6/11/83

La resistible ascensión de Herminio Iglesias (6-11-1983)

Los peronistas asistieron estupefactos al escrutinio de los votos en las elecciones del 30 de octubre. Herminio Iglesias, candidato justicialista a gobernador de Buenos Aires, no podía creer en la derrota. A los perdedores sólo les quedó el consuelo de decir que "Dios sigue siendo peronista". La dirección del Partido Justicialista no entendió el ansia de renovación moral argentina y con sus métodos contribuyó al descalabro peronista ante el Partido Radical.

En la noche del jueves 27 de octubre varios centenares de peronistas intentaban dormitar sobre las aceras, al amparo de cornisas y marquesinas, bajo una llovizna inclemente, en las proximidades del obelisco de Buenos Aires, que se alza gigantesco en el centro de la plaza de la República y en la confluencia de la más ancha avenida del mundo (la avenida del Nueve de Julio) y la popular y tanguera calle de Corrientes.Dos días antes, en el gran anfiteatro urbano que conforma el obelisco, la plaza, las calles adyacentes, Raúl Alfonsín había congregado por primera vez en la historia de la Unión Civica Radical a cerca de un millón de partidarios. Todas las señales de alarma en el cuartel general electoral peronista destellearon y se decidió cerrar la campaña justicialista en el mismo espacio físico del gran mitin radical, doblando o triplicando la concurrencia de aquéllos.

Miles de autobuses, camiones, furgonetas trasladaron humildes peronistas hasta el centro de Buenos Aires la noche anterior al mitin desde el interior de la provincia que tiene mayor extensión que Italia. Herminio Iglesias, natural de Avellaneda, ex intendente de su pueblo (alcalde), aspirante a la gobernación de la provincia de Buenos Aires, vio su sensible alma conmovida ante el frío y la intempene que padecían junto al obelisco, y dio la orden.

Pistola sobre el mostrador

Sus guardaespaldas recorrieron Avellaneda haciendo abrir los cierres de las carnicerías mediante la amable llamada de una pistola golpeando los cierres de persiana. Con la pistola sobre el mostrador solicitaron chorizos, que les fueron cordial e inmediatamente servidos, y, olvidándose del pequeño detalle de pagar, corrieron a nutrir a las pobres gentes que dormitaban friolentas en la plaza de la República.

A la hora del desayuno repitieron la operación en las panaderías: con la pistola sobre el mármol del mostrador suplicaron humildemente cargamentos de croissants como contribución voluntaria a la causa del pueblo, que tenía que abarrotar el obelisco para que los radicales vomitaran su soberbia de haberse atrevido a salir a la calle."

Cuatro días después, en su cuartel general, instalado en la pizzería de Avellaneda La Muzzarella Loca, Herminio Iglesias no podía entender cómo había perdido las elecciones a gobernador de la provicia ni cómo el peronismo había perdido hasta en su pueblo. Los carniceros y panaderos de Avellaneda sí lo entendían. Al filo de las seis de la tarde del domingo, en que terminó la votación, Herminio (exterminio) Iglesias remitió un telegrama a Isabel Perón "ofreciendo el clamoroso triunfo". A medianoche retrasaba, hasta la irritación, el envío de datos partidarios al cuartel general peronista en la capital federal; en la mañana, culpando de la derrota a la mujeres (que han votado radical), "por ver demasiada televisión". Por la tarde, el jefe del peronismo bonaerense declaraba: "Seguimos siendo los mismos, ha ganado una coalición internacional, antiobrera, en Angentina, pero da lo mismo; Dios sigue siendo peronista".

Una revolución a palos

Herminio Iglesias es hijo de orensanos, de 54 años, aparentemente juvenil, casado, con hijos y nietos, carente de instrucción, que trabajó poco en su vida en eso que se entiende por un empleo remunerado por cuenta ajena. Desde una relativa miseria, es captado por el peronismo, y en él desarrolla una brillante carrera, que denota su talento natural: líder de las bandas peronistas, que repartían palos a socialistas y comunistas para ayudarles a comprender la revolución que el general Perón traía bajo el brazo, temido en su pueblo, comprendió rápidamente que la fuerza bruta de los muchachos, los compañeros,toda la compadrería suburbial que distingue al peronismo histórico, podía ser reconducida hacia fines lucrativos.

