El Presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, no es un
personaje grato por mucho que gaste en mercadotecnia, como no puede serlo quien
fuera oficial del KGB en Alemania oriental bajo el sovietismo. Pero es
razonable suponer que en lo último que está pensando es en una guerra abierta
en Ucrania o en la simple ocupación militar del Este del país. El precedente
del golpe de mano en Crimea es engañoso; la península es rusa desde Catalina la
Grande y en una noche de mucho vodka Jruschov se la regaló a los ucranios en calidad
de autonomía. Dentro de las fronteras de la URSS tanto daba ocho que ochenta.
El derribo del avión malasio, en el que murió la primera línea en la
investigación del SIDA, parece obra de un Ejército de Pancho Villa y no la
decisión política y militar de una de las partes en conflicto. Ucrania es la
matriz de Rusia, y el Rus de Kiev data de 1.200. La primera división fue entre
bielorusos y ucranios. Rusia abarca el 40% de Europa, y la Eurasia que concibe
Putin no contempla la anexión de Ucrania sino su integración en una unidad
aduanera con Bielorusia y Kazajastán, temiendo que Kiev sea abducida por la
Unión Europea y la OTAN. Este conflicto
no puede resultar más absurdo porque ni Bruselas ni Moscú quieren cargar
con un país dividido y una economía destruida y corrompida hasta el tuétano.
Desapareció la Unión Soviética, el socialismo real, el Pacto de Varsovia y el
COMECON, pero la Alianza Atlántica y la Unión Europea han avanzado sobre el
Este con gran desparpajo, y el nacionalista Putin y sus ideológos de Eurasia
están lógicamente inquietos. Las sanciones son un tiro en el pie que nos damos
y la solución a la crisis de juguete está sobre la mesa en forma de una
autonomía al Este de una Ucrania fuera de la UE y la OTAN. No hay bloques, y
Rusia es Europa.
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