4/5/82

Vamos a contar mentiras (4-5-1982)

En la 39ª sesión de la vista oral por los hechos del 23 de febrero, concluyó su intervención el letrado Adolfo de Miguel, defensor del capitán de navío Camilo Menéndez, del comandante Ricardo Pardo Zancada y del único civil procesado, Juan García Carrés. Adolfo de Miguel pidió al tribunal que ejerciera la iniciativa de proponer al Gobierno unas penas más reducidas de las que corresponderían en estricta aplicación de la ley. Actuó también ante el tribunal el abogado del coronel San Martín, José María Labernia. Asimismo, informaron los defensores militares del comandante Pardo y del coronel San Martín, generales Carlos Alvarado y Jaime Farré, respectivamente. Este último se dirigió al procesado general Armala, para pedirle que ratificara una supuesta afirmación anterior, y fué reconvenido por el presidente. La vista continuará hoy.

"Todo general sumergido en la lectura del diario El Alcázar experimenta un impulso golpista hacia arriba inversamente proporcional al tiempo que le resta para pasar a la situación B". Esta traslación del principio de Arquímedes a la psicoterapia militar se debe a la reflexión de un general cuyo nombre no hace al caso, y, tal como están las cosas, más vale así. Pero tal hubiera sido la más exacta exculpación de sus defendidos (dado que han vuelto a atacar por "la cabeza") por parte de unos abogados empeñados en seguir disparando salvas por elevación.Ayer intervinieron Adolfo de Miguel (Camilo Menéndez, Pardo Zancada y García Carrés), el general de división Alvarado (defensor militar de Pardo) y los defensores civil y militar del coronel San Martín, José María Labernia y general de brigada Jaime Farré. Clima emponzoñado, calor de nube que obliga a mantener abiertos los cuatro portalones de la Sala y apagadas las luces que penden del techo. Abogados y consejeros se abanican con expedientes. Algún letrado extraviado te reconoce fuera de la Sala, tras denodados esfuerzos forenses por demostrar la inocencia de su cliente y la culpabilidad de más altas instancias: "¡Pues por supuesto que mi defendido estaba en el golpe!; ¡y yo!". El Elefante se asolea aburrido en la atardecida mientras Labernia esparce culpabilidades que arropen a San Martín. Cada cual tiene aquí su esqueleto en el armario y sólo lo muestra cínicamente en privado ante la corrección del periodista amordazado por la confidencia. El general Armada, acaso fortalecido por su nueva soledad, recupera su capacidad de contestación a las provocaciones; otro de los encausados le espeta en el pasillo que conduce desde la Sala hasta las habitaciones: "¿Por qué no asumes tu responsabiliad?". Y replica rápido: "Eso díselo a Milans, que tiene más galones".

De Miguel acabó de depararnos (comenzó el viernes) una defensa perversa y bien construida. De Miguel responde a la obsesión stevensoniana de la doble personalidad: aspecto y voz de viejecito bonachón, casi de abuelete, hasta que recabas en la agilidad de su musculatura, las posibilidades de su sobaquera y el tono jaque que le caracteriza. Hace unos días tropezó con uno de los obenques que sujetan las carpas de los carromatos de intendencia de Campamento: giró sobre sí mismo cuando todos esperábamos una fractura, cayó sobre un hombro, terminó la voltereta, se incorporó recogiendo la inercia y prosiguió su camino sin volver la vista atrás. Es un cinturón negro de judo disfrazado de anciano picarón.

