El gran escritor taurino Joaquín Vidal me descubrió una noche de
guardia que había trabajado durante años mesa contra mesa con Adolfo Suárez,
ambos como ganapanes en el Instituto Social de la Marina. Tenían más que de
charlar que de hacer, y Suárez solía mostrarse abúlico por falta de
perspectivas. Vidal le consolaba:” Eres joven y guapo, simpático, has terminado Derecho; muévete,
busca y acabarás encontrando algo que te haga feliz”. “Es que lo que yo quiero
es ser Presidente del Gobierno”. Ni siquiera Franco había nombrado Presidente a
Carrero Blanco y Adolfo Suárez ya
mostraba en un arranque de sinceridad melancólica la máxima de César Borgia de
“aut Caesar aut nihil”. Para quienes le conocieron eso no era simple ambición,
reñida con la generosidad que siempre demostró, ni afán de poder que siempre le
rozó pero también le fue esquivo. Cuando luchaba con sus barones de mil y un
partidos comentaba a un colaborador amigo: ”Daría mi brazo derecho por un solo
día de poder absoluto”. Ideológicamente era un falangista de los que jamás se
leyeron las obras completas de José Antonio Primo de Rivera ni participaba
mentalmente de fascismo alguno. De lo más que sus adversarios podrían tacharle
es de ser un franquista indolente, porque fuera del régimen anterior todo era
atmósfera cero. Podías militar en el comunismo para satisfacer tu conciencia
ideológica pero sin rozar con una uña el poder de la dictadura, mientras el
PSOE se concedía cuarenta años de vacaciones. Quedaba el entrísmo trostkista de
las Comisiones Obreras de Marcelino Camacho en los sindicatos verticales o
hacerte instructor del Frente de Juventudes como el que fuera gran editor Jesús
de Polanco, demócrata de la quinta de 1.975.
Conocí a Adolfo Suárez como
secretario personal de Fernando Herrero Tejedor, quien fuera Fiscal General del
Estado y Ministro Secretario General del Movimiento. Suárez era un hombre
atildado y amabilísimo, raro político, aunque fuera en ciernes, de los que te
traen personalmente un café si se lo pides. Estaba como prohijado por aquel
hombre fuerte del franquismo, y hasta por su familia. Era un protegido porque
se hacía querer en el trato personal. Al fin había escapado a su destino de
cagatintas, como también lo hiciera Joaquín Vidal. Herrero Tejedor se mató en
una autovía próxima a Madrid derrapando su coche oficial contra un camión. Un
extraño y azaroso golpe del parietal contra su ventanilla. Suárez quedó
desolado por el amigo y huérfano del mentor, considerando su incipiente carrera
política, acabada. El sistema le repescó para el modesto Gobierno Civil de
Segovia donde trabó amistad familiar con el delegado de Agricultura, el
ingeniero agrónomo, Fernando Abril Martorell,
quien fuera su Vicepresidente y mano derecha durante la transición a la
democracia. El destino volvió a golpear
su puerta y un restaurante mal fraguado construido en Los Ángeles de San Rafael
por el agiotista Jesús Gil y Gil se derrumbó provocando una matanza. Se vio a Suárez
rasgarse la piel de los brazos levantando escombros. De nuevo creyó que su
escalera política carecía de peldaños, y es que contemplada su vida en conjunto
sin el resplandor de sus éxitos que esencialmente no fueron otra cosa que actos
de coraje político, la peripecia de este hombre providencial fue una dolorosa
sucesión de desdichas recubiertas de oropel. No fue un hombre culto, pero sí
intuitivo. Llegó a afirmar en público que el catalán era un dialecto del
español, y cuando recibió a Tarradellas en Moncloa tuvo con él una fenomenal
bronca de las que se escuchan en los pasillos. Tarradellas dio una rueda de
Prensa a las puertas del palacete y, sonriente, declaró su admiración por Suárez y su sintonía con
él. El entonces Presidente, que le escuchaba por el circuito cerrado de RTVE,
le llamó de inmediato, admirado de la cintura política del President de la
Generalitat. Y nunca volvieron a desencontrarse. Su sucesor Leopoldo Calvo
Sotelo, un ingeniero muy leído que tocaba el piano, sacó del despacho una
infinita colección de ceniceros y llenó
la estancia de libros. Suárez era fumador en cadena de cigarrillos negros,
bebedor compulsivo de café y comedor ocasional de tortillas a la francesa, de
un huevo. Tenía la dentadura arruinada, sufriendo importantes dolores, hasta
que el Rey llamó a su dentista personal, cerraron un quirófano de prácticas en
la Facultad de Odontología y en un sola sesión de varias horas le extrajeron,
le implantaron, le limpiaron las infecciones, dejándole su característica
