Siempre cerebral,
extremadamente cauteloso y cuidadoso con las palabras, las maneras, su propia
prolijidad personal; enamorado de la distinción, que indefectiblemente aporta
el distanciamiento de las personas, las cosas, las; ambiciones y los
sentimientos, pareciera que Jorge Luis Borges hubiera escrito el cuento de su
propia muerte.
Carecía de enfermedades
fuera de los achaques de su edad, dignísimamente sobrellevada tanto fisico como
mentalmente; procedía, además, de una familia de contumaces longevos, pero
desde hace tres años era percetible en él su afán por ser invisible. Por
supuesto que en su exquisita cordialidad, y hasta paciencia, recibía en la casa
de su madre, en la calle porteña de Maipú, a todo periodista, poeta turista
erudito o mero curioso que quisiera hablar con él. Sin embargo, toda su
prodigalidad personal se acompañaba de unas obsesivas referencias al mito del
hombre in visible, acaso pirueta intelectual de su propia ceguera: acostumbrado
a no verse, albergaba un pícaro deseo de que nadie le viera a él.Con María
Kodama viajó frenéticamente y hasta ascendió en globo, y anhelaba visitar y,
vivir por un tiempo en Japón. Acabó refugiándose en Ginebra con su secretaria,
con la que se casó mediante un matrimonio por poderes en el Paraguay, nulo de
pleno derecho ya que Borges es separado de su primera mujer, aún viva, y en
Argentina no existe el divorcio. Hace pocas semanas declaró su intención de no
regresar jamás a su país y de querellarse contra cualquier periodista que
invadiera su vida privada. Y nuevamente aludió a su esperanza de volverse
invisible.
Cerró la casa porteña de su
madre con la que mantuvo, hasta su muerte, una férrea relación edípica, vendió
algunos muebles, y hasta desapareció -puede que también se hiciera invisible- Beppo, el inquietante gato blanco de Borges.
Despidió a Fanny, su mucama-ama de llaves de toda la vida, dejó atrás con su
extraño matrimonio una abyecta reyerta de derechos sucesorios y, de alguna
manera, se desvaneció en su deseada invisibilidad.
Muriéndose deliberamente en
Ginebra ha cumplido al menos con la rara elegancia de los argentinos que se
precian de serlo y que obliga a fallecer lejos de la patria:
San Martín, Rosas, Gardel,
Cortázar... Nunca fue querido en su País ("ese gran escritor inglés de
cuentos", se decía de él) y él correspondió a esos sentimientos con una
aguda britanofilia y una sutil pero enérgica capacidad d desprecio. Abominador
del peronismo, guardó silencio durante la negra noche de la dictadura.
Sólo en una ocasión tuvo un
destello luminoso de mordacidad Un periodista gubernamental le preguntaba su
opinión sobre el heróico esfuerzo de las Fuerzas Armadas para combatir la
subversión de izquierdas: "Se están comiendo a los caníbales"
contestó dulce y sonrientemente.
María Kodama, una
universitaria joven y frágil, de cabello ceniza, hija de japonés y argentina,
ha sido la suave mano que le ha guiado en estos años hacia su deseada
invisibilidad y a su alejamiento de un país con el que jamás tuvo relaciones
cordiales. La argentinidad de: Borges -como la de Cortázar- no es más que la
historia de un prolongado desamor.
En la tarde de ayer las
emisoras porteñas comenzaron a balbucir las primeras informaciones imprecisas
sobre la muerte del caballero invisible; y ya comenzaron algunos primeros
lamentos jeremíacos sobre la pérdida del primero entre los primeros de la
literatura argentina, el que nunca recibió el Nobel y el que nunca recogió el
reconocimiento de su pueblo.
No era precisamente el autor
argeritino más leído en esta parte del mundo y ni siquiera sus compatriotas más
cultivados se molestaban en ocultar que nunca habían podido penetrar en los
relatos y las poesías de Borges, siempre remoto y hermético. Aunque resulte
doloroso reprochárselo a este gran país austral, Borges, de haber muerto en
Argentina, no hubiera recibido los honores póstumos que se han prodigado a
figuras de menor relieve. Pero no quería ser Nobel, ni siquiera ser querido por
sus semejarites. Sólo quería ser invisible.
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