Ayer nos explicó que los redactores democráticos de la Constitución habían elaborado una Carta Magna cesarista en la que, se leyera como se leyera, el Rey terminaba por tener en sus manos las últimas riendas del Ejército. Que, Constitución en mano, el Rey mandaba y manda cuando todo se tuerce, y que los generales que el día de autos se mantuvieron leales a la Constitución sólo lo hicieron por obediencia al Rey, que si éste les hubiera impartido órdenes anticonstitucionales las hubieran acatado de igual grado. Poderío militar de la Corona que quiere resaltar para convencernos de que ante la voluntad del Rey (tal como está redactada nuestra Ley de Leyes) no hay quien se oponga ("Poder militar omnímodo del Monarca", "Poder fáctico de la Corona"), y que el 23 de febrero todos los militares obedecieron al Rey: unos sublevándose en la creencia de unas órdenes reales y otros permaneciendo leales en el entendimiento de otras órdenes del Monarca. "El Rey tiene algo más que una mera magistratura de influencia ( ... ) No puede disolver el Parlamento, pero sí dirigir a las Fuerzas Armadas contra el mismo".

Puede que sean precisos los rasgos coriáceos de este ex-magistrado (luz y recuerdo de las sentencias franquistas) para formular tales argumentos de exculpación jurídica. A mayor abundamiento, De Miguel es el jefe de filas de una defensa política que marcha del brazo de quienes, precisamente, buscan un mayor protagonismo del Rey, a costa de violentar la Constitución. Por debajo de la puerta pasan documentos anónimos propiciando el cesarismo; ante la opinión pública lo develan y lo traen a colación en favor de los rebeldes que procuraban el cesarismo para sí. Leve alusión a la jurisprudencia de Nuremberg: "Tiene más de vae victis que de norma jurídica a seguir", y gran explayamiento sobre dos patas de una inestable banqueta: estado de necesidad y obediencia debida. Bien: o lo uno o lo otro. Arriscado resulta estimar que estos uniformados se levantaron siguiendo órdenes legítimas; duro de creer que lo hicieran, violentando por necesidad y para un bien mayor, normas superiores; pero adjudicarles ambos eximentes a la vez parece excesivo, si es que no resulta contradictorio.

De Miguel -como los que le han seguido en la defensa- se apoya en el general Juste (entonces jefe de la Acorazada), para, arrastrándole por rastrojos, justificar a los suyos. "¿Por qué no está procesado Juste y sus inferiores sí?" "En aquella noche de prueba, nadie mandaba nada, nadie prohibía nada, y quien aconsejaba algo no se ocupaba de comprobar si sus consejos eran atendidos o no". No cabe mayor simplificación interesada y artera. A continuación particulariza su defensa a tres bandas:

Camilo Menéndez.- Nos leyó una carta de la madre de Tejero a este capitán de Navío, en la que afirma: "...le quiero infinitamente...", por lo que aquella noche hizo por su "...hijo de mi alma". Y el argumento definitivo: este hombre no hubiera acudido al Congreso de saber que la intentona había triunfado. Es esta una tesis defensiva curiosísima, en virtud de la cual cuando una asonada está dudosa o tiende al fracaso, sumarse a ella es motivo exculpatorio. La próxima (si prospera este criterio) cuanto peor se realice más adeptos va a tener, dado lo barato judicialmente de sumarse a los golpes de Estado que fracasan. Algo de este porte también se aduce a cuenta de Pardo Zancada, que metió una columna de la Acorazada en el Congreso al ver que fracasaba el cuartelazo. Si aquella noche siguen entrando en el Congreso víctimas propiciatorias, amigos del alma del teniente coronel Tejero, paladines del honor y de las causas perdidas, hoy en vez de asistir al juicio de Campamento estaríamos viendo -desde el césped- los juicios del Bernabeu.

Pardo Zancada.- Un acto más de servicio a su patria y a su Rey (¡el único soldado español que el 23 de febrero se niega a obedecer una orden directa del Rey!). "Y si Dios llega a conservarme el hijo varón que perdí en su primera infancia -aduce De Miguel- hubiera querido que fuera como él, aunque tuviera que visitarle en la cárcel".

Carrés.- No sabía nada de lo planeado. Viene así a realzar la perplejidad del fiscal: Carrés aparece por toda la historia del golpe de febrero, desde el comienzo conspiratorio hasta el desenlace; no existe momento clave en el que no haga presencia este benefactor de los trabajadores españoles (tal como lo tilda su abogado).

