En noviembre de 1975 todo el occidente europeo
montó en cólera, ante un régimen -el franquista- que terminaba como empezó:
fusilando. Desde Estocolmo a Lisboa, desde un primer ministro sueco pidiendo
dinero por las calles para la lucha contra Franco hasta las pavesas de nuestra
embajada én Portugal, pasando por las impresionantes manifestaciones que
cubrían los Campos Elíseos, y terminando con la segunda retirada masiva de
embajadores soportada por Madrid en cuarenta años, las democracias europeas
expresaron su bochorno moral ante los procesos que sentenciaban a muerte a once
jovenes (dos mujeres y nueve hombres) militantes de ETA y FRAP.Angel Otaegui y
Juan Paredes; Manot (ETA) fueron fusilados; José Luis Sánchez Bravo, José
Humberto Baena y Ramón García Sarrz también fueron fusilados. José Antonio
Garmendía (un etarra histórico) vio conmutada su sentencia de muerte por la de
reclusión mayor (acaso por lo antiestéstico de tener que tirar contrar un
hombre en parte descerebrado y que difícilmente se mantiene en pie) y ahora se
encuentra extrañado en Oslo.
Otros cuatro de aquellos encausados y
sentenciados (militantes del FRAP) vieron también conmutadas sus últimas penas
por las de reclusión mayor. María Jesús Dasca, María Concepción Tristán, Manuel
Blanco Chivite, Wladimiro Fernández Tovar y Manuel Cañaveras. En los penales de
Alcalá de Henares, Cáceres y Córdoba siguen los cuatro esperando que el
entramado jurídico-político organizado por el primer Gobierno Suárez a base de
indultos parciales, excarcelaciones. escalonadas, extrañamientos, etcétera
-hasta algún preso político ha salido de la cárcel por un error burocrático de
algún juzgado- devenga definitivamente en una auténtica amnistía política.
Es obvio que el cabal entendimiento política del
significado de una amnistía sólo lo entendió el primer Gobierno Suárez cuando
la semana por amnistía en Euskadi deparó seis muertos en las calles. Fue
entonces cuando el Gobierno -tarde y mal- se apresuró a vaciar sus prisiones de
etarras históricos antes de las elecciones. Ahí tienen toda la razón los
etarras extrañados cuando afirman que su liberación la deben a la movilización
de su pueblo y no a la voluntad ministerial de restañar y olvidar las heridas
del pasado régimen.
Prueba de ello, señal de que la amnistía política
no se ha producido, son los últimos condenados a muerte por el franquismo de
los que ya no parece nadie acordarse. Hombres como Izko de la Iglesia sujetos
de iras y baldones por la propaganda oficial del viejo régimen en mayor medida
que muchos políticos que aún yacen en prisión, ya han recuperado su libertad
aunqúe sea en el exilio. Pero los últimos condenados del franquismo siguen
aguantando entre su desesperación y el olvido de los partidos democráticos.
Ahí está tambiéri José Luis Pons Llobet, en la
cárcel de Cartagena, purgando su reclusión mayor; el hombre que no fue
agarrotado junto a Puig Antich por ser entonces menor de edad, y cuyos
familiares pueden igualmente preguntarse si la amnistía sólo es aplicable a los
vascos y, entre ellos, sólo a los etarras históricos (porque Blanco Chivite
también es vasco). Decenas de militantes del FRAP, de ácratas, de los GRAPO, la
mayoría de ellos sin condenas por delitos de sangre, siguen esperando la
verdadera amnistía en la angustia y la certeza de que ni sus organizaciones ni
sus pueblos de origen tienen la con ciencia solidaria demostrada por Euskadi.
Una amnistía política jamás debe ser parcial, y
de serio empañaría la equidad que debe inspirar la justicia. Y ya, la
excarcelación de los últimos presos del franquismo, no sólo es responsabilidad
de un Gobierno del señor Suárez; la fuerte oposición democrática ya conformada
en las elecciones debe plantear inmediatamente este penoso tema. Dejar en las
cárceles a quienes con acierto o error lucharon con riesgo de sus vidas por la
democracia o contra la autocracia sería mantener un mezquino rescoldo de
rencor.
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