Las elecciones legislativas,
nacionales, provinciales y municipales, se estaban celebrando a las doce de la
mañana del domingo en Colombia -seis horas más en la Península- con absoluta
normalidad, sin demasiado fervor popular y en el convencimiento generalizado de
un renovado triunfo de los dos partidos de la oposición liberal, el Liberalismo
Oficialista y el Nuevo Liberalismo, más a su izquierda. Podría escribirse que
Colombia parece Suecia, de no mediar el reciente asesinato del primer ministro
de ese país, el socialdemócrata Olof Palme, en una calle de Estocolmo.
A las ocho de la mañana, el
presidente Belisario Betancur salió a pie de su palacio, rodeado de una mínima
corte de edecanes, para emitir su sufragio sin que el control militar sobre la
jornada pudiera advertirse en su entorno. La radiotelevisión oficial entretenía
las informaciones sobre los comicios con recitales de canciones japonesas de
cuna, pero también con las del cantante uruguayo Daniel Viglietti, sobre textos
de Violeta Parra y Mario Benedetti.En el día electoral y por la televisión del
Estado se alaba y se canta al padre Camilo Torres, mártir de la guerrilla
colombiana.
A la espera de los primeros
datos electorales y entre continuadas llamadas al ejercicio del voto, se
entretiene a la audiencia, por ejemplo, con programas de debate sobre la
teología de la liberación, indudablemente objetivos.
Pese a la sangrante realidad
de este país, sus niños abandonados en las calles -los gamines-, los mil y un frentes guerrilleros, el
latrocinio que genera la pobreza, el bandolerismo en las montañas y en las
selvas, el peso aplastante del tráfico de la cocaína, el viajero suramericano
no puede dejar de sorprenderse ante la estabilidad básica, la seriedad y la
vertebración institucional de esta nación en la que un candidato presidencial
puede encontrarse en serias dificultades por no saber expresarse fluidamente en
uno de los mejores castellanos de América.
Es el caso de Virgilio
Barco, precandidato presidencial por el Liberalismo Oficialista, el hombre con
más posibilidades de sustituir tras las presidenciales de mayo a Belisario
Betancur, pero falto del don de la palabra. Barco aduce en su defensa que
quiere ser un excelente gestor del país antes que un magnífico orador, pero en
Colombia carecer de la gracia de la oratoria es la tumba de cualquier político.
Desde las ocho de la mañana
de ayer se abrieron las mesas electorales en todo el país, sin excepción (se
estaba votando incluso en las zonas de combate entre el Ejército y las
guerrillas); los jefes de mesa mostraron al público las urnas vacías de madera
para sellarlas a continuación. Luego, cada responsable electoral observó el
dedo índice de la mano derecha de cada votante para advertir su limpieza de
sustancias impermeables, permitiéndole el voto y la obligatoria impresión de su
huella digital.
El alto el fuego
Las columnas de las
diferentes fracciones guerrilleras están acatando el alto el fuego electoral
acordado con el Gobierno, si bien ayer seis policías resultaron heridos en
Matagordal, al noroeste del país, cuando una patrulla fue atacada por presuntos
guerrilleros.Por otra parte, el control militar del país es tan visible y
aparentemente eficiente que ha logrado su pretendido efecto disuasorio.
Podría afirmarse, en un
reduccionismo periodístico aceptable, que Colombia vive un compás de espera
entre el fracaso de la pacificación de Betancur -un hombre que quiso poner fin
a 40 años de guerras civiles-, ya en las postrimerías de su mandato, y las
elecciones presidenciales de mayo, que, presumiblemente, ofrecerán un
presidente liberal con mayores posibilidades morales de hacer la paz con las
guerrillas que el dignatario saliente.
La destacable noticia de los
comicios de ayer es el insólito nivel de civilidad, de institucionalidad de
este país, y el empeño, no menos extraño en estas latitudes, del Gobierno
conservador saliente por que las elecciones se lleven a cabo en paz y como
muestra de rechazo por la violencia política armada.
Es una de las raras
contradicciones de esta sociedad afecta al diccionario y al revólver. Aún en la
plaza principal de Bogotá se yerguen la capital y los edificios públicos, entre
ellos las semirruinas del Palacio de Justicia, ahora en reconstrucción.
De entre su fachada cañoneada
queda impoluta la inscripcIón que hay en su puerta principal: "Las armas
nos darán la independencia. Las leyes nos darán la justicia". Es una frase
de Santander, caudillo independentista, que, entre las cabrías, grúas,
almacenamiento de materiales, ennegrecimiento de fachadas tras la batalla de
noviembre, resume la realidad de América del Sur y explica el obsesivo y viril
guerrillerismo colombiano desde hace 40 años.
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