14/2/14

EL HOMBRE PROVIDENCIAL DE LA TRANSICION (14-2-2014)

El gran escritor taurino Joaquín Vidal me descubrió una noche de guardia que había trabajado durante años mesa contra mesa con Adolfo Suárez, ambos como ganapanes en el Instituto Social de la Marina. Tenían más que de charlar que de hacer, y Suárez solía mostrarse abúlico por falta de perspectivas. Vidal le consolaba:” Eres joven y guapo,  simpático, has terminado Derecho; muévete, busca y acabarás encontrando algo que te haga feliz”. “Es que lo que yo quiero es ser Presidente del Gobierno”. Ni siquiera Franco había nombrado Presidente a Carrero Blanco y  Adolfo Suárez ya mostraba en un arranque de sinceridad melancólica la máxima de César Borgia de “aut Caesar aut nihil”. Para quienes le conocieron eso no era simple ambición, reñida con la generosidad que siempre demostró, ni afán de poder que siempre le rozó pero también le fue esquivo. Cuando luchaba con sus barones de mil y un partidos comentaba a un colaborador amigo: ”Daría mi brazo derecho por un solo día de poder absoluto”. Ideológicamente era un falangista de los que jamás se leyeron las obras completas de José Antonio Primo de Rivera ni participaba mentalmente de fascismo alguno. De lo más que sus adversarios podrían tacharle es de ser un franquista indolente, porque fuera del régimen anterior todo era atmósfera cero. Podías militar en el comunismo para satisfacer tu conciencia ideológica pero sin rozar con una uña el poder de la dictadura, mientras el PSOE se concedía cuarenta años de vacaciones. Quedaba el entrísmo trostkista de las Comisiones Obreras de Marcelino Camacho en los sindicatos verticales o hacerte instructor del Frente de Juventudes como el que fuera gran editor Jesús de Polanco, demócrata de la quinta de 1.975. 

Conocí a Adolfo Suárez como secretario personal de Fernando Herrero Tejedor, quien fuera Fiscal General del Estado y Ministro Secretario General del Movimiento. Suárez era un hombre atildado y amabilísimo, raro político, aunque fuera en ciernes, de los que te traen personalmente un café si se lo pides. Estaba como prohijado por aquel hombre fuerte del franquismo, y hasta por su familia. Era un protegido porque se hacía querer en el trato personal. Al fin había escapado a su destino de cagatintas, como también lo hiciera Joaquín Vidal. Herrero Tejedor se mató en una autovía próxima a Madrid derrapando su coche oficial contra un camión. Un extraño y azaroso golpe del parietal contra su ventanilla. Suárez quedó desolado por el amigo y huérfano del mentor, considerando su incipiente carrera política, acabada. El sistema le repescó para el modesto Gobierno Civil de Segovia donde trabó amistad familiar con el delegado de Agricultura, el ingeniero agrónomo, Fernando Abril Martorell,  quien fuera su Vicepresidente y mano derecha durante la transición a la democracia.  El destino volvió a golpear su puerta y un restaurante mal fraguado construido en Los Ángeles de San Rafael por el agiotista Jesús Gil y Gil se derrumbó provocando una matanza. Se vio a Suárez rasgarse la piel de los brazos levantando escombros. De nuevo creyó que su escalera política carecía de peldaños, y es que contemplada su vida en conjunto sin el resplandor de sus éxitos que esencialmente no fueron otra cosa que actos de coraje político, la peripecia de este hombre providencial fue una dolorosa sucesión de desdichas recubiertas de oropel. No fue un hombre culto, pero sí intuitivo. Llegó a afirmar en público que el catalán era un dialecto del español, y cuando recibió a Tarradellas en Moncloa tuvo con él una fenomenal bronca de las que se escuchan en los pasillos. Tarradellas dio una rueda de Prensa a las puertas del palacete y, sonriente, declaró  su admiración por Suárez y su sintonía con él. El entonces Presidente, que le escuchaba por el circuito cerrado de RTVE, le llamó de inmediato, admirado de la cintura política del President de la Generalitat. Y nunca volvieron a desencontrarse. Su sucesor Leopoldo Calvo Sotelo, un ingeniero muy leído que tocaba el piano, sacó del despacho una infinita colección de ceniceros  y llenó la estancia de libros. Suárez era fumador en cadena de cigarrillos negros, bebedor compulsivo de café y comedor ocasional de tortillas a la francesa, de un huevo. Tenía la dentadura arruinada, sufriendo importantes dolores, hasta que el Rey llamó a su dentista personal, cerraron un quirófano de prácticas en la Facultad de Odontología y en un sola sesión de varias horas le extrajeron, le implantaron, le limpiaron las infecciones, dejándole su característica sonrisa de teclado de piano, pero  nunca recuperó el apetito y siguió alimentándose como un faquir. La caja fuerte estaba cerrada, y al abrirla un cerrajero solo encontraron un papelito con el número de la combinación. Pero la incultura del personaje queda compensada por su trato de encantador de serpientes: te miraba a los ojos y te estrechaba con firmeza la mano mientras con la otra te sujetaba el codo. Luego si le preguntabas arteramente que había leído de determinado autor contestaba rápidamente que todo. Pero poseía la sabiduría de que hay que vivir en el futuro para ser contemporáneo del presente, y que quien se casa con el espíritu de su época enviuda pronto. Así, quien fue ministro con Franco creyó sin fisuras que había que conducir España hacia una democracia representativa sin restricción de partido alguno. Una de sus encrucijadas vitales fue su paso por la dirección general de RTVE. Eran años en que el ultrafranquismo con los falangistas como punta de lanza (lo que se entendía por el bunker, en alusión al de Hitler), dieron mala vida a los Príncipes de España, quizá intuyendo que Don Juan Carlos no se iba a limitar a perpetuar las leyes fundamentales del Movimiento surgido de una guerra civil. Los Príncipes procuraban hacer giras provinciales para tomar contacto con las gentes, y no era raro que, ante la pasividad, o satisfacción de  las autoridades, muchachadas fascistas corearan a voz en cuello :”Que no queremos/reyes idiotas/que no sepan gobernar/lo que queremos/e implantaremos/es el Estado sindical/!abajo el rey¡/juventudes de vida española/y de muerte española también”. No solo era un ambiente hostil e impresentable, sino claramente fascista. En RTVE Suárez se dedicó en exclusiva al hoy Rey: a darlo a conocer en sus aspectos humanos, dado que su perfil político era enigmático, a sacar partido de una familia joven y atractiva, a hacer populares las figuras ensombrecidas o tergiversadas de La Zarzuela. 

