Tras el asesinato de Carrero Blanco una pléyade de cabezas de huevo
nacionales y extranjeros dedujeron que quedaba desbloqueada la salida del
franquismo como si el almirante fuera albacea, garante, avalista y hasta
testaferro de aquel régimen. Los propios hechos desmienten tamaña tésis porque
el crimen lo que aceleró fue la llegada de Arias Navarro que no era
precisamente un devoto del sufragio universal y retrasó el arranque de la
transición política ya diseñada por Fernández Miranda. Los hijos de Carrero han
comentado que tras la muerte de Franco lo primero que hubiera hecho sería poner su cargo a disposición del Rey.
Fidelísimo de Franco no se veía sucesor de su legado y, además, siempre fue
leal al Príncipe y no toleraba las bromas e insidias que sobre el futuro Rey se
despachaban en El Pardo. Tras el entierro en Cuelgamuros, Carrero se hubiera
retirado de la política para pintar marinas en Santoña. Pero ETA creyó que con
el magnicidio había dado un salto cualitativo en la descomposición del
franquismo, lo que la Historia demuestra que no fue cierto. Con Carrero o sin
él habríamos llegado a 1.978. Durante los primeros años de Adolfo Suárez ETA se
lanzó a una “Operación Ogro”, muy centrada en Madrid: provocar un golpe de
Estado militar que, probablemente, habría acabado con la monarquía y nos habría
hecho retroceder décadas como hombre enfermo de Europa. El nacionalismo
decimonónico combinado con el leninismo y la lucha guerrillera producen la
alucinación política de que “cuanto peor, mejor”. No les bastaba la lesa
humanidad que practicaban sino que aspiraron a la lesa patria y al agobio y
bochorno de todos los españoles. El teniente general Gutiérrez Mellado, amigo
personal de Suárez, le avisó que estaban cayendo más jefes y oficiales que si
mantuviéramos una guerra convencional con una potencia extranjera. Era la
estrategia etarra: soliviantar a las Fuerzas Armadas. Habrá prescrito, pero fue
un ataque contra toda una nación.
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