sonrisa de teclado de piano, pero nunca
recuperó el apetito y siguió alimentándose como un faquir. La caja fuerte
estaba cerrada, y al abrirla un cerrajero solo encontraron un papelito con el
número de la combinación. Pero la incultura del personaje queda compensada por
su trato de encantador de serpientes: te miraba a los ojos y te estrechaba con
firmeza la mano mientras con la otra te sujetaba el codo. Luego si le
preguntabas arteramente que había leído de determinado autor contestaba
rápidamente que todo. Pero poseía la sabiduría de que hay que vivir en el
futuro para ser contemporáneo del presente, y que quien se casa con el espíritu
de su época enviuda pronto. Así, quien fue ministro con Franco creyó sin
fisuras que había que conducir España hacia una democracia representativa sin
restricción de partido alguno. Una de sus encrucijadas vitales fue su paso por
la dirección general de RTVE. Eran años en que el ultrafranquismo con los
falangistas como punta de lanza (lo que se entendía por el bunker, en alusión
al de Hitler), dieron mala vida a los Príncipes de España, quizá intuyendo que
Don Juan Carlos no se iba a limitar a perpetuar las leyes fundamentales del
Movimiento surgido de una guerra civil. Los Príncipes procuraban hacer giras
provinciales para tomar contacto con las gentes, y no era raro que, ante la
pasividad, o satisfacción de las
autoridades, muchachadas fascistas corearan a voz en cuello :”Que no
queremos/reyes idiotas/que no sepan gobernar/lo que queremos/e implantaremos/es
el Estado sindical/!abajo el rey¡/juventudes de vida española/y de muerte
española también”. No solo era un ambiente hostil e impresentable, sino
claramente fascista. En RTVE Suárez se dedicó en exclusiva al hoy Rey: a darlo
a conocer en sus aspectos humanos, dado que su perfil político era enigmático,
a sacar partido de una familia joven y atractiva, a hacer populares las figuras
ensombrecidas o tergiversadas de La Zarzuela.
Y a conectar con el futuro Rey,
lo que no resultó difícil: eran de la misma generación, extrovertidos,
locuaces, optimistas. El entonces Príncipe no albergaba duda alguna de que a la
muerte de Franco España debía transformarse en una democracia parlamentaria
homologable en Europa Occidental y que su papel como Rey del postfranquísmo
estaba tasado. Para dibujar esa compleja elípsis institucional contaba con el
catedrático de Derecho, viejo tutor de su adolescencia y también Secretario
General del Movimiento (pero con camisa blanca ante la furia de los camisas
azules), Torcuato Fernández Miranda, como autor del libreto; con Suárez como
tenor, y reservándose el monarca la partitura y la dirección de la orquesta.
Fallecido Franco en la cama y destituido como Presidente, Carlos Arias Navarro,
creyente en el franquismo sin Franco, Fernández Miranda como presidente del
Consejo del Reino ofreció preceptivamente una terna de nombres al Rey. El conde
de Motrico, José María de Areilza, que había sido ministro de Exteriores
postfranquista, y Manuel Fraga, estaban seguros de su elección, y habían
pactado la vicepresidencia para quien no resultara designado. En la casa de
Motrico, rodeado de fieles, se descorchaba el champaña. Fraga, regresando a
Madrid en automóvil telefoneaba a Areilza desde cada gasolinera (no existían
los móviles) haciendo planes de oso exultante. Torcuato, hombre hermético,
comunicó a los periodistas: “Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me
ha pedido”. Cuando se supo que ni Fraga ni Motrico iban en la terna y que el
nombrado Presidente era Adolfo Suárez, cundió el desánimo de toda la clase
política y en la primera de “El país” Ricardo de la Cierva titulaba su
decepción: “Que error, que inmenso error”. Con el tiempo sería su ministro de
Cultura. Se veía a Suárez como un falangista de correaje y los figurones le
hicieron el vacío. Su vicepresidente, un cristiano-demócrata y jurídico militar,
como Alfonso Ossorio, abrió su agenda y propuso a su jefe ministros jóvenes, no
contaminados por el régimen a desmontar, profesores de Universidad en
preparación de cátedras, los minusvalorados Profesores No Numerarios (PNN) que
fueron en conjunto la más valiosa casta política de la democracia que aún
estaba por llegar. Bajo el lema de “Desde la ley a la ley” Suárez, con Torcuato
de apuntador y el Rey restañando heridas, logró que se suicidara el Consejo
Nacional del Movimiento y que el Congreso franquista aprobara una ley de
Reforma Política que lo disolvía convocando Cortes constituyentes.
Torcuato vio diluirse su protagonismo teórico en favor de un Suárez
en el centro del proscenio, emergió el veneno de los celos y murió
prematuramente en Londres de una crisis cardiaca con las máximas honras del Rey
de un ducado con grandeza de España y el Toisón de Oro, como las que le serían
otorgadas a nuestro coautor del cambio. Lo que dimos en llamar Transición es el
período entre el entierro de Franco y el acceso de los socialistas al poder en
1.982, proceso que asombró al mundo civilizado y solo empañado por el cruel
terror de ETA, el marginal pero cualificado de los GRAPO (llegaron a tener
secuestrados simultáneamente al Presidente del Consejo de Justicia Militar y al
del Consejo de Estado) y el pistolerismo de una ultraderecha resistente a las
reformas. Aún siendo atroz el desparramamiento de vidas a manos etarras, la
mayor vileza de estos, hoy en las Instituciones, consistió en la procura de un
golpe militar, según la tésis leninista de que “cuanto peor, mejor”. ETA se
abrió paso entre sus asesinados habituales y puso empeño en abatir jefes y oficiales
de las Fuerzas Armadas. El Estado Mayor del Ejército hizo llegar a Suárez una
estadística reveladora de que estaban cayendo más generales y coroneles que si
mantuviéramos una guerra abierta con una potencia extranjera. Provocando a los
militares ETA cimentaba el fracasado cuartelazo de 1.981 tras la dimisión de
nuestro hombre providencial. Al tiempo, el Presidente francés Giscard D
Estaigne ejercía de nuestro villano, jugando a la debilidad española y dando
estatuto de refugiado político a los más sanguinarios etarras. Suárez acudió al
Elyseo para parar a aquel aristocratizante. Y el protocolo, conociendo las
maneras efusivas del español, le hizo llegar recado de que a Giscard solo se le
podía estrechar la mano brevemente. En las escaleras Suárez le agarró una mano,
le inmovilizó el otro codo, le abrazó fuertemente y le palmeó largamente la
espalda. En el almuerzo de gala rechazó el exquisito menú y pidió una tortilla
de dos huevos (“Pero a la española, no a la francesa”), y cuando el francés
hizo gala de sus vinos, nuestro hombre exigió leche. Y bebió leche todo el
ágape.
Quizá no consiguiera nada pero dio al gabacho un soberano bofetón .Suárez
fundó la Unión de Centro Democrático, cajón de sastre de baronías y ambiciones,
que ganó las elecciones hasta el interinato de Leopoldo Calvo Sotelo. Abrió el
registro con higiene democrática y florecieron tantos partidos y siglas que se
definió el paisaje como “sopa de letras”, con la comprensible congelación del
Partido Comunísta. Se aducía que en Alemania Occidental estaba prohibido, y
Felipe González estuvo dispuesto a ir a elecciones sin él para capturar sus
votos. A Santiago Carrillo, bien en París, bien al amparo del vampiresco
Caucescu en Bucarest, le sondearon de parte del Rey y Adolfo, desde el teniente
general Díez Alegría (cumpliendo órdenes recompensadas con el cese), hasta
Nicolás Franco y Pasqual de Pobill, sobrino del dictador, cazador profesional y
mediador aficionado, pasando por el abogado José Mario Armero, bienintencionado
conspirador político altruista, en cuya casa acabaron reuniéndose a solas
Suárez y el factótum del PC. En un sábado santo de vacaciones Suárez tuvo el
coraje de legalizar a los comunistas, en una decisión solo compartida con el
Rey, provocando tal irritación militar que dimitió todo el almirantazgo y hubo
que sacar del retiro a un ministro de Marina. Carrillo jugó bien sus cartas:
aceptó la monarquía, la democracia, la bandera y el himno. Y el entierro del
guerracivilísmo, que bien le convenía, y que muchos años después exhumaría el
progresismo subnormal de Rodríguez Zapatero. Las escenas de generales poniendo
el sable o la pistola sobre la mesa de Suárez, son literarias, pero reveladoras
de la inquina militar qque alimentó el 23-F. Desde 1.808 nuestras 10
Constituciones estaban desgarradas y obsoletas y hubo que recurrir al Derecho
comparado para aparejar la del 78. En jornadas exhaustivas nuestros
constituyentes buscaron un endiablado texto de consenso. En las noches Fernando
Abril Martorell y Alfonso Guerra se reunían secretamente para limar, cortar
nudos gordianos, avanzar sobre lo insalvable….Aunque no firman la Constitución
bien pueden tenerse por sus padres putativos. La imposibilidad de obviar los
Estatutos de Cataluña y País Vasco (la guerra dejó en el aire el gallego) trajo
los lodos tóxicos de hoy. Suárez, y toda la clase política de entonces, tuvo
miedo a dejar solos a los nacionalísmos históricos (como si Castilla o Aragón
no tuvieran más Historia) y manejándose primero una diferenciada “tabla de
quesos”, Suarez decidió, en su estilo, el “café para todos” creando un Estado
Autonómico que no es federal solo por la denominación. Esa sería la única
mancha importante en la mesa de Adolfo Suárez. Su dimisión es un misterio con
variables que se lleva a la tumba. El fraccionamiento de su partido, la UCD, es
una causa, como el distanciamiento con el Rey al que inquietaba su debilidad
política. Que yéndose quisiera evitar la vergüenza del golpe militar es muy
posible. Suárez, junto a Gutierrez Mellado y Santiago Carrillo, no se tiró
debajo del escaño cuando comenzaron a disparar los guardias de Tejero, porque
se había preparado psicológicamente para la muerte y quería recibirla
dignamente. Tenía asumido que le matarían los uniformados del bunker. Su
segundo partido (Centro Democrático y Social) no dio para nada ante la
axfisiante presencia del PSOE de González. Había pasado su tiempo y se dedicó
con desgana a algunos negocios privados. Pero ante todo a su familia. Se
reprochaba haber hurtado tanto tiempo a su familia cuando el cáncer de pecho,
hereditario, afectó a su esposa, Amparo, y a dos de sus hijas. El caso de
Sonsoles es paradigmático y luz para estos días. Embarazada se negó a abortar o
a recibir quimioterapia para no dañar al feto, comprometiendo su vida que
finalmente perdió. Escribí sobre ella en un libro y a su presentación acudió
con su padre a darme las gracias, ella que tantas merecía. Mi doctora se puso a
besar a Suárez recordándole lo mucho que todos lo querían.”Preferiría que me
quisieran menos y me votaran más”. Años después me llamó a mi casa de Buenos
Aires citándome en su hotel.
Estaba solo en el lobby, como desamparado, pálido,
y no me daba razón de su viaje. Por sacarle de lo que creía era un estupor le
hice una pregunta pícara y machista:” ¿Te tiraste a Carmen?”. Carmen Díez de
Rivera, hija adulterina de Ramón Serrano Suñer y la marquesa de Llanzol tenía
los ojos verdes, enigmáticos y
magnéticos de su padre y había llevado el gabinete de Moncloa de Suárez
tras conocerse en RTVE. También era amiga mía, y una noche cenando en casa nos
contaba a la doctora y a mí como una vez en un salón Institucional un personaje
llegó a tumbarla medio cuerpo sobre una mesa de billar, y se escurrió por el
suelo entre las piernas del varón. Lo narraba entre las risas. Conseguí que Adolfo
se riera:”¡Qué más quisiera yo; Carmen no se dejaba con nadie”. “Acompáñame,
por favor”. El hotel daba a la céntrica calle Florida, peatonal, de tiendas
caras, minas (chicas) preciosas y ondulantes y confiterías inglesas y
conspirativas, refugio de políticos y periodistas. No pudimos dar cuatro pasos
porque primero los paseantes se volvían intrigados y luego el gentío le
reconoció. Fue una efusión espontánea
llena de agradecimientos y vítores hacia el héroe de la Transición. Le
saqué del hotel porque sabía lo que iba a ocurrir. Entonces, y gracias a
Suárez, era muy fácil vender la marca España en un Cono Sur americano que se
desinfectaba trabajosamente de sus dictaduras militares. Antes que los abrazos
le tiraran al suelo volvimos al lobby emocionados. No faltaba mucho para que
Adolfo Suárez penetrara en sus tinieblas.
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