La selección argentina, campeona mundial de fútbol, llegó ayer al
aeropuerto de Eceiza, mientras la gendarmería se esforzaba por impedir el
acceso de unas 10.000 personas a las pistas de operaciones del aeropuerto de
Eceiza. Los campeones del mundo fueron recibidos por el presidente, Raúl
Alfonsín y aclamados en la plaza de Mayo, que, al menos por un día, sirvió para
reunir a todos los argentinos. Un millón de aficionados paralizó el domingo
Buenos Aires y ayer continuó la fiesta. Al menos tres personas murieron
víctimas de la celebración popular.
La confusión y el desorden organizativos convirtió el aeródromo en
un pequeño pandemonium. La manga elevada de desembarco enchufada al portón del
aparato quedó bloqueada por camarógrafos, periodistas, autoridades, policías,
meros curiosos. Maradona intentó desembarcar y regresó con su velocidad
habitual al avión para evitar un linchamiento afectivo. Finalmente, se impuso
la cordura y todos pudieron desembarcar, pero se consideró arriesgado hacer
saludar a la, selección desde las terrazas, también copadas por la hinchada.
Ante la bronca. generalizada, los jugadores fueron introducidos en microbuses
que, encabezando una columna automovilística, tomaron la dirección de la
capital.Un trayecto de 40 minutos fue cubierto en más de una hora hasta llegar
a la plaza de Mayo, colmada por el gentío. Fue preciso Dios y ayuda para
introducir a. la selección por las traseras, de la Casa Rosada. La casa del
Gobierno repitió las mismas escenas de Ezeiza, hasta el punto de que algunos
jugadores no pudieron siquiera acercarse: el presidente para recibir su saludo
personal: invitados especiales, colados -la seguridad de la Casa Rosada es
mínima-, ministros, familiares, prensa escrita, fotográfica, radial y
televisiva apenas dejaron ver a Raúl Alfonsin recibiendo la Copa del Mundo de
manos de Maradona. El presidente la alzó y la besó. Maradona le dijo: "También
es un triunfo suyo, señor presidente".
La selección
salió a los balcones de Perón para saludar por primera vez en la historia de
este país a la muchedumbre que esperaba en la históricamente dramática plaza de
Mayo, que, al menos por un día, sirvió para unir a todos los argentinos y no
para dividirlos.La alegría por este campeonato ganado, que se contrapone con el
Mundial de 1978, tartufeado por la dictadura militar, fue indescriptible, pero
masivamente expresada con total fraternidad el domingo. No obstante, algunas
barras bravas (grupos de hinchas desaforados) y varias patotas (manadas de
gamberros particularmente violentos) pretendieron la destrucción del
microcentro porteño; fueron asaltados los hoteles República y Sheraton, se
rompieron vidrieras por toda la zona y disparos al aire irresponsables, pero
sin intención de herir, causaron la muerte de un joven y heridas muy graves a
otras tres personas. Otros dos muertos se contabilizaron en el Gran Buenos
Aires y en San Miguel de Tucumán; el primero, por un disparo en la cara, y el
segundo, por aplastamiento.
Las bandas de
malvivientes quemaron automóviles e interrumpieron parte del tráfico
ferroviario de superficie y subterráneo. La guardia de Infantería (tropas de
choque de la Policía Federal) procedió con encomiable serenidad, conteniendo a
los escasos, pero activos, bárbaros.
En 1978 la
dictadura militar -los ahora en prisión, esperando su sentencia firme, teniente
general Videla, almirante Massera y brigadier general del Aire Agosti- organizó
un Mundial de fútbol que albergaba otros fines que los estrictamente
deportivos: desviar la atención nacional e internacional de los aquelarres que
se estaban representando en el país. El almirante Lacoste, íntimo amigo de Joáo
Havelange, presidente de la FIFA, fue encargado de montar aquella farsa, aquel
negocio y aquel peculado que le permitió adquirir una finca en Punta del Este,
el elitista balneario uruguayo, que ahora aduce haber comprado mediante un
préstamo de Havelange.
Argentina,
entonces, precisaba meter cuando menos cuatro goles a la selección peruana pata
llegar a la final. Perú y Argentina son naciones especialmente hermanadas -el
libertador San Martín fue el primer presidente peruano- y aún se especula aquí
sobre lo que costó aquella victoria negociada de Gobierno a Gobierno: para
unos, un millón de dólares por gol -y los peruanos se dejaron meter seis-y para
otros, 50 millones en cargamentos para el Perú de granos, carne y azúcar. Será
difícil probarlo, como es difícil probar la desaparición de la mayoría de los
desaparecidos. El caso es que, cuando el almirante Lacoste se presentó en la
sala de prensa del Mundial mexicano, todos los periodistas argentinos
abandonaron sus máquinas de escribir y sus télex y se marcharon a la calle.
Aquella fue una
victoria ominosa en la que el primer relator de fútbol argentino -José María
Muñoz, el gordo Muñoz, el equivalente a José María García- incitaba por radio a
la población contra la comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas que
indagaba las atrocidades de la dictadura. La del domingo ha sido de alguna
manera la victoria del fútbol de la democracia.
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