10/7/83

Una de las más desconocidas dictaduras militares de América Latina (10-7-1983)

La semana pasada los tres partidos uruguayos tolerados por la dictadura militar (Blanco, Colorado y Unión Cívica) rompieron el diálogo semanal que venían manteniendo con los generales, ante la intransigencia de éstos, la continuación de las detenciones políticas y su empeño en perpetuarse como un poder paralelo ante el futuro Gobierno democrático. Los políticos uruguayos habrán decidido ayer la fecha de una jornada de protesta nacional como alternativa a una discusión con los militares que se presenta cada vez más dificultosa. Apagada su lucha por el relieve de la de los argentinos o chilenos, los demócratas uruguayos se enfrentan a una de las más obtusas dictaduras de esta zona del mundo. Un enviado especial de EL PAIS visitó recientemente esta república latinoamericana.

Sobre un Estado-ciudad de tres millones de habitantes pesa una de las más duras y desconocidas dictaduras militares latinoamericanas. El control del Estado sobre los ciudadanos intenta ser absoluto, y en el Uruguay de 1983 pueden haberse cumplido algunas de las profecías de Orwell. Para empezar: en Uruguay la cárcel se paga, no ya con los sufrimientos y las separaciones y los años perdidos inherentes a toda reclusión, ni con la destrucción psicológica que caracteriza turbiamente a las penitenciarías de Libertad (hombres) y Punta Rieles (mujeres), no; en Uruguay la cárcel, como el hotel, se paga en pesos uruguayos contantes y sonantes; tanto por tantos días de hospedaje, por la comida, por la ropa, por los desperfectos originados... Y como del hotel, no te vas de la cárcel si no pagas la cuenta.Presumiblemente, la mayoría de los 1.200 presos políticos que hay en el país (dato estimado) arrostraría más años de cárcel antes de pagar a sus verdugos, pero hicieran lo que hicieran, de todas formas su ruina económica estaría asegurada. Paralelamente a la detención, quedan embargados los bienes del detenido, y cumplida la pena, si no se abona la cuenta, salen a subasta pública el piso, el automóvil, los electrodomésticos, los muebles, se enajenan sus ahorros, todo. El preso queda en la calle, y su familia también. Es la aportación original de la dictadura militar uruguaya al equilibrio de los presupuestos y al liberalismo económico que desdeña esos Estados providencia, decadentes, que hasta sufragan la estadía de los presos en prisión.

Y el que la dictadura uruguaya haga pagar la cárcel a sus opositores no es sólo un dato colorista, sino que pone en blanco sobre negro el auténtico carácter de este régimen y su dificultosa salida hacia la normalidad democrática. Es un país pequeño en el que no se pueden recorrer distancias superiores a los 700 kilómetros; de sus poco más de tres millones de habitantes, al menos un millón ha tenido que exiliarse; llano, sin anfractuosidades de terrero, es casi un Estado-ciudad con una fértil sabana a su alrededor para el pastoreo de las reses. Una nación manejable en el sentido literal de la palabra, idónea para experimentar sobre ella ensayos de gobierno: el que la llevó, por ejemplo, en los años treinta-cuarenta a ser estimada como la Suiza americana, o el que la convirtió en 1976 en la Checoslovaquia del Cono Sur.

Categorías políticas

Los ciudadanos han quedado divididos en tres categorías: A, B y C. La pertenencia a la A implica estar por encima de toda sospecha; los ciudadanos adscritos a la B siempre encontrarán dificultades burocráticas y, permanentes sospechosos, serán objeto de seguimientos y escuchas; la plebe de la C sencillamente tendrá problemas para jubilarse, para cobrar sus pensiones, o se verá despedida de sus trabajos incluso en la empresa privada. Las categorías alcanzan también a los partidos; el régimen militar accedió finalmente a legalizar los dos partidos históricos que se reparten la mayoría política del país (Nacional, Blanco y Colorado), a más de la diminuta Unión Cívica, de raíz católica, pero mantienen su prohibición sobre comunistas, socialistas y democristianos, graduando su rencor en ese mismo orden.

A los comunistas que ahora pueblan las cárceles, aunque nunca tomaron una pistola, se les proscribe por razones obvias y porque coparon antaño la dirigencia sindical; a los socialistas se les castiga porque los tupamaros fueron una escisión por su izquierda, y a los democristianos no se les perdona haber sido el paraguas -Frente Amplio- bajo el que se cobijó la izquierda (un 18% de los votos) para enfrentarse a los tradicionales blancos y colorados, que en una abstracción algo forzada podrían equivaler a los partidos estadounidenses republicano y demócrata. A este respecto, merece atención la democracia cristiana uruguaya, cuyos integrantes, de ser arrojados a los leones del circo, serían devorados por éstos en vez de alimentarse de éstos, como se asegura ocurriría con sus homólogos europeos. Los democristianos uruguayos sí han creído en el Concilio Vaticano II.

A su vez, y dentro de los partidos tolerados, existen dirigentes legalizados y dirigentes proscritos. Así, el Partido Colorado cuenta entre sus más prestigiosos dirigentes a Jorge Valle, cuyo nombre no puede ni ser citado en los periódicos bajo pena de cárcel, y Wilson Ferreira, líder indiscutible de los blancos (exiliado en Londres), es tildado de delincuente común prófugo de la justicia, y cuando su semanario -Democracia- publica su foto saludando al Rey de España, la respuesta es el secuestro de la edición (el mismo día de la llegada del Rey) y seis meses de suspensión.

