Cuando yo estudiaba
ingeniería industrial, interno en la Universidad Laboral de Sevilla
“José Antonio Primo de Rivera, en El Cerro del Aguila, se hacían mientes de su
rigor como profesor de dibujo técnico Ya había cursado Filosofía y trajinaba en
una librería que había montado en la ciudad hispalense para dirigir y
representar teatro y urdir un PSOE sevillano que no tenía más entidad que la
suya y las de Felipe González, Carmen Romero en calidad de novia, el ginecólogo
Luis Yánez (“!Callate Luis, que no sabes ni de coños”¡, le apostrofaba Carmen),
el fotógrafo Pablo, y dos más en la fotografía del clan de la tortilla
comiéndosela bajo un pino ignorantes de que iban a resucitar el socialismo
español. Fue el Robespierre del congreso de Suresnes que decapitó al histórico
Llópis de la cabecera de un socialismo exiliado inane dentro de España excepto
el ejemplo sacrificado de Ramón Rubial y Nicolás Redondo (padre). EL “Pacto del
Betis” entre aquellos, el excomunista Enrique Múgica Herzog, y los sevillanos,
fabricaron el felipísmo. Es humanamente lamentable que una de las parejas más
complementadas de la política española haya terminado en la incomunicación sin
que medie un telefonazo para preguntarte como estás. Tambien se dio ese
desencuentro personal entre Adolfo Suárez y Fernando Abril Martorell. Tras
aquel “dos por el precio de uno” augurando su dimisión si caía Guerra por las
corruptelas y “cafelitos” de su hermano, preludio de los lodos de hoy, Felipe
le defenestró como Vicepresidente en una tensa reunión en Moncloa que rompió el
encanto público de la dupla. Quizá nunca fueron realmente amigos porque tenían
intereses personales muy distintos, y mientras Felipe se quitaba el olor de
encima tras repartir la leche de la vaquería de su padre para hacer de guaperas
en los guateques, Alfonso escondía entre los libros su rencor social de
desplazado tras ver morir a su hermana
por desnutrición. Pudo estudiar trapicheando clases y mediante becas
franquistas. Su afición al teatro le llevó a crearse una máscara feroz para
ocultar su timidez y sus desmayos de bonhomía. Fue el mejor insultador de la
democracia y gozaba de su reputación de jabalí parlamentario, pero luego era un
negociador versallesco. En el entorno del cardenal Tarancón cundió el pánico al
saberse que el sería el interlocutor del PSOE con la Iglesia, y hallaron un
amabilísimo Guerra, nada radical, que intentaba colarles sentencias en un latín
macarrónico. En puridad tanto él como Abril Martorell deberían ser tenidos
también por padres de la Constitución ya que ellos resolvían a solas y con
nocturnidad los interminables atascos y
nudos gordianos que se dieron durante su discusión y redacción. Su
formación entre la Filosofía y el peritaje industrial le convirtieron en un
formidable organizador y cuando en España solo hacía encuestas creíbles Amando
de Miguel, Guerra fundó un Instituto de Técnicas Electorales y en las
elecciones de 1.982 que dieron el poder a los socialistas llevó la demoscopia a
la exactitud. Le recuerdo en el madrileño hotel “Palace” adelantando los
resultados de cada circunscripción quince minutos por delante de la Oficina
Central Electoral. Cuando desde un balcón
Felipe izó su mano con la suya reconocía la complicidad y la eficacia:
Guerra era su monje negro. Guerra se resistió a ser Gobierno y pretendía
quedarse como Vicesecretario General del PSOE, moviendo los hilos en la sombra,
pero Felipe temió en aquello una celada y le forzó a la Vicepresidencia junto a
él. Alardeaba de no alimentarse salvo con bombonería y así lo creí la primera
vez que almorzamos juntos, pero tenía lógicos ataques bulímicos. Era, o le
placía, ser dual, doctor Jeckyll y mister Hyde, Ormuz y Ariman, teatral, autor
de su propio personaje, bondadoso y terrible. En su casa madrileña tenía uno de
aquellos teléfonos de baquelita negra con el número incorporado. Un amigo lo
anotó quejándose luego que estaba equivocado. “¿Te crees que iba a poner el verdadero?”.
En Moncloa tenía un arco magnético que borraba las cintas de las grabadoras,
creyendo los periodistas que tenían roto el magnetófono. Bueno y malo, es
imprescindible en la Historia de nuestra socialdemocracia. Me quedo con el
bueno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario