Cuando hace poco más de un
año Sergio Onofre Jarpa fue designado ministro del Interior por el general
Augusto Pinochet, la clase política santiaguina comentaba con divertido
escepticismo: "Será un espectáculo fascinante; dos gorilas macho
encerrados en la misma jaula. El gorila más macho acabará por arrancarle la
cabeza al otro". Y, como no podía ser de otra manera, el gorila más macho
ha resultado ser el general Pinochet. Aunque Jarpa siga en Interior, es
evidente que ha perdido la batalla con Pinochet.En la estructura gubernamental
chilena el ministro del Interior es mucho más que el responsable de la
seguridad ciudadana; es, de hecho, el primer ministro y el responsable de
desarrollar la política presidencial. Cuando la oposición chilena, dirigida
entonces por la Democracia Cristiana, comenzó a desarrollar su estrategia de
jornadas mensuales de protesta cívicas y pacíficas, Onofre Jarpa, embajador en
Buenos Aires, elaboró un memorándum de trabajos para apuntalar el régimen 31
agrupó a la ultraderecha civil, temerosa de la iniciativa de la oposición
democrática.
Por primera vez en 11 años
de dictadura se producían manifestaciones en el centro urbano de Santiago, se
insultaba a Pinochet o se soltaban cerdos en la avenida de O'Higgins perfecta
y, trabajosamente uniformados hasta con la gorra de plato reglamentaria del
Ejército de Tierra. Y en las poblaciones santiaguinas -las villasmiseria de la
capital-, los pobres de la tierra rompían los toques de queda, como el 11 de
septiembre de 1973, para enfrentarse a pedradas con las tanquetas de los
carabineros.
El general Pinochet llamó a
Jarpa a regañadientes, le invistió como ministro del Interior, y 48 horas
después, cuando aún estaban frescas las declaraciones de éste llamando al
diálogo político, decretó el toque de queda en Santiago desde las siete de la
tarde, generando una de sus periódicas matanzas metropolitanas. El gorila menos
macho había recibido el primer zarpazo.
Sergio Onofre Jarpa no es
precisamente eso que se entiende por un político entreguista. Miembro del
partido nazi chileno en su juventud, rico hacendado, senador ultraconservador,
se distinguió durante el Gobierno de Salvador Allende por una intervención
televisiva: en un debate mano a mano con un político comunista, en directo, sin
que mediara ninguna alusión personal, tiró la mesa de un manotazo y se arrojó
sobre el cuello de su discrepante político. Los chilenos le tildaron desde su
nombramiento como Sergio Anafre Jarpa. Anafre es el nombre que en Chile se da a los
infiernillos.
Jarpa no tenía otro programa
que el de recomponer las cortesías con la Iglesia católica y abrir un
calendario para informar de conversaciones con la oposición no marxista, tendente
a ganar tiempo, a evitar o aminorar las jornadas de protesta y a dividir
públicamente a la Democracia Cristiana, la primera fuerza políticamente
unitaria del país. Su estrategia, nada trivial, residía en hacer concesiones
formales desde el régimen para sustraer a la oposición activa segmentos de la
derecha política. Pinochet le serruchó el piso -como se diría en estas
latitudes- arrojándole unos cuantos cadáveres a los pies de su despacho y a los
dos días de su toma de posesión.
El general Augusto Pinochet,
sencillamente, carece de la menor intención de diálogo con la oposición, y no
sólo por maldad e ignorancia intrínsecas, sino porque sabe que la concertación
política en Chile pasa por su renuncia de la jefatura del Estado.
Incluso con el mantenimiento
de Jarpa tras su dimisión supuestamente irrevocable termina algo más que un
intento de consenso, por falso que resultara, para extraer al país de la
trivialidad de la dictadura.
Puede ser el comienzo del
fin de la hegemonía política de la Democracia Cristiana, algunos de cuyos
dirigentes creyeron en el diálogo con el ministro ahora dimitido.
El siempre moderado y
sensato Partido Comunista de Chile ha afirmado públicamente que no descarta la
lucha armada para terminar con lacharada de Pinochet. Las elecciones
universitarias acaban de demostrar que la izquierda unida puede derrotar a la
derecha democrática unida.
La Multipartidaria permanece
escindida por gala en dos la Alianza Democrática y el Movimiento Democrático
Popular-, pero el Comando Nacional de Trabajadores, con inilitancia
mayor¡tariamente democristiana, apoya las huelgas generales que convoca la
pluripartidaria izquierdista, desoyendo la mesura de la Alianza Democrática,
dirigida por la DC.
A corto plazo,y con el único
objetivo de mantenerse en el poder cueste lo que cueste, la podredumbre de la
política interna chilena beneficia al gran dictador.
El fraccionamiento de sus
opositores, el repunte de las izquierdas y la radicalización
armada -a más de que en la otra vertiente de la cordillera ya se encuentran
tres ex presidentes militares en la cárcel: Videla, Viola y Galtieri-
cohesionan a las fuerzas armadas con el pegamento del temor.
A largo plazo, y pese al
excelentísimo comportamiento cívico y moral de la Iglesia católica chilena -tan
distante de su homóloga argentina-, el gran dictador logrará que algún día, si
se llegan a superar las divisiones socialistas, una nueva izquierda unida gane
unas elecciones en Chile por el 51% de los votos. La teoría de la izquierda
maximalista de "cuanto peor, mejor" acabará teniendo en Pinochet a
uno de sus mejores valedores.
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