El pasado 23 de febrero, primer aniversario de su felonía, los
procesados por aquellos sucesos se negaban a bajar desde sus aposentos a la
sala del Servicio Geográfico del Ejército donde estaban siendo juzgados.
Exigían para reintegrarse a sus nada incómodos banquillos de peluche la
expulsión y el procesamiento de Pedro J. Ramírez, director de Diario-16, a
más de un apercibimiento del Tribunal a la Prensa; algunos abogados defensores
ronroneaban amenazantes una hipotética retirada. El teniente general Luis
Alvarez Rodríguez, Presidente del Tribunal, anonadado y con la úlcera en la
mano, accedíó a expulsar al periodista pero se resistía a acatar más órdenes y
albergaba serias dudas de que la Policía Militar arreara hacia la Sala a una
tropa doblemente rebelde pero presidida por un teniente general galoneado por
heridas en campaña y con la medalla militar individual.Antonio Pedrol, decano
de los abogados madrileños, acepto el papel de mediador y hombre bueno; subió a
hablar con ellos, desplegó esa astucia mediadora, cargada de matices que, según
los entendidos, es imposible encontrar fuera de la circunscripción comarcal de
Reus, y aceptaron volver a comparecer ante su propio juicio. Revestido con la
toga y las magnificiencias de su decanato, pequeño de estatura, socarrón, con
la mirada vivaz de un crío picarón, descendía Pedrol las escaleras camino de la
Sala, delante de los encausados, casi (una de las muchas cosas que se le deben
agradecer en esta causa) como uncabestro con
puñetas, cuando escuchó a sus espaldas un estentóreo "¡¡¡Soy valiente y
leal legionario!!!". Y así, con Pedrol abriendo marcha, Milans detrás y
cantando a voz en cuello el himno de la Legión bajaron aquel día los encausados
hasta los aledaños de la Sala de Justicia. Vivir para ver.
Ahora, cuando la Sala Segunda del Tribunal Supremo no tiene peor
problema que encontrar una habitación -que no la tiene- lo suficientemente
segura como para guardar los autos que le remitirá el Consejo Supremo de
Justicia Militar, hay que recordar lo que han sido para este país los últimos
quince meses y toda la agotada capacidad de sorpresa de quienes han seguido
atentamente el juicio. Las sentencias remiten a la desolación y a la amargura,
es cierto; y para todos. Acaso nunca una decisión judicial haya encontrado tan
pocos valedores y tantos descontentos de tan distinta laya. Es cierto que para
los ciudadanos demócratas, para no pocos militares y hasta para el sentido
común, se han producido absoluciones que la razón no admite y penas harto
benevolentes cuando quienes las imparten y quienes las reciben se reclaman
orgullosamente de mejores ciudadanos por el rigor que voluntariamente han
impuesto a sus vidas. Pero tampoco sería muy sensato que este país, admirable
por las visicitudes que es capaz de soportar, cayera ahora del guindo como si
no se reconociera en su historia contemporánea y palpara por primera vez los
perfiles de la improvisación, la arbitrariedad, lo atrabiliario, el sentimentalismo,
la irracionalidad, que distinguen a algunas de sus instituciones.
Hace quince meses, todavía al dudoso calor de los hechos de
febrero, podía estimarse que lo mejor que podían hacer Tejero y Milans era
suicidarse "aún cuando los suicidaran", tal como el general Silvestre
en la carrera vergonzante desde Annual hasta Melilla. Volvió a la memoria la
desconfianza de Franco hacia la Guardia Civil, el decreto de disolución del
cuerpo que llegó a estar sobre su mesa a falta de la firma y el castigo final de
rebaja de haberes (devengaban un 150% del salario militar y quedaron
equiparados). Y abocados a conducir a los rebeldes ante un Tribunal ya hemos
echado en el olvido los unánimes comentarios de café de tantos meses de
zozobra: "El juicio no se celebrará jamás". Los abogados políticos de
los golpistas y los militares involucionistas jugaron abiertamente esa carta de
escepticismo y amedrantamiento civil. Pues el juicio se celebró. Iniciada la
vista ¿quién daba un ardite porque aquello acabara con bien?. Pues con
farífarrias, baladronadas, juicio paralelo (el único, el que han hecho los
acusados contra las personas y las instituciones de la democracia), desacatos y
hasta con el decano Pedrol presidiendo a su pesar una marcha legionaria de
encausados sobre la Sala, el juicio más prolongado de nuestra historia y el
tercero en duración en todo el mundo, terminó y se dictó sentencia.
