La semana pasada los tres partidos uruguayos
tolerados por la dictadura militar (Blanco, Colorado y Unión Cívica) rompieron
el diálogo semanal que venían manteniendo con los generales, ante la
intransigencia de éstos, la continuación de las detenciones políticas y su
empeño en perpetuarse como un poder paralelo ante el futuro Gobierno
democrático. Los políticos uruguayos habrán decidido ayer la fecha de una
jornada de protesta nacional como alternativa a una discusión con los militares
que se presenta cada vez más dificultosa. Apagada su lucha por el relieve de la
de los argentinos o chilenos, los demócratas uruguayos se enfrentan a una de
las más obtusas dictaduras de esta zona del mundo. Un enviado especial de EL
PAIS visitó recientemente esta república latinoamericana.
Sobre un
Estado-ciudad de tres millones de habitantes pesa una de las más duras y
desconocidas dictaduras militares latinoamericanas. El control del Estado sobre
los ciudadanos intenta ser absoluto, y en el Uruguay de 1983 pueden haberse cumplido
algunas de las profecías de Orwell. Para empezar: en Uruguay la cárcel se paga,
no ya con los sufrimientos y las separaciones y los años perdidos inherentes a
toda reclusión, ni con la destrucción psicológica que caracteriza turbiamente a
las penitenciarías de Libertad (hombres) y Punta Rieles (mujeres), no; en
Uruguay la cárcel, como el hotel, se paga en pesos uruguayos contantes y
sonantes; tanto por tantos días de hospedaje, por la comida, por la ropa, por
los desperfectos originados... Y como del hotel, no te vas de la cárcel si no
pagas la cuenta.Presumiblemente, la mayoría de los 1.200 presos políticos que
hay en el país (dato estimado) arrostraría más años de cárcel antes de pagar a
sus verdugos, pero hicieran lo que hicieran, de todas formas su ruina económica
estaría asegurada. Paralelamente a la detención, quedan embargados los bienes
del detenido, y cumplida la pena, si no se abona la cuenta, salen
a subasta pública el piso, el automóvil, los electrodomésticos, los muebles, se
enajenan sus ahorros, todo. El preso queda en la calle, y su familia también.
Es la aportación original de la dictadura militar uruguaya al equilibrio de los
presupuestos y al liberalismo económico que desdeña esos Estados providencia,
decadentes, que hasta sufragan la estadía de los presos en prisión.
Y el que la
dictadura uruguaya haga pagar la cárcel a sus opositores no es sólo un dato
colorista, sino que pone en blanco sobre negro el auténtico carácter de este
régimen y su dificultosa salida hacia la normalidad democrática. Es un país
pequeño en el que no se pueden recorrer distancias superiores a los 700
kilómetros; de sus poco más de tres millones de habitantes, al menos un millón
ha tenido que exiliarse; llano, sin anfractuosidades de terrero, es casi un
Estado-ciudad con una fértil sabana a su alrededor para el pastoreo de las
reses. Una nación manejable en el sentido literal de la palabra, idónea para
experimentar sobre ella ensayos de gobierno: el que la llevó, por ejemplo, en
los años treinta-cuarenta a ser estimada como la Suiza americana, o el que la
convirtió en 1976 en la Checoslovaquia del Cono Sur.
Categorías
políticas
Los
ciudadanos han quedado divididos en tres categorías: A, B y C. La pertenencia a
la A implica estar por encima de toda sospecha; los ciudadanos adscritos a la B
siempre encontrarán dificultades burocráticas y, permanentes sospechosos, serán
objeto de seguimientos y escuchas; la plebe de la C sencillamente tendrá
problemas para jubilarse, para cobrar sus pensiones, o se verá despedida de sus
trabajos incluso en la empresa privada. Las categorías alcanzan también a los
partidos; el régimen militar accedió finalmente a legalizar los dos partidos
históricos que se reparten la mayoría política del país (Nacional, Blanco y
Colorado), a más de la diminuta Unión Cívica, de raíz católica, pero mantienen
su prohibición sobre comunistas, socialistas y democristianos, graduando su
rencor en ese mismo orden.
A los
comunistas que ahora pueblan las cárceles, aunque nunca tomaron una pistola, se
les proscribe por razones obvias y porque coparon antaño la dirigencia
sindical; a los socialistas se les castiga porque los tupamaros fueron una
escisión por su izquierda, y a los democristianos no se les perdona haber sido
el paraguas -Frente Amplio- bajo el que se cobijó la izquierda (un 18% de los
votos) para enfrentarse a los tradicionales blancos y colorados, que
en una abstracción algo forzada podrían equivaler a los partidos
estadounidenses republicano y demócrata. A este respecto, merece atención la
democracia cristiana uruguaya, cuyos integrantes, de ser arrojados a los leones
del circo, serían devorados por éstos en vez de alimentarse de éstos, como se
asegura ocurriría con sus homólogos europeos. Los democristianos uruguayos sí
han creído en el Concilio Vaticano II.
A su vez, y
dentro de los partidos tolerados, existen dirigentes legalizados y dirigentes
proscritos. Así, el Partido Colorado cuenta entre sus más prestigiosos
dirigentes a Jorge Valle, cuyo nombre no puede ni ser citado en los periódicos
bajo pena de cárcel, y Wilson Ferreira, líder indiscutible de los blancos (exiliado
en Londres), es tildado de delincuente común prófugo de la justicia, y cuando
su semanario -Democracia- publica su foto saludando al Rey de
España, la respuesta es el secuestro de la edición (el mismo día de la llegada
del Rey) y seis meses de suspensión.
