culpa que la de aparecer en
una agenda de teléfonos. Durante los años del terrorismo militar argentino, ser
el fontanero o el dentista de un militante subversivo supuso, generalmente, una
muerte vil.
Un superviviente del Ingenio Nueva Baviera
relató a la Conadep cómo los militares le higienizaron, le afeitaron, le
vistieron y le presentaron al nuncio en visita pastoral por.aquellas
guarniciones. Delante de Pío Laghi le preguntaron cómo se sentía, y el pobre
torturado se hizo lengua! de lo excelentemente que se encontraba y del eximio
trato que recibía. En el revuelo de la visita, el nuncio se aproxima al
detenido y le susurra al oído si su familia sabe dónde está. El desaparecido le asegura que nadie sabe su paradero, se
identifica y le ruega dé recado a su familia de su lugar de detención. Jamás el
nuncio cumplió tan elemental y cristiano encargo. La revelación de los detalles
de este testimonio no corresponde a ninguna filtración periodística secreta,
sino a declaraciones a la Prensa argentina de monseñor De Nevares, obispo de
Neuquen y ex miembro de la comisión Sábato.
El fondo de la
cuestión
Otro testimonio colateral, no recogido por la
Conadep es el de la ciudadana argentina Marta Francese de Bettini, actualmente
exiliada en Madrid. En 1976 fue asesinado su hijo de 21 años, y al año
siguiente desaparecieron -y continúan desaparecidos- su madre, su marido y su
yerno. En 1979 acudió a la Conferencia Episcopal . Latinoamericana que se
celebraba en Puebla de los Ángeles (México) e interpeló a monseñor Pío Laghi,
solicitando su intercesión ante la dictadura argentina. "Señora",
vino a decirla, no son palabras textuales, "sus parientes están muertos, y
si no han fallecido se encontrarán tan torturados que jamás se los devolverán.
Es imposible hacer algo por ellos".
El actual nuncio de Su
Santidad en Washington ha hecho la peor de sus defensas; ha reconocido que,
como hombre, fue sujeto del miedo; que siempre atendió a quien acudió a la
nunciatura porteña en busca de ayuda, y que incluso transportó en su propio
automóvil hasta el aeropuerto internacional de Eceiza a ciudadanos argentinos
que deseaban escapar del país. Otras declaraciones en socorro de la caridad
cristiana de monseñor Laghi resultan desoladoras: le retratan como un
diplomático con los anaqueles de su despacho repletos de informes sobre
desaparecidos. Nunca se enfrentó a un hombre de comunión diaria como el
teniente general Videla, ni arrojó sobre el tapete la carta de todo el peso del
catolicismo en una sociedad como la argentina, en la que los taxistas y
camioneros cuelgan un rosario de sus retrovisores: acumuló en su despacho
-según sus defensores- la guía telefónica del horror y se revistió de pimpinela
escarlata para sacar gente por Eceiza.
Pero una exploración de
hemeroteca sobre sus declaraciones durante su nunciatura en Buenos Aires revela
una constante equiparación del terrorismo subversivo con el terrorismo de
Estado y una abierta justificación de este último como autodefensa de la
civilización. No obstante, acaso su supuesto pecado de omisión no sea otra cosa
que un reflejo de la estimación mayoritaria de la Iglesia argentina ante el
drama nacional. Las madres de la Plaza de Mayo fueron expulsadas de la catedral
de Buenos Aires cuando buscaban amparo de la policía y de los grupos de
tareas de la Armada o el Ejército. Desde los púlpitos se las reputó de
madres de drogadictos y pervertidos. Monseñor Plaza, obispo de La Plata, la
capital de la provincia de Buenos Aires, socio político de la extrema política
peronista, las tildó de "madres de guerrilleros", e insistió en que
en Argentina "no existen víctimas inocentes".Cuando en octubre de
1980 la Academia Noruega otorgó el Premio Nobel de la Paz al fundador del
movimiento latinoamericano Paz y Justicia, Adolfo Pérez Esquivel, el estupor de
la dictadura argentina sólo se vio aliviado por una noticia de la Agencia de
Información Católica Argentina (AICA), directamente dependiente del episcopado,
desmintiendo con excesivo y urgente énfasis que la organización de Pérez
Esquivel -radicalmente cristiana y católica- tuviera el menor vínculo con la
Iglesia.Todos saben la verdad El rosario de ejemplos, no ya de los silencios,
sino hasta de las complicidades, resultaría interminable. La sociedad
argentina, mayoritariamente católica, no se encuentra precisamente dividida
sobre las acusaciones de colaboracionismo que recaen sobre sus pastores. En
todo caso, unos estiman que hicieron muy bien con su silencio amparador y otros
opinan que aquella autoceguera fue una abyección contraria a las enseñanzas de
Cristo. En cualquier caso, no cabe encontrar en el escándalo interesados
ingredientes anticatólicos, que aquí de nada servirían. Muy cerca, en la
vertiente oriental de la cordillera andina, se advierte el ejemplo de otra
Iglesia católica -la chilena- estrecha y peligrosamente comprometida con la
defensa de los derechos del hombre.Pero, al contrario que la chilena, la
Iglesia argentina, largamente ligada a las oligarquías políticas y económicas,
no supo diferenciar a tiempo su avidez de poder e influencia terrenal de una
satrapía sangrienta, paranoica y anticristiana. Y así, ahora, los obispos
argentinos emiten severos comunicados sobre la infantil pornografía
cinematográfica que comienza a invadir las salas porteñas de la calle de
Laballe, o sobre el divorcio que se anuncia, o el consumismo en los sex-shops de
los viajes de fin de semana a la ciudad brasileña de Uruguayana. Tal como se
ven y se vieron las cosas, los argentinos ven y compran lo que quieren, y la
futura batalla por el divorcio la tiene perdida la Iglesia de antemano.En
noviembre de 1977, sólo al comienzo de la barbaridad que ahora empieza a
conocerse, monseñor Vicente Zazpe comentaba a un periodista argentino: "De
aquí a un tiempo, cuando todo esto termine, la Iglesia va a estar en la picota".
Todo un profeta.