Desde que en 1.931 el general
Uriburu iniciara la intervención
militar en la política argentina el mejor Presidente de la República
(1.963-1.966) fue el médico Arturo Illía , de la Unión Cívica Radical,
krausÍsta. Hombre singular, mesurado,
austero, salía de Casa Rosada para
almorzar unos sandwiches de miga sentado
en un banco de Plaza de Mayo, atendiendo a las palomas y a sus
pensamientos lejos de lacayunos. Multiplicó la extracción de petróleo, dedicó
un 23% a Educación, subió un 19% el PIB, disminuyó el desempleo y la deuda
externa, implantando el salario mínimo y una ley de medicamentos. Los
agiotistas, la oligarquía agrícola-ganadera, los militares y el peronismo le
tildaron de tortuga, de nonito escapado del geriátrico, de pasivo, e inundaron
la Avenida 9 de Julio de quelónidos con su nombre en la concha. La tropa entró
en Casa Rosada donde se resistió, cediendo para evitar un baño de sangre.
Careciendo de coche oficial o particular se fue a su casa en taxi renunciando a
su jubilación presidencial y acabando sus días en el obraje panadero de un
pariente. Le sustituyó el teniente general Juan Carlos Onganía y otra tanda de
Gobiernos de facto. Cuando nuestro rescate financiero se daba para cada fin de
semana el Presidente Rajoy, en plasma o
carne mortal, advirtió que España no era Uganda. Hoy la libranza de
aquella intervención se ha olvidado y una legión de batracios nos tiene por
Sudán del Sur y a Rajoy por estatua de sal, y hasta sugiriendo su sustitución
por la Vicepresidenta en un ejercicio de asar la manteca. Temen el imposible
separatismo catalán y sueñan con los carros desfilando por las Ramblas. Se
aterran ante el improbable fin del bipartidismo como si los españoles fueran a
votar el comunismo de IKEA de unos revolucionarios de guardería, oportunistas e
indoctos como todos los niños. La auténtica crisis está a espaldas de Rajoy
pero las ranas de la charca de Esopo siguen pidiendo Rey.
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