Quino regresaba a Buenos Aires de su exilio italiano y le convidé a
cenar en mi casa porteña para mezclar el
placer con el trabajo. La tragedia
intelectual de la dictadura argentina le traía muy dolido y, lógicamente,
susceptible. Me pidió la lista de invitados en la que desastrosamente figuraba
una joven, bella y popular aspirante a actriz, cuyo nombre es insustancial,
aunque no su condición de amante (una de tantas) de Emilio Eduardo Massera,
triunviro naval de la Primera Junta, que había convertido la Escuela de
Mecánica de la Armada en la peor cámara de los horrores del Cono Sur americano,
y Quino dijo que no se sentaba. Avergonzado y confundido, suspendí el ágape,
reflexionando que los periodistas somos dados a reunirnos con cualquiera. La
última vez que le vi quería rescatar
para la Prensa española las tiras amarillas de los diarios estadounidenses,
pero Mafalda y su representante italiano tenían precios inasequibles. Mi
generación era más de los “ peatnus” de Charles M. Schulz y su pandilla de
Charly Brown, Linus y su mantita, la mala leche de Lucy y la ternura del
perrito Snoopy soñando con ser el Barón Rojo. Más que Mafalda y su mundo fueron
potenciados por el cine y la mercadotecnia, y adoptados por una progresía pija
que enfatizaba aquello de “te lo juro por Snoopy”. El amargo existencialismo de
Mafalda es más propio de nuestros tiempos actuales aunque su autor lleva muchos
años sin darla vida, quizá porque representa una sociedad argentina abocada
inconscientemente al abismo y a Quino le resulta dolorosa. “Cuando se jodió el Perú”, se preguntaba
Vargas Llosa. Argentina empezó a joderse cuando el general José Félix Uriburu
volteó al Presidente constitucional Hipólito
Solari Yrigoyen, “el peludo” Radical, en 1.930. Mafalda ha pervivido por el genio autoral y
su latinidad. Las preguntas impertinentes que hace la cría que no soporta la
sopa son contemporáneas y superan la permanente estupefacción del gran
Carlitos. A Quino le debo repasar los comensales.
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