Un secretario general del
Partido Comunista Argentino (PCA) jugaba al Prode (Pronósticos Deportivos, la
quiniela) y hace una decena de años acertó todos los pronósticos y con un buen pozo -el gran premio es acumulativo- de
millones de pesos. Ante la sugerencia de sus camaradas de que destinara al
menos una parte de aquella ganancia a las finanzas del partido, dimitió como
secretario general, pidió la baja en la organización y se asegura que hasta
abominó del marxismo.No es una anécdota trivial para entender al PCA. Los
comunistas argentinos nunca tuvieron un gran peso específico en esta sociedad,
al contrario de socialistas y anarquistas arrastrados a estas playas por las
olas de la emigración mediterránea y centroeuropea. Los anarquistas se
extinguieron y ya ni siquiera son una raza en conservación; los socialistas,
con figuras muy notables y respetadas en su seno, encontraron la extraña
habilidad de dividirse en fracciones encontradas aún con mayor empeño que el
que se dio en el socialismo chileno, que ya es afirmar.
Los comunistas argentinos
tienen otros pecados, pero, al igual que toda la izquierda de la República,
fueron aplastados por la losa del peronismo emergente en 1946. Perón les
ofreció alianzas electorales que el PCA rechazó por tener al general por un
mussoliniano cooperativista. Perón comentó: "Vuelan bajo". Ambas
partes tenían razón en sus apreciaciones.
En 1946, el PCA debería
haber practicado el entrismo entre las masas de descamisados que
seguían a Perón, pero estaba cerca la derrota de las potencias del Eje y,
además, aún quedaban muchos trotskistas en América Latina. El PCA, así,
languideció hasta convertirse en lo que es hoy: un partido de cuadros
ilustrados de la pequeña y mediana burguesía sin representación parlamentaria,
sin influencia social ni prestigio entre los otros partidos de izquierda.
Apéndice de la Embajada
soviética en Buenos Aires, no entraron como los revolucionarios montoneros en el peronismo para convulsionarlo
desde dentro y cometieron la abyección de no despegar los labios ni las manos
durante el último período dictatorial de 1976-1983: la Unión Soviética entonces
necesitaba urgentemente granos ante los embargos de cereales estadounidenses, y
las relaciones entre las juntas militares argentinas y el Kremlin fueron
excelentes.
Un silencio notorio
Tras haber abominado del
peronismo desde 1946 en las elecciones democráticas de 1983, se aliaron con la
extrema derecha de aquél ante la Unión Cívica Radical liderada por quien fuera
electo presidente Raúl Ricardo Alfonsín. Hubo serias cábalas en la República
sobre el número de interconexiones neuronales y unos dirigentes comunistas que
daban la espalda al peronismo cuando ganaba y lo apoyaban cuando perdía, a más
de guardar silencio cuando la barbarie militar hacía desaparecer a sus
militantes más lúcidos.
No quedaron en eso las
cosas, y al año de la frágil democracia recuperada, el PCA, abolida ya la
doctrina de la seguridad
nacionalpropiciada por el Departamento de Estado estadounidense y en clara
remisión las dictaduras militares del subcontinente -Argentina, Brasil,
Uruguay-, publicó una extensa nota solicitada en los diarios porteños
reivindicando la lucha armada contra las tiranías. "Tarde y con
daño".
El PCA, tras hercúleos
esfuerzos, logró al fin desaparecer del mapa político argentino. Y éste es el
contexto explicativo necesario para interpretar las relaciones entre la URSS y
la República Argentina, ahora visitada muy amistosamente por el canciller
Edvard Shevardnadze en una gira que comenzó en Brasil y termina en la República
Oriental de Uruguay.
Las relaciones soviéticas
con los países del Cono Sur han sido siempre impecables, incluso en las
dictaduras militares. Todo el revolucionarismo armado -equivocado
estratégicamente pero moralmente legítimo- venía de Cuba y de las propias
entrañas del socialismo latinoamericano, pero nadie podrá afirmar que los
partidos comunistas suramericanos, o moderados o callados, alimentaron las
guerrillas de las dos últimas décadas.
Así, curiosamente, en este
país en el que se puede insultar seriamente a un sindicalista tildándole de bolche o de zurdo,
la Unión Soviética como Estado no despierta recelos. Fue un excelente comprador
de carnes y granos argentinos que los países de Occidente rechazaban con su proteccionismo,
se sostuvo junto a Argentina durante el contencioso diplomático que acompañó a
la guerra de las Malvinas y, ahora mismo, científicos y técnicos soviéticos
estudian las posibilidades de desagote por la bahía de San Borombom de la
provincia de Buenos Aires, periódicamente asolada por lluvias espantosas, acaso
provocadas por el gran espejo de agua de la inmensa represa brasilera de
Itaipú.
Antes de la visita de
presidentes como Mitterrand y Felipe González, el canciller Shevardnadze ha
venido a estas tierras a traer un pequeño balón de oxígeno al presidente
brasileño José Sarney -rota su coalición gubernamental, advertido por los
militares y fracasado su plan económico-, al argentino Raúl Alfonsín -revolcado
por la población en unas elecciones parciales- y al uruguayo Julio María
Sanguinetti, quien, por si no tuviera suficientemente oscuro el horizonte,
afronta la posibilidad de un referéndum que revoque la ley de amnistía para los
militares y policías que secuestraron y asesinaron a los ciudadanos.
Derroche de simpatía
Shevardnadze derrochó
simpatía, se entrevistó con el presidente Alfonsín, con el vicepresidente
Víctor Martínez (ala derecha del radicalismo), con su colega Dante Caputo,
visitó el Congreso de la nación y la Corte Suprema y varias veces detuvo a su
caravana para charlar con la gente en las calles por mediación de sus
intérpretes. A Martínez, quien a media mañana se preocupaba por el horario de
su visitante, le contestó: "Hasta las nueve de la mañana de mañana, en que
tengo mi cita con el presidente Alfonsín, todo el tiempo es suyo".
Ha defendido aquí el derecho
argentino a conceder licencias de pesca en sus aguas territoriales invadidas
por la zona de exclusión económica británica en torno a las Malvinas -muchas de
cuyas licencias operan legítimamente en manos soviéticas-, se ha mostrado
contrario a la militarización del Atlántico Sur y defendió una salida política
a la sangría de la deuda externa del Tercer Mundo, a la que calificó de tumor
maligno. No alcanzó a firmar protocolos económicos, pero dejó la esperanza en
el Gobierno argentino de que los planes soviéticos sobre autarquía alimentaria
tendrán en consideración durante los próximos años las necesidades exportadoras
argentinas de cereales.
Hacia su lado no tuvo ningún
empacho en admitir que si Estados Unidos desarrolla la guerra de las galaxias, la
carga económica-financiera aplastará a los países en desarrollo y defendió al
menos una reducción del 50% en el potencial ofensivo Este-Oeste. Estimó como
propio de la edad de piedra el que la Administración Reagan pueda ver algún
peligro en el acercamiento entre la URSS y los países del Cono Sur.
Además ha firmado lo que no
ha firmado aquí nadie: la apertura de un consulado soviético en Viedina, la
nonata nueva capital argentina en la Patagonia, por la que, tras la derrota del
radicalismo a manos de los peronistas, nadie da un ochavo.
No es que sea mucho, pero
menos aceite da una piedra. Veremos ahora qué traen los presidentes
Mitterrand,y González a esta esquina del mundo abandonada por Occidente y
acariciada por la diplomacia soviética.
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