Y a conectar con el futuro Rey, lo que no resultó difícil: eran de la misma generación, extrovertidos, locuaces, optimistas. El entonces Príncipe no albergaba duda alguna de que a la muerte de Franco España debía transformarse en una democracia parlamentaria homologable en Europa Occidental y que su papel como Rey del postfranquísmo estaba tasado. Para dibujar esa compleja elípsis institucional contaba con el catedrático de Derecho, viejo tutor de su adolescencia y también Secretario General del Movimiento (pero con camisa blanca ante la furia de los camisas azules), Torcuato Fernández Miranda, como autor del libreto; con Suárez como tenor, y reservándose el monarca la partitura y la dirección de la orquesta. Fallecido Franco en la cama y destituido como Presidente, Carlos Arias Navarro, creyente en el franquismo sin Franco, Fernández Miranda como presidente del Consejo del Reino ofreció preceptivamente una terna de nombres al Rey. El conde de Motrico, José María de Areilza, que había sido ministro de Exteriores postfranquista, y Manuel Fraga, estaban seguros de su elección, y habían pactado la vicepresidencia para quien no resultara designado. En la casa de Motrico, rodeado de fieles, se descorchaba el champaña. Fraga, regresando a Madrid en automóvil telefoneaba a Areilza desde cada gasolinera (no existían los móviles) haciendo planes de oso exultante. Torcuato, hombre hermético, comunicó a los periodistas: “Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha pedido”. Cuando se supo que ni Fraga ni Motrico iban en la terna y que el nombrado Presidente era Adolfo Suárez, cundió el desánimo de toda la clase política y en la primera de “El país” Ricardo de la Cierva titulaba su decepción: “Que error, que inmenso error”. Con el tiempo sería su ministro de Cultura. Se veía a Suárez como un falangista de correaje y los figurones le hicieron el vacío. Su vicepresidente, un cristiano-demócrata y jurídico militar, como Alfonso Ossorio, abrió su agenda y propuso a su jefe ministros jóvenes, no contaminados por el régimen a desmontar, profesores de Universidad en preparación de cátedras, los minusvalorados Profesores No Numerarios (PNN) que fueron en conjunto la más valiosa casta política de la democracia que aún estaba por llegar. Bajo el lema de “Desde la ley a la ley” Suárez, con Torcuato de apuntador y el Rey restañando heridas, logró que se suicidara el Consejo Nacional del Movimiento y que el Congreso franquista aprobara una ley de Reforma Política que lo disolvía convocando Cortes constituyentes.

Torcuato vio diluirse su protagonismo teórico en favor de un Suárez en el centro del proscenio, emergió el veneno de los celos y murió prematuramente en Londres de una crisis cardiaca con las máximas honras del Rey de un ducado con grandeza de España y el Toisón de Oro, como las que le serían otorgadas a nuestro coautor del cambio. Lo que dimos en llamar Transición es el período entre el entierro de Franco y el acceso de los socialistas al poder en 1.982, proceso que asombró al mundo civilizado y solo empañado por el cruel terror de ETA, el marginal pero cualificado de los GRAPO (llegaron a tener secuestrados simultáneamente al Presidente del Consejo de Justicia Militar y al del Consejo de Estado) y el pistolerismo de una ultraderecha resistente a las reformas. Aún siendo atroz el desparramamiento de vidas a manos etarras, la mayor vileza de estos, hoy en las Instituciones, consistió en la procura de un golpe militar, según la tésis leninista de que “cuanto peor, mejor”. ETA se abrió paso entre sus asesinados habituales y puso empeño en abatir jefes y oficiales de las Fuerzas Armadas. El Estado Mayor del Ejército hizo llegar a Suárez una estadística reveladora de que estaban cayendo más generales y coroneles que si mantuviéramos una guerra abierta con una potencia extranjera. Provocando a los militares ETA cimentaba el fracasado cuartelazo de 1.981 tras la dimisión de nuestro hombre providencial. Al tiempo, el Presidente francés Giscard D Estaigne ejercía de nuestro villano, jugando a la debilidad española y dando estatuto de refugiado político a los más sanguinarios etarras. Suárez acudió al Elyseo para parar a aquel aristocratizante. Y el protocolo, conociendo las maneras efusivas del español, le hizo llegar recado de que a Giscard solo se le podía estrechar la mano brevemente. En las escaleras Suárez le agarró una mano, le inmovilizó el otro codo, le abrazó fuertemente y le palmeó largamente la espalda. En el almuerzo de gala rechazó el exquisito menú y pidió una tortilla de dos huevos (“Pero a la española, no a la francesa”), y cuando el francés hizo gala de sus vinos, nuestro hombre exigió leche. Y bebió leche todo el ágape. 

