No serán los periodistas quienes suscriban esa
estulticia de que con Franco se vivía mejor. Bajo el régimen franquista, los
profesionales de la información estuvieron al borde de proletarizarse; en
trabajos de amanuense hasta la ley de Prensa de 1966 y posteriormente en una
lucha política en la que periodistas y obreros de talleres se encontraron en
una lucha común.En los últimos años del franquismo surgieron unos Grupos de
Trabajadores de Prensa que aunaban en la misma clandestinidad a obreros y
periodistas. Los obreros eran, en su mayoría, militantes de cen trales
sindicales y de partidos. Los periodistas no tenían todos una clara militancia
fuera de la de su antifranquismo. Sabían, por supuesto, que habían devenido en trabajadores
de cuello blanco, que eran unos asalariados más con sus problemas de
sueldos y condiciones de trabajo frente a las empresas editoras, pero
fundamentalmente. eran conscientes de que no podían trabajar en un sistema
político que tenía por bondadosa la prohibición de circulación de opiniones y
hasta de noticias. Los trabajadores de artes gráficas, a su vez, no se
ocultaban que la ausencia de libertad de prensa dañaba gravemente sus intereses
de clase, y, así, un mínimo común denominador democrático reunía en complicadas
citas clandestinas a obreros y periodistas.
En cualquier caso, nunca fue total la identificación de
intereses entre periodistas y obreros de talleres, como nunca fue completa la
proletarización de los periodistas. Baste recordar que en Madrid y en vida de
Franco, el Partido Comunista Español tuvo durante años que tolerar la
existencia de dos células de periodistas militantes: la de los que estimaban
que el trabajo sindical y político debía realizarse junto con el resto de la
rama de artes gráficas y la de quienes creían que los profesionales, de la
información debían. de trabajar sobre sus problemas específicos que eran graves
y de notable importancia política.
El caso es que entre aquellos hombres y mujeres que
integraban los GTP siempre hubo distancias molestas -pese a la buena voluntad y
la educación política de sus militantes-, entre quienes combatían el . régimen
de Franco desde una arraigada conciencia de clase y entre quienes antes que una
reivindicación sindical acariciaban más la idea de una soñada libertad de
prensa. Distancia que se acre centó en los últimos años del franquismo.
Cuando el régimen daba su últimos y violentos
coletazos, los periodistas vinieron a demostrar la medida de su coraje y de su
ética. Porque, entre las postrimerías de 1975 y los primeros meses -aún
franquistas- de 1976, la movilización de los periodistas creció geométricamente
en intensidad y en carácter profesional.
En aquellos meses poblados de informes confidenciales
del Gobierno sobre cómo podía coaccionarse económicamente a la prensa, con
aquella circular del Tribunal Supremo sobre la cabeza de los periódicos, con
multitud de procesamientos y citaciones judiciales a los periodistas., éstos
terminaron por echarse literalmente al monte. Yo los he visto, ojerosos de
sueño, madrugar los domingos para salir de Madrid -valga el ejemplo- y reunirse
por docenas al socaire de unas peñas, en las faldas de algún monte, para
celebrar asambleas bajo riesgo de detención, proceso y condena.
Aquello culminó con la huelga de periodistas de mayo
del año pasado, huelga parcial y en la que los talleres no intervinieron al no
ser convocados y al ser la huelga muy específica de quienes administraban la
información. En una de las reuniones celebradas en la Asociación de la Prensa,
el viejo profesor -Enrique Tierno- resumió magistralmente aquella huelga
y en general toda la cólera d e las redacciones. «Esta es una huelga ética
-vino a decir- y con ella sus protagonistas no reclaman ni remuneraciones
mayores ni menores trabajos; reclaman el derecho de sus conciudadanos a una
información libre.». En efecto, aquella fue no sólo una huelga ética, sino la
primera de tal carácter que se producía en la España postfranquista.
Después parece como si los periodistas hubieran callado
definitivamente tras un canto de cisne. Ahora las asambleas se celebran en las
redacciones y no en el campo; ya no hay que colocar vigías en peñas cercanas, y
si las reuniones no se convocan en horas de trabajo, los propios representantes
elegidos por los periodistas reconocen que éstos no acuden a la discusión de
sus problemas; los locales de las Asociaciones de la Prensa ya no están
concurridos como antaño; un Jurado de Etica Periodística de corte fascista se
permite ni más ni menos que suspender en el ejercicio de su profesión al ex
directos de Personas, Francisco Sáez, y ninguno de sus compañeros ha
puesto públicamente pies en pared ante tamaña arbitrariedad; el Gobierno sigue
empeñado en la aplicación de leyes regresivas como la de Secretos Oficiales y
los periodistas han de silenciar conspiraciones y nombres de asesinos; la
fuerza pública registra domicilios de directores de periódicos con las
facultades de una ley Antiterrorista en la mano, y los periodistas siguen
armándose de paciencia profesionales de este arduo oficio son vapuleados por
los responsables de que nadie sea vapuleado, y la respuesta es la de Job.
Aparentemente puede argüirse una explicación a tan
extraño comportamiento profesional del antes y del después: que
ahora los periodistas tienen bastante dosis de. libertad de prensa aun cuando
no sea completa. Y que con esa zanahoria por delante los periodistas pasan por
carros y carretas olvidando una capacidad de lucha bien acreditada en tiempos
más difíciles. Pero el caso es que los profesionales de la información tienen
ahora que dar su más genuina batalla por la libertad de imprenta.
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