Avellaneda, separada de la capital federal por media calzada y una acera (es uno más de los pueblos que conforman el gran Buenos Aires, sin solución de continuidad), es para los porteños como el Chicago de los años treinta y un poco símbolo de la corrupción, la violencia y la inmoralidad. Así, las bandas peronistas sirvieron lo mismo en Avellaneda para convencer a sus convecinos del voto correcto que para otorgar protección remunerada a las redes de la prostitución o a los locales del juego clandestino.

En este ambiente, Heríninio Iglesias asciende milagrosamente de humilde vástago de pobrísimos emigrantes orensanos a peleador callejero y a conductor de un BMW, que consulta la hora en un grueso y aparatoso Rolex de oro macizo. Intendente de Avellaneda bajo el último Gobierno de Perón, abandonó la, alcaldía dejando beneficios en la caja. Hecho sorprendente en un país donde, acaso más que en ningún otro, cada ciudadano paga a su asesor fiscal con la única intención de evadir los impuestos. En Avellaneda, los vecinos pagaron mediante un trabajo previo de concíenciación personal, que acaso habría violentado los principios existenciales de Miguel Boyer.

Ante las dudas de Antonio Cafiero (ex ministro peronista de Economía) por presentarse a las elecciones como presidente de la nación o sólo como gobernador de Buenos Aires, Herminio -como gusta que le llamen- perdió la paciencia. Resueltos los pactos internos peronistas para problemar la fórmula presidencial en las personas de Lúder y de Bittel (un notario, caudillo del peronismo en el Chaco), dejando la primera gobernaduría del país a Cafiero; la política de amables apariencias y discusiones filosóficas dio paso a la verdadera faz de los herederos de Perón.

Todo el pacto de pasillos por el que los peronistas con corbata accedían a las candidaturas presidenciales y a la gobernación de Buenos Aires había sido negociada por Lorenzo Miguel a cambio de sumar a su secretaría de la Unión Obrera Metalúrgica y su jefatura de las "62 organizaciones" (palanca política peronista en los sindicatos) la primera vicepresidencia partidaria para un ectoplasma exterior llamado Isabel Martínez de Perón.

Iglesias se presentó en el despacho de Miguel, y tales fueron los gritos que los guardaespaldas de uno y otro desalojaron los pasillos para que los periodistas no pudieran escuchar los insultos, a veinte metros, y colocaron sus manos en la sobaquera por si eran necesarios sus servicios para dirimir la discusión entre ambos jefes del peronismo.

En La Plata, capital de Buenos Aires, se reunió el congreso provincial peronista para elegir lo previamente decidido: a Cafiero. La policía federal rodea la sede del cónclave, al que sólo pueden acceder los delegados. Enviados de Cafiero acuden al hotel Oatense donde espera Herminio Iglesias para explicar la situación y las necesidades políticas del peronismo en estas elecciones. Los emisarios regresan algo descompuestos tras advertir el despliegue de armas cortas y largas sobre las camas de las habitaciones de los hombres de Iglesias (los compañeros, los muchachos), que sonríen socarrones ante el argumento de que el peronismo ha de dar una nueva imagen más moderada que capte votos entre las clases medias.

Comenzado el congreso, Iglesias, al frente de sus bandas, rompe los cordones policiales (que reciben órdenes de no mediar en una querella interna), penetra en el congreso partidario de La Plata y presenta sus poderes. Estupefección. Gustavo de la Serna, juez federal que velaba por la pureza, del congreso, toma la palabra: "Éste debe ser un digno broche de oro al proceso de reorganización del Partido Justicialista de la provincia de Buenos Aires". Grandes voces: "Que se vayan los matones, que se vayan los guardaespaldas"; el juez, visiblemente molesto: "Me voy, porque eso de guardaespaldas no me gusta".

Se marcha el juez federal, abandonan el recinto, entre invectivas y amenazas de muerte, los delegados comprometidos con Cafiero, y se vota. Herminio Iglesias es elegido candidato a la gobernación de Buenos Aires. Cuando se le reprocha a Herminio haber violado el congreso con sus cuadrillas armadas, replica: "No se puede dejar fuera al pueblo".