Legalizados y proscritos

Cientos de uruguayos, aun cuando no tengan pendientes problemas con la atrabiliaria justicia del régimen militar, ven así graciosamente suspendidos todos sus derechos políticos. Por decreto son uruguayos de la clase C, y se darán con un canto en los dientes si en la hora de su vejez consiguen los documentos precisos para cobrar su jubilación. Un destacado político uruguayo quería retratar me el carácter del régimen y recurrió a un recuerdo personal: "Hace unos meses un íntimo amigo, sin inquietudes políticas, funcionario de toda la vida, fue interrogado por la Seguridad del Estado antes de poder acceder a un cargo público superior. El militar que le inquiría admitió que mi amigo carecía de antecedentes sospechosos, pero antes de dar su visto bueno quiso hacerle una pregunta: '¿Qué hacía su automóvil en tal día de tal mes de 1969 estacionado frente a un club comunista de Montevideo?'. ¡Catorce años antes!, ¡cuatro años antes del comienzo de la intervención militar en el país! ¡siete años antes del derrocamiento del presidente Bordaberry! Tras muchos esfuerzos y sudores, mi amigo logró recordar que por aquellos años trabajaba en una empresa cuya sede estaba relativamente próxima a un club comunista y que entraba dentro de lo posible el haber aparcado su automóvil allí. La explicación fue acepta da y mi amigo ascendió. Este es el sistema".

En Uruguay la red telefónica funciona con criterios mágicos absolutamente ajenos a los principios científicos que rigen los impulsos electrónicos. Pero la computación del control militar sobre los ciudadanos es rigurosa, exacta matemática, inasequible a la des memoria. El aparato represor de la dictadura uruguaya ha sido mucho más sólido, y en ocasiones mucho más obtuso, que los aplicados en Brasil, Chile o Argentina, y consecuentemente, su salida hacia la democracia está menos elabora da y se adivina más lenta en Santiago, Buenos Aires o Brasilia. Ante las atrocidades cometidas por militares argentinos y chilenos en sus respectivos "procesos", los uniformados uruguayos pueden hasta ser vistos engañosamente con simpatía.

Es cierto que las organizaciones humanitarias de Montevideo sólo tienen datos acerca de 17 desaparecidos desde 1973 (cifra irrisoria en un proceso represor en el Cono Sur), pero debe considerarse que el Ejército uruguayo es llamado a batir la guerrilla tupamara por un Gobierno constitucional, el de Bordaberry, y que el choque represor se llevó a cabo, entre otros factores, con cierta libertad de Prensa y con un congreso abierto. La tortura y el asesinato de tupamaros o simplemente de izquierdistas fue moneda corriente en los cuarteles, pero sin alcanzar los niveles de paranoia que después se lograron en la otra orilla del Plata.

La fascinación tupamara

"Pero mire usted", dice el líder de otro partido democrático, "aquí el ejército cayó en la anarquía más absoluta. Se dio mano libre a los oficiales jóvenes para que acabaran con la guerrilla urbana, exonerándoles de antemano por cualquier exceso. Y cuando empezaron a aplicar la ley de fugas y algunos generales protestaron, los que entonces eran capitanes y se estaban manchando las manos les enseñaron los colmillos. Aquí los militares estaban muy influidos por los ideólogos franceses de la batalla de Argel, aunque mucho me temo que la mayoría no había pasado de leer las novelas de Jean Larteguy. El caso es que en Europa tienen que ser conscientes de que el Ejército uruguayo toma definitivamente el poder en 1976, cuando ya ha ganado su guerra contra los tupamaros. Acabaron con ellos en seis meses, pero muchos pensamos que después de torturarlos los envidiaban. La anarquía de la oficialidad joven propició el golpe y los generales cabalgaron la ola".

En efecto, el Ejército uruguayo ni es elitista, como el argentino, ni posee la tradición institucional que tenía el chileno. Su papel social era pequeño y nadie invitaba a un coronel a una recepción. Ahora, en el salón de una embajada puede escucharse a la esposa de un coronel comentar a su marido: "¿Y por qué no aprovechamos estos años para recorrer Europa?". Encontraron en su intervención bajo Bordaberry (1973-1976) un protagonismo del que siempre carecieron, y mientras torturaban e interrogaban a los tupas adquirieron cierta suerte de síndrome de Estocolmo invertido: el torturador quedó subyugado por la víctima. Mucho se especuló entonces acerca de posiles pactos entre tupamaros y militares jóvenes, y, en cualquier caso, pocos dudan hoy en Montevideo que Amodio Pérez, mano derecha de Raúl Sendic, fundador de los tupamaros y todavía en prisión (detenido con un tiro en la cara, los militares se ocuparon de que recibiera una continuada atención quirúrgica, salvándole la vida y el habla), fue el redactor del documento secreto e interno con que el Ejército uruguayo justificó su golpe. Acaso también entregó a la organización; nadie ha vuelto a verle ni en la cárcel ni en libertad. Wilson Ferreira, el carismático líder del Partido Blanco, leyó aquel documento en el Senado en las vísperas de la asonada y huyó del país. Y una vez más se cumplió el latiguillo cínico que todavía se escucha en las recepciones de las embajadas estadounidenses en América Latina: "Sólo se acaba con la guerrilla soltando a los perros; lo difícil es sujetarlos después". Comenzaba la checoslovaquización del país.

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