14/12/06

El loco de La Moneda (14-12-2006)

El cuento es chileno. A Lucía Hiriart, esposa de Pinochet, la llamaban la mayonesa porque siempre estaba encima del loco, un marisco austral, y por extensión el fanático marido. Nada sexual, por favor: se aludía al paquete familiar de ella y sus dos hijos insaciables de ganancias y gabelas. Cuando se salió de cauce el regato urbano que cruza Santiago se canturreaba: «Con Pinocho hasta se desbordó el Mapocho». Quería saber algo más de la muerte del español Carmelo Soria, nieto de nuestro urbanista Arturo Soria, y consultor de Naciones Unidas. Le hicieron beber alcohol, le rociaron con el resto, le metieron en su coche y lo despeñaron por un acantilado del Mapocho. Mal remedo de una secuencia de Con la muerte en los talones. Añadieron vileza al crimen aduciendo que Soria tenía problemas matrimoniales y se había embriagado o se había suicidado en su etilismo. Yo mantenía contactos con el Partido Comunista Chileno y esperaba alguna información.

El 10 de septiembre de 1993 tenía billete para el último vuelo Buenos Aires-Santiago. Me entró una flojera extraña, como un largo cansancio y me enrabieté no queriendo ir aduciendo mil pretextos futiles. En un VW Escarabajo de quinta mano llegue casi a pedales al aeropuerto internacional de Ezeiza, porque se había soltado un cable en el acelerador. Me entretuve en la ventanilla contemplando el increíble paso de los Andes que no termina nunca. En la aduana santiagueña me puse el último de la cola porque sabía que iba a pasar algo y no quería impacientes a mis espaldas. Pasó. Me llevaron a la comisaría del aeropuerto, me retiraron el pasaporte y mi bolsa de viaje, me cachearon y me hicieron la pregunta del millón: «¿Qué ha hecho usted contra Chile?». No supe qué contestar, y prosiguieron: «Queda usted expulsado del país a perpetuidad por orden del supremo Gobierno». El comisario consultó una guía de vuelos y me destinó al primero de la mañana que salía para Buenos Aires.

Diecisiete horas en la comisaría del aeropuerto, sin luces, en un camastro en el que sólo me senté sin quitarme ropa ni zapatos, por si acaso. Ni un pitillo ni un vaso de agua. Cuando me dieron el petate lo registré hasta deshacer los nudos de los calcetines buscando un alijo de droga que me hubiera causado un problema mayor en Argentina. Lo que costó la peripecia fue un artículo titulado como éste. Sólo a un loco se le ocurre asesinar con bombas lapa al ex canciller Orlando Letelier en Washington junto a su secretaria, y al ex jefe del Ejército Carlos Prats junto a su esposa en Buenos Aires. No lloro su muerte.

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