La historiografía de los golpes de Estado pone demasiado énfasis en
las asonadas de los espadones. El siglo XIX y el primer tercio del XX
configuraron una España de pronunciamientos y cuartelazos, y pareciera que los golpes de una insurgencia
civil no los tuviéramos catalogados. El fascismo tomó el poder con una marcha
sobre Roma del matonismo civil vestido con camisa negra, y el Nacional
Socialismo llegó a la Cancillería removiendo la violencia callejera pero
acudiendo recurrentemente a las urnas hasta alcanzar una mayoría por exclusión.
Hitler y Mussolini fueron los primeros teóricos del derecho a decidir que
destripó Europa en dos capítulos. “Teoría y técnica del golpe de Estado”, de
Curzio Malaparte, enseña la manipulación de las masas para tomar al asalto una
sociedad civil angustiada o desinformada. El golpismo no se limita a copar el
Congreso, tal como Tejero y asociados, sino que también puede consistir en una
demorada, lentísima e inflexible intoxicación de las conciencias hasta
conducirlas al Aleph, el punto que reúne todos los puntos, y donde la ruptura
con la legalidad es la bisagra que abre la puerta a felicidades insólitas. Un
trampantojo. El objetivo onírico de nuestro separatismo es la desaparición de
España, una de las más viejas naciones del mundo. La hipótesis de una
segregación expansiva de Cataluña (Baleares, Valencia y hasta un pueblito
corso) arrastraría un País Vasco abduciendo a
Navarra, y alimentaría la minoría radical galleguista. Quedaría una
Castilla ampliada que no se reclamaría de la Hispania de la romanización sino
de la Iberia tribal. Mas es actor secundario en el esperpento de la Asamblea y
el Omnium urdiendo un golpe de Estado civil que se estudiara en la Universidad
o en el Teatro. Desde el código de Hammurabi, el primero historiado, la
civilización avanza por el respeto a la ley que se va modificando sobre ella
misma. Incitar a las masas a que enfrenten en las calles la legalidad del
Estado es sedición.
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