Legalizados
y proscritos
Cientos de
uruguayos, aun cuando no tengan pendientes problemas con la atrabiliaria
justicia del régimen militar, ven así graciosamente suspendidos todos sus
derechos políticos. Por decreto son uruguayos de la clase C, y se darán con un
canto en los dientes si en la hora de su vejez consiguen los documentos
precisos para cobrar su jubilación. Un destacado político uruguayo quería
retratar me el carácter del régimen y recurrió a un recuerdo personal:
"Hace unos meses un íntimo amigo, sin inquietudes políticas, funcionario
de toda la vida, fue interrogado por la Seguridad del Estado antes de poder
acceder a un cargo público superior. El militar que le inquiría admitió que mi
amigo carecía de antecedentes sospechosos, pero antes de dar su visto bueno
quiso hacerle una pregunta: '¿Qué hacía su automóvil en tal día de tal mes de
1969 estacionado frente a un club comunista de Montevideo?'. ¡Catorce años
antes!, ¡cuatro años antes del comienzo de la intervención militar en el país!
¡siete años antes del derrocamiento del presidente Bordaberry! Tras muchos
esfuerzos y sudores, mi amigo logró recordar que por aquellos años trabajaba en
una empresa cuya sede estaba relativamente próxima a un club comunista y que
entraba dentro de lo posible el haber aparcado su automóvil allí. La
explicación fue acepta da y mi amigo ascendió. Este es el sistema".
En Uruguay
la red telefónica funciona con criterios mágicos absolutamente ajenos a los
principios científicos que rigen los impulsos electrónicos. Pero la computación
del control militar sobre los ciudadanos es rigurosa, exacta matemática,
inasequible a la des memoria. El aparato represor de la dictadura uruguaya ha
sido mucho más sólido, y en ocasiones mucho más obtuso, que los aplicados en
Brasil, Chile o Argentina, y consecuentemente, su salida hacia la democracia
está menos elabora da y se adivina más lenta en Santiago, Buenos Aires o
Brasilia. Ante las atrocidades cometidas por militares argentinos y chilenos en
sus respectivos "procesos", los uniformados uruguayos pueden hasta
ser vistos engañosamente con simpatía.
Es cierto
que las organizaciones humanitarias de Montevideo sólo tienen datos acerca de
17 desaparecidos desde 1973 (cifra irrisoria en un proceso represor en el Cono
Sur), pero debe considerarse que el Ejército uruguayo es llamado a batir la
guerrilla tupamara por un Gobierno constitucional, el de Bordaberry, y que el
choque represor se llevó a cabo, entre otros factores, con cierta libertad de
Prensa y con un congreso abierto. La tortura y el asesinato de tupamaros o
simplemente de izquierdistas fue moneda corriente en los cuarteles, pero sin
alcanzar los niveles de paranoia que después se lograron en la otra orilla del
Plata.
La
fascinación tupamara
"Pero
mire usted", dice el líder de otro partido democrático, "aquí el
ejército cayó en la anarquía más absoluta. Se dio mano libre a los oficiales
jóvenes para que acabaran con la guerrilla urbana, exonerándoles de antemano
por cualquier exceso. Y cuando empezaron a aplicar la ley de fugas y algunos
generales protestaron, los que entonces eran capitanes y se estaban manchando
las manos les enseñaron los colmillos. Aquí los militares estaban muy influidos
por los ideólogos franceses de la batalla de Argel, aunque mucho me temo que la
mayoría no había pasado de leer las novelas de Jean Larteguy. El caso es que en
Europa tienen que ser conscientes de que el Ejército uruguayo toma
definitivamente el poder en 1976, cuando ya ha ganado su guerra contra los
tupamaros. Acabaron con ellos en seis meses, pero muchos pensamos que después
de torturarlos los envidiaban. La anarquía de la oficialidad joven propició el
golpe y los generales cabalgaron la ola".
En efecto,
el Ejército uruguayo ni es elitista, como el argentino, ni posee la tradición
institucional que tenía el chileno. Su papel social era pequeño y nadie
invitaba a un coronel a una recepción. Ahora, en el salón de una embajada puede
escucharse a la esposa de un coronel comentar a su marido: "¿Y por qué no
aprovechamos estos años para recorrer Europa?". Encontraron en su
intervención bajo Bordaberry (1973-1976) un protagonismo del que siempre
carecieron, y mientras torturaban e interrogaban a los tupas adquirieron cierta
suerte de síndrome de Estocolmo invertido: el torturador quedó subyugado por la
víctima. Mucho se especuló entonces acerca de posiles pactos entre tupamaros y
militares jóvenes, y, en cualquier caso, pocos dudan hoy en Montevideo que
Amodio Pérez, mano derecha de Raúl Sendic, fundador de los tupamaros y todavía
en prisión (detenido con un tiro en la cara, los militares se ocuparon de que
recibiera una continuada atención quirúrgica, salvándole la vida y el habla),
fue el redactor del documento secreto e interno con que el Ejército uruguayo
justificó su golpe. Acaso también entregó a la organización; nadie ha vuelto a
verle ni en la cárcel ni en libertad. Wilson Ferreira, el carismático líder del
Partido Blanco, leyó aquel documento en el Senado en las vísperas de la asonada
y huyó del país. Y una vez más se cumplió el latiguillo cínico que todavía se
escucha en las recepciones de las embajadas estadounidenses en América Latina:
"Sólo se acaba con la guerrilla soltando a los perros; lo difícil es
sujetarlos después". Comenzaba la checoslovaquización del país.
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