22/10/06

Manuel Azaña en su laberinto republicano (22-10-2006)

Manuel Azaña murió de una afección cardiaca en su exilio del sur de Francia preguntando: «¿Cómo se llama ese país del que fui presidente de la República?». España como pasión frustrada. Un obispo galo le visitó, pero no hay certeza de que muriera en el seno de la Iglesia. Y estamos a las menos cinco de que ZP se empeñe en repatriar su cadáver para reivindicar lo que no se sabe. Lctor voraz, se perdía por decir una frase redonda. Debutó con la II República cuando las hordas quemaron los conventos de Madrid y exhumaron de sus tumbas a las momias de las monjas para bailar con ellas en las calles. Un mínimo principio de autoridad habría dispersado a la plebe, pero prefirió comentar: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un sólo republicano».

Cuando la Constitución del 31 proclamó la separación de la Iglesia y el Estado (no más que en Italia mussoliniana), vomitó: «España ha dejado de ser católica», lo que en puridad era cierto pero también implicaba el supuesto de que la mayoría de los españoles habían perdido su fe, lo que no era verdad, y encorajinó a los creyentes. En Casas Viejas la familia de Seisdedos, anarquistas, se sublevó atacando a la Guardia Civil y haciéndose fuerte en su choza de piedra. Dispararon con cañón matándolos a todos. Azaña había ordenado: «Ni heridos ni prisioneros: tiros a la barriga». Muchas veces se ha cuestionado esta proclama porque Azaña sólo era sanguinario intelectualmente y físicamente era un cobarde.

Juan Carlos Girauta ha escrito La república de Azaña, Ed. Ciudadela, con un epílogo urgente sobre Zapatero succionando lo peor del azañismo. En el prólogo, el historiador Pío Moa destaca el anticomunismo de Azaña, preso entre Largo Caballero y luego Negrín, buscando una mediación británica a la Guerra Civil.

El autor afirma que «Azaña reivindicó para la inteligencia el papel rector de una España que, además, debía renunciar a su Historia. Inevitablemente resuenan ecos platónicos de La República, del gobierno de los más sabios, los que más se parecen a los dioses. Si Platón construye sus argumentos sobre lo que vivió en la corte del tirano de Siracusa, Azaña lo hace desde la observación directa de la Monarquía de Alfonso XIII que habría acelerado su corrupción con la Dictadura de Primo de Rivera». Girauta trae a cuento a Karl Popper: «Platón con toda su intransigente limpieza de lienzos, se vio conducido a lo largo de una senda en la cual debió transigir por su integridad a cada paso. Así se vio forzado a combatir el libre pensamiento y la búsqueda de la verdad. Se vio obligado a defender la mentira, los milagros políticos, la superstición tabuísta, la supresión de la verdad y, finalmente, la más burda violencia. Pese a su odio por la tiranía debió buscar ayuda en un tirano y defender las medidas más arbitrarias por éste tomadas. La lección, pues, que debemos aprender de Platón, es el opuesto exacto de lo que éste trató de enseñarnos».

No puede hacer el autor mejor elogio de Azaña, sin caer en la habitual exégesis babeante. Azaña era un demócrata desleído por el despotismo ilustrado que creía poder y deber ejercer. Lo puso todo negro sobre blanco, desde el albor del régimen hasta los días recios en que se le fue de las manos y se limitó a simbolizarlo con pesar.

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