18/12/14

ALFONSO GUERRA, EL BUENO (18-12-2014)

Cuando yo estudiaba  ingeniería industrial, interno en la Universidad Laboral de Sevilla “José Antonio Primo de Rivera, en El Cerro del Aguila, se hacían mientes de su rigor como profesor de dibujo técnico Ya había cursado Filosofía y trajinaba en una librería que había montado en la ciudad hispalense para dirigir y representar teatro y urdir un PSOE sevillano que no tenía más entidad que la suya y las de Felipe González, Carmen Romero en calidad de novia, el ginecólogo Luis Yánez (“!Callate Luis, que no sabes ni de coños”¡, le apostrofaba Carmen), el fotógrafo Pablo, y dos más en la fotografía del clan de la tortilla comiéndosela bajo un pino ignorantes de que iban a resucitar el socialismo español. Fue el Robespierre del congreso de Suresnes que decapitó al histórico Llópis de la cabecera de un socialismo exiliado inane dentro de España excepto el ejemplo sacrificado de Ramón Rubial y Nicolás Redondo (padre). EL “Pacto del Betis” entre aquellos, el excomunista Enrique Múgica Herzog, y los sevillanos, fabricaron el felipísmo. Es humanamente lamentable que una de las parejas más complementadas de la política española haya terminado en la incomunicación sin que medie un telefonazo para preguntarte como estás. Tambien se dio ese desencuentro personal entre Adolfo Suárez y Fernando Abril Martorell. Tras aquel “dos por el precio de uno” augurando su dimisión si caía Guerra por las corruptelas y “cafelitos” de su hermano, preludio de los lodos de hoy, Felipe le defenestró como Vicepresidente en una tensa reunión en Moncloa que rompió el encanto público de la dupla. Quizá nunca fueron realmente amigos porque tenían intereses personales muy distintos, y mientras Felipe se quitaba el olor de encima tras repartir la leche de la vaquería de su padre para hacer de guaperas en los guateques, Alfonso escondía entre los libros su rencor social de desplazado  tras ver morir a su hermana por desnutrición. Pudo estudiar trapicheando clases y mediante becas franquistas. Su afición al teatro le llevó a crearse una máscara feroz para ocultar su timidez y sus desmayos de bonhomía. Fue el mejor insultador de la democracia y gozaba de su reputación de jabalí parlamentario, pero luego era un negociador versallesco. En el entorno del cardenal Tarancón cundió el pánico al saberse que el sería el interlocutor del PSOE con la Iglesia, y hallaron un amabilísimo Guerra, nada radical, que intentaba colarles sentencias en un latín macarrónico. En puridad tanto él como Abril Martorell deberían ser tenidos también por padres de la Constitución ya que ellos resolvían a solas y con nocturnidad los interminables atascos y  nudos gordianos que se dieron durante su discusión y redacción. Su formación entre la Filosofía y el peritaje industrial le convirtieron en un formidable organizador y cuando en España solo hacía encuestas creíbles Amando de Miguel, Guerra fundó un Instituto de Técnicas Electorales y en las elecciones de 1.982 que dieron el poder a los socialistas llevó la demoscopia a la exactitud. Le recuerdo en el madrileño hotel “Palace” adelantando los resultados de cada circunscripción quince minutos por delante de la Oficina Central Electoral. Cuando desde un balcón  Felipe izó su mano con la suya reconocía la complicidad y la eficacia: Guerra era su monje negro. Guerra se resistió a ser Gobierno y pretendía quedarse como Vicesecretario General del PSOE, moviendo los hilos en la sombra, pero Felipe temió en aquello una celada y le forzó a la Vicepresidencia junto a él. Alardeaba de no alimentarse salvo con bombonería y así lo creí la primera vez que almorzamos juntos, pero tenía lógicos ataques bulímicos. Era, o le placía, ser dual, doctor Jeckyll y mister Hyde, Ormuz y Ariman, teatral, autor de su propio personaje, bondadoso y terrible. En su casa madrileña tenía uno de aquellos teléfonos de baquelita negra con el número incorporado. Un amigo lo anotó quejándose luego que estaba equivocado. “¿Te crees que iba a poner el verdadero?”. En Moncloa tenía un arco magnético que borraba las cintas de las grabadoras, creyendo los periodistas que tenían roto el magnetófono. Bueno y malo, es imprescindible en la Historia de nuestra socialdemocracia. Me quedo con el bueno.

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