Milans, sin uniforme
¿Quién apostaba un adarme -no ya hace meses sino hace cuatro días-
a que Milans sería expulsado del Ejército por sus propios conmilitones?: Seamos
sinceros con nosotros mismos y admitamos que muy pocos. La opinión pública,
ahorajustamente indignada, debe conocer que el Tribunal de esta causa alcanzó
por dos veces mayoría absoluta respecto al delito de Milans, sancionándolo
primero con doce años (sin pérdida del empleo) y posteriormente con quince
años. Fue necesario retrasar la firma de la sentencia para que los militares
del Tribunal reflexionaran sobre las consecuencias que podría acarrear su
comprensible inclinación a ser antes clementes que justos con un compañero.
Bien es verdad que la disparidad de criterios de dos bebedores ante
la botella mediada solo deja opción -paradójicamente- a una conclusión a
medias. El bebedor optimista estimará que la botella esta medio llena y el
depresivo que se encuentra medio vacía La botella de las sentencias admite
también las dos contemplaciones por más que los ciudadai,os estén en su derecho
de quererla llena. Y tampoco es cosa de dar una fiesta a los amigos por cuanto
después de recibir una paliza el agresor ha tenido el detalle de dejarnos con
vida, pero sea poco o mucho hay que admitir el esfuerzo y la violencia que el
Ejército se ha hecho a sí mismo. Ante la pena única, de treinta años,
sustitutiva de la de muerte, dictada por generales y almirantes contra don
Jaime,Milans del Bosch y Ussía, teniente general, hijo, nieto y biznieto de
generales, combatiente de Franco contra la II República Española y de Hifier
contra la Unión Soviética, multicondecorado y apreciado por sus camaradas de
armas, no cabe hablar de provocación militar al poder civil. Por rebelde a su
Rey y a la libre voluntad de su pueblo los militares han expulsado de sus filas
a uno de sus primeros. Y dentro de un año, firmes las sentencias, Milans
afrontará ese minuto insondable de existencia: se despojará del uniforme,
vestirá un atuendo civil y devolverá sus medallas al Ministerio de Defensa.
çAntes de su muerte física será cerrada su hoja de servicios (leída
con satisfacción durante horas en Campamento) y será enterrado militarmente con
una nota, siempre infamante, de expulsión. Antes de cuatro años (las normas
penitenciarias militares liberan a los reclusos de 70 años si carecen de
antecedentes y observan buena conducta) le encontraremos de paisano, sorbiendo
un café en un bar, y diremos: "Mira, Milans...". El temido gallo
militar, el general perdido, no será más que un jubilado sin aspiraciones a la
mortaja castrense. Este es el símbolo que hay que contemplar; desdeñarlo es
desconocer la caracteriología de los militares españoles o hacer abstracción
del juicio y sus sentencias como si habitáramos el mejor de los países posibles
y no gravitara sobre España un problema militar desde 1.808.
Fanatismo y bravuconería
El juicio, además de por el mero hecho de haberse celebrado y
terminado, ofrece otros aspectos positivos. El Ejército y, en particular, la
Guardia Civil han comprendido abochornados el rídiculo y el descrédito que un
oficial como Tejero ha arrojado sobre ellos. Si cabía alguna duda, sus
exabruptos finales han dado la medida de la limpieza de su espíritu. Tras su
paso por el juicio ya no es esta la hora jaquetona de las coplillas elogiosas o
de la recepción de gónadas masculinas labradas en oro. Sus propios compañeros
han entendido el fanatismo irracional que atormenta a este hombre.
Por lo demás, el resto de jefes y oficiales encausados han mostrado
públicamente sus miserias. Si alguno era mitificable ha caído estrepitosamente
de la peana. No hubo gallardía sino bravuconería de taberna, faltó grandeza de
ánimo y se repartieron dosis sobradas demás eres tú, se nos privó de
conocer el valor moral del hombre que pierde y afronta su destino y nos
empachamos de una dispersión de responsabilidades por la rosa de los
vientos. ¿Y éstos eran los grandes santones del involucionismo militar español?
El juicio ha evidenciado a unos hombres enredados en disputas, vanidades,
ambiciones personales, mentiras, muchas mentiras, temores egoístas, todo un
muestrario de los más villanos defectos de la pequeña burguesía española. Y
esta desmitificación también hay que colocarla en la mitad de la botella.
Y después de todo lo anterior caben las quejas razonadas de la
sociedad civil. Es obvia la inconvencia de que permanezcan en el Ejército los
encausados absueltos o sentenciados hasta penas de tres años. Aun caben los
recursos (el general Armada con los siete votos disidentes de la sentencia en
contra suya se encontrará en dificultades muy serias ante el Supremo) y la
acción administrativa que: complete con su rigor lo que la clemencia
corporativa no ha sabido terminar. Pero no es exacto que con estas sentencias
el poder civil haya quedado poco menos que a los pies de la fuerza militar; el
Ejército se ha sancionado a sí mismo -mal- pero subordinándose, con todas las
retícencias que se quieran, al poder civil de toda la sociedad. Lo que pasa es
que en las relaciones políticas nunca se debe ganar por diez a cero.
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