Y el padrino de la defensa política acaba su exposición recordando la posibilidad de un indulto (aunque él pide la libre absolución para todos) dada la personalidad de los implicados. Y coloca un remache en esta causa que, después, martilleará el general Farré: en el proceso se contrapean dos grupos de justiciables -por Milans y los suyos, que engloban a su vez a los humildes, y la tripleta Armada-Cortina-Ibáñez Inglés-; pues pese al impertinente proceso paralelo y el salvaje toque de arrebato dirigido hacia los unos para hundir a los demás, alude al "patético" requerimiento de Pardo Zancada al Tribunal y al general Armada (una carta) para que si el 23 de febrero no fue una misión regia, que se diga, que alguien lo diga, que hasta el último momento se espera en esta causa una reacción, un rayo de luz que ilumine la verdad. El general Armada permaneció impasible ante esta descarada petición de que se levante y diga que mintió. Horas después, con idéntica pasividad, recibió el mismo recado público, del general Farré.

El caso es que nada ha podido probársele a Armada hasta las once de la noche del 23 de febrero, y, de ahí en adelante (su ofrecimiento como jefe del Gobierno) puede ampararse en un auténtico estado de necesidad: la de liberar al Congreso secuestrado. Sus mayores inculpaciones -como las de Cortina- provienen de otros encausados; judicialmente, dibujos en el agua.

Labernia se tomó la molestia de volver a destrozar a la Prensa -es inútil, la costumbre acoraza- y prosiguió el desguace sobre la figura del general Juste (felicitado por. el Rey en tanto su segundo se encuentra procesado), a más de volver a anonadamos con los males de España (incluidos los ataques a la Legión) antes del 23 de febrero. El general Farré, defensor militar de San Martín, dió al menos una imagen nueva entre los soldados que se sientan tras los letrados. Ha intentado hacer una defensa de verdad, quizá inmiscuyéndose en el papel del letrado civil. Y también ha arremetido con ferocidad contra el general Juste, que para los encausados de la Acorazada, es como ese orificio dental hacia el que siempre vuelve la lengua: una obsesión y una tapadera. ¿Y qué -cabría preguntarse- si el general Juste se sentara mañana en el banquillo? De él para abajo las responsabilidades contadas serían las mismas.

El general Farré (que es más inteligente que sus predecesores en el rango judicial) ha clavado en esta causa una interrogante mendaz pero hábil: ¿Se están sentando en el banquillo la disciplina y la obediencia?. Obviamente que no, antes lo contrario. La habilidad del general Farré reside en el temor y hasta en la dificultad de que en las futuras sentencias no se establezca alguna jurisprudencia que desmorone aquellas categorías morales. Al final de su pieza este oficial general se ha ido por las ramas. Recuerda que si el general Juste, desde el ya para siempre malhadado parador nacional de Santa María de la Huerta, llama a Quintana, capitán General de Madrid, ahora San Martín no estaría procesado. Es verdad. Tras las investigaciones oportunas sobre su comportamiento anterior como jefe del Estado Mayor de la Acorazada habría cesado en su mando y, en el mejor de los casos, se encontraría ahora empantanado en un destino burocrático y sin salida. El general Farré ha recordado a esta Sala que su defendido en tres meses (desde el día de autos) hubiera llegado a general de brigada y en un año a divisionario, con expectativas de acceder a la mayor graduación militar. Si se permite la especulación sobre conductas contingentes, ahí reside la clave del dudoso comportamiento de este coronel. Tiene conocimiento anticipado de un golpe en el que no confía -él lo montaría mejor- pero a medio camino de Zaragoza suministra una punta de información a su general, para poder regresar a Madrid y no quedarse fuera del cuartelazo si este se produce y triunfa. A la postre, el general y su segundo, tal para cual; dubitativos y jugando a dos barajas y perdiendo siempre. Y el país, debajo.

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