El pasado mes de septiembre,
Ernesto Sábato, con el habitual aspecto compungido que le otorgan sus arrugas
en las comisuras de los labios y el bigote de morsa, entregaba al presidente
Raúl Alfonsín varios paquetes con los miles de folios del informe final de la
Comisión Nacional Sobre Desparición de Personas. El presidente Alfonsín,
funeralmente serio, sin rastro de la bondad facial que le caracteriza, traspasó
los folios de la infamia a su edecán y se dirigió a Sábato y a los miembros de
la comisión: "Lo que ustedes han hecho entra ya en la historia del país.
Constituye un aporte fundamental para que de aquí en adelante los argentinos
sepamos cabalmente cuál es el camino que jamás debemos transitar hacia el
futuro".
Asomarse al infierno
En la noche de la Plaza de
Mayo, frente a la Casa Rosada, aguardaban miles de personas que respaldaban la
entrega del informe. Un camión plataforma, estaba preparado para que Sábato se
dirigiera a los reunidos y dispersara la concentración. Por primera vez en el
ambiente festivo y relajado de las manifestaciones de la democracia la calle
estaba tensa, el despliegue policial era inusitado y podían olisquearse los grupos
de merodeadores de la provocación.
Magdalena Ruiz Buiñazú,
prestigiosa periodista radiofónica y miembro de la comisión Sábato, comentaba:
"Redactar el informe ha sido asomarse al infierno". Sábato no
encontró ánimos para discursear a nadie desde un camión; la multitud cantó el
himno nacional y se autodispersó. Al día siguiente el escritor hacía las
maletas, tomaba un avión y se marchaba a Europa.
Escritor y moralista
Ernesto Sábato ha adquirido
un sólido prestigio en su país, no sólo como escritor sino como moralista. A1
contrario que Borges o que el recientemente fallecido Manuel Mújica Laínez,
Sábato no se ha distinguido de su sociedad con un distanciamiento cínico y
británico: ha participado de las miserias, errores y horrores de la reciente
decadencia argentina, interviniendo continuamente con declaraciones públicas y
con sus escasos artículos periodísticos, en un intento de reorientar la moral
civil de la nación.
Criticó duramente los
aspectos irracionales del peronismo, el egoísmo de la oligarquía porteña, la
barbarie militar, consiguiendo ser impopular, eterno regañón aguafiestas, por
más que unánimemente respetado. Cuando aceptó el nombramiento del presidente Alfonsín
como presidente de una comisión de personalidades independientes que
investigara la desaparición de personas, tuvo que ser consciente de que se
aventuraba en un calvario personal. Las madres y abuelas de la Plaza de Mayo y
las organizaciones defensoras de los derechos humanos, patrocinadores, con toda
razón, de un Nuremberg argentino, le dieron la espalda; la ultraderecha civil y
el gorilismo militar -por supuesto- le cubrieron de maledicencias y sospechas,
y no pocos argentinos torcieron el gesto ante la investigación de unos horrores
que salpicaban a tantos que los conocieron con el único comentario de "por
algo será".
Cuando en un salón de la
Casa Rosada Sábato entregaba su informe sobre 340 campos de concentración
clandestinos y 8.961 personas desaparecidas (el pico de la barbarie que la
comisión logró investigar documentadamente) y exorcizó con durísimas palabras
la demencia represora de los militares argentinos, muchos pensaron que estaba
firmando con su valor civil su futura sentencia de muerte.
Ahora el Premio Cervantes
desmerecerá su indiscutible prestigio literario y se dejará entender que ha
recibido el galardón por razones políticas, humanitarias o hasta sentimentales.
Se le volverá a recordar que sólo ha escrito tres novelas o se afirmará que ha
cobrado la factura por asomarse al infierno. A su edad, con una vista
estropeada que casi solo le permite pintar, siempre regañón y ético, puede que
le importe muy poco seguir encarnando la mala conciencia de sus compatriotas
que para nada le agradecerán el recordatorio de sus defectos. Puede que sea el
destino solitario de todos los moralistas.
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