Quizá no consiguiera nada pero dio al gabacho un soberano bofetón .Suárez fundó la Unión de Centro Democrático, cajón de sastre de baronías y ambiciones, que ganó las elecciones hasta el interinato de Leopoldo Calvo Sotelo. Abrió el registro con higiene democrática y florecieron tantos partidos y siglas que se definió el paisaje como “sopa de letras”, con la comprensible congelación del Partido Comunísta. Se aducía que en Alemania Occidental estaba prohibido, y Felipe González estuvo dispuesto a ir a elecciones sin él para capturar sus votos. A Santiago Carrillo, bien en París, bien al amparo del vampiresco Caucescu en Bucarest, le sondearon de parte del Rey y Adolfo, desde el teniente general Díez Alegría (cumpliendo órdenes recompensadas con el cese), hasta Nicolás Franco y Pasqual de Pobill, sobrino del dictador, cazador profesional y mediador aficionado, pasando por el abogado José Mario Armero, bienintencionado conspirador político altruista, en cuya casa acabaron reuniéndose a solas Suárez y el factótum del PC. En un sábado santo de vacaciones Suárez tuvo el coraje de legalizar a los comunistas, en una decisión solo compartida con el Rey, provocando tal irritación militar que dimitió todo el almirantazgo y hubo que sacar del retiro a un ministro de Marina. Carrillo jugó bien sus cartas: aceptó la monarquía, la democracia, la bandera y el himno. Y el entierro del guerracivilísmo, que bien le convenía, y que muchos años después exhumaría el progresismo subnormal de Rodríguez Zapatero. Las escenas de generales poniendo el sable o la pistola sobre la mesa de Suárez, son literarias, pero reveladoras de la inquina militar qque alimentó el 23-F. Desde 1.808 nuestras 10 Constituciones estaban desgarradas y obsoletas y hubo que recurrir al Derecho comparado para aparejar la del 78. En jornadas exhaustivas nuestros constituyentes buscaron un endiablado texto de consenso. En las noches Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra se reunían secretamente para limar, cortar nudos gordianos, avanzar sobre lo insalvable….Aunque no firman la Constitución bien pueden tenerse por sus padres putativos. La imposibilidad de obviar los Estatutos de Cataluña y País Vasco (la guerra dejó en el aire el gallego) trajo los lodos tóxicos de hoy. Suárez, y toda la clase política de entonces, tuvo miedo a dejar solos a los nacionalísmos históricos (como si Castilla o Aragón no tuvieran más Historia) y manejándose primero una diferenciada “tabla de quesos”, Suarez decidió, en su estilo, el “café para todos” creando un Estado Autonómico que no es federal solo por la denominación. Esa sería la única mancha importante en la mesa de Adolfo Suárez. Su dimisión es un misterio con variables que se lleva a la tumba. El fraccionamiento de su partido, la UCD, es una causa, como el distanciamiento con el Rey al que inquietaba su debilidad política. Que yéndose quisiera evitar la vergüenza del golpe militar es muy posible. Suárez, junto a Gutierrez Mellado y Santiago Carrillo, no se tiró debajo del escaño cuando comenzaron a disparar los guardias de Tejero, porque se había preparado psicológicamente para la muerte y quería recibirla dignamente. Tenía asumido que le matarían los uniformados del bunker. Su segundo partido (Centro Democrático y Social) no dio para nada ante la axfisiante presencia del PSOE de González. Había pasado su tiempo y se dedicó con desgana a algunos negocios privados. Pero ante todo a su familia. Se reprochaba haber hurtado tanto tiempo a su familia cuando el cáncer de pecho, hereditario, afectó a su esposa, Amparo, y a dos de sus hijas. El caso de Sonsoles es paradigmático y luz para estos días. Embarazada se negó a abortar o a recibir quimioterapia para no dañar al feto, comprometiendo su vida que finalmente perdió. Escribí sobre ella en un libro y a su presentación acudió con su padre a darme las gracias, ella que tantas merecía. Mi doctora se puso a besar a Suárez recordándole lo mucho que todos lo querían.”Preferiría que me quisieran menos y me votaran más”. Años después me llamó a mi casa de Buenos Aires citándome en su hotel. 

Estaba solo en el lobby, como desamparado, pálido, y no me daba razón de su viaje. Por sacarle de lo que creía era un estupor le hice una pregunta pícara y machista:” ¿Te tiraste a Carmen?”. Carmen Díez de Rivera, hija adulterina de Ramón Serrano Suñer y la marquesa de Llanzol tenía los ojos verdes, enigmáticos y  magnéticos de su padre y había llevado el gabinete de Moncloa de Suárez tras conocerse en RTVE. También era amiga mía, y una noche cenando en casa nos contaba a la doctora y a mí como una vez en un salón Institucional un personaje llegó a tumbarla medio cuerpo sobre una mesa de billar, y se escurrió por el suelo entre las piernas del varón. Lo narraba entre las risas. Conseguí que Adolfo se riera:”¡Qué más quisiera yo; Carmen no se dejaba con nadie”. “Acompáñame, por favor”. El hotel daba a la céntrica calle Florida, peatonal, de tiendas caras, minas (chicas) preciosas y ondulantes y confiterías inglesas y conspirativas, refugio de políticos y periodistas. No pudimos dar cuatro pasos porque primero los paseantes se volvían intrigados y luego el gentío le reconoció. Fue una efusión espontánea  llena de agradecimientos y vítores hacia el héroe de la Transición. Le saqué del hotel porque sabía lo que iba a ocurrir. Entonces, y gracias a Suárez, era muy fácil vender la marca España en un Cono Sur americano que se desinfectaba trabajosamente de sus dictaduras militares. Antes que los abrazos le tiraran al suelo volvimos al lobby emocionados. No faltaba mucho para que Adolfo Suárez penetrara en sus tinieblas.

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