Cirugía estética

Poco antes de la campaña electoral, Herminio estuvo en trance de volar a Río de Janeiro para que el afamado cirujano estético Pitanguy le restituyera el párpado izquierdo perdido en un tremendo accidente automovilístico, que dejó su rostro sembrado de cicatrices y un globo ocular permanente y obsesivamente descubierto. No encontró tiempo, y de nada habría servido su retoque facial. Varias veces herido de bala en choques de matones, a la salida de un velatorio le dispararon deliberadamente contra el pene y los testículos, en la clásica vendettade alcahuetes armados, perdiendo una de sus gonadas. Cuando se le pregunta por el incidente, reclama la presencia de las más respetadas mujeres de la familia del periodista para una comprobación personal, y a continuación achaca el tiroteo de la entrepierna a un comando montonero.

Tras inundar Buenos Aires capital con su propaganda (su circunscripción sólo era la provincia), aspirando a erigirse en líder peronista nacional, reputó a Raúl Alfonsín de gusano, traidor y malnacido, y comenzó a presumir públicamente de haber sido torturado por la policía y haber resistido los suplicios. Harto el cuartel electoral de los radicales, filtró a la revista Gente las fichas policiales por las que Herminio Iglesias había sido detenido (y, sin duda, picaneado; aquí la policía no pierde el tiempo): por el robo de 24.000 litros de aceite. El caudillo del peronismo bonaerense, en efecto, resistió a la picana, por cuanto no dijo una palabra, y su sumario hubo de cerrarse por falta de pruebas. Otros antecedentes policiales y judiciales le relacionaban con violaciones de la ley del juego. "Todos hemos sido jóvenes", replicó Herminio ante las pruebas.

Desbandada peronista

En la gran cancha del Vélez-Sarsfield, durante el primer gran mitin del peronismo en Buenos Aires, aseguró que "... conmigo o sin mígo, vamos a ganar...", mientras Deolindo Felipe Bittel, candidato a la vicepresidencia por el peronismo, recomendaba que "... los hombres escondan las boletas en los bolsillos, y las mujeres..., donde no les puedan meter mano

Herminio, tras que Lorenzo Miguel se retiraba de la cancha, después de no poder hacer uso de la palabra, ante las repetidas alusiones a su madre que le hacían sus enfervorizados seguidores, áfirmaba impertérrito: "Si es necesario, trabajaremos 24 horas diarias y las noches también". No extraña la desbandada peronista ante tamaño exceso de dedicación.En el acto final peronista del obelisco porteño, Herminio Iglesias arrebató el micrófono al candidato Lúder para exigir silencio a la muchedumbre ante el visible disgusto del candidato, que, aun descamisado y descorbatado, se veía incómodo en la compañía de toda la banda sindical. Acabada la brevísima y desganada intervención de Ítalo Lúder, Herminio, exultante ante las cámaras de televisión de todos los canales del país, prendió personalmente fuego, con la mirada enloquecida que le otorga su ojo descubierto, a un ataúd de papel con las siglas de los radicales. Cientos de miles de argentinos meditaron sobre lo que haría este hombre desde la gobernación de Buenos Aires si cometía tales desafueron en la campaña electoral.

Cuestión de talla moral

Obviamente, Herminio Iglesias condujo a los peronistas a la derrota hasta en su propio pueblo, pero no por su incultura, su zafiedad o su aspecto patibulario. Ernesto Sábato, que ha votado radical, pero no pertenece a ningún partido, ha puesto su figura en su exacto lugar: "Tengo amigos en mi barrio", acaba de declarar, "prácticamente analfabetos y peronistas de toda la vida a quienes entregaría a un hijo en custodia para su educación. Conozco a universitarios muy cultivados que son unos canallas. No me interesa que un hombre sepa o no manejar un diccionario; me interesa su talla moral".
Esta ha sido, al menos, la mitad de la derrota peronista: el tardío entendimiento de la mayoría de los argentinos de que en el justicialismo siempre medraron bandas de delincuentes junto a honestos líderes populistas. Herminio, junto a Lorenzo Miguel, junto a muchos otros desconocidos que impusieron su ley en las provincias, acabaron, al fin, perdiendo unas elecciones ante un pueblo que entendió que su ascensión era resistible.

A Herminio Iglesias no le votaron ni las putas de Avellaneda.

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