Se acaba de celebrar un pleno monográfico del Congreso sobre la
corrupción. ¿Para qué? Pese a lo que puedan afirmar las enésimas encuestas que
parecen más propias de las manualidades de IKEA que de la demoscopia los
ciudadanos han quedado mayormente fríos ante un debate en el que se han eludido
las apabullantes presunciones del apellido Pujol y de la derecha catalanista. Y lo de
Despeñaperros para abajo (el puerto seco de Arrebatacapas) quedó en finta
dialéctica ante el inevitable reproche de suciedad entre la sartén y el cazo. El Presidente ha tenido que volver
por sus fueros y si antaño recordó que económicamente no éramos Uganda, hogaño
advierte que España no es un país corrompido.
Hay que ser muy poco viajado para no conocer la espesa corrupción
instalada social e institucionalmente en tantos países en los que solo hemos
hecho turismo. Aquí no se ha dado un Bernard Madoff ni un Lheman Brothers y es
impensable una detención como la del líder socialdemócrata José Sócrates por
haberse enriquecido gracias a los sufrimientos infligidos a los portugueses,
inmoralidad a la que damos escasa importancia. El problema de la Ucrania de
Chernóbil no es el intervencionismo de Putin sino la corrupción de su esqueleto
nacional, tal como la Autoridad Nacional
Palestina tiene algo que ver con la cueva de Alí Babá y los 40 ladrones. La
corrupción en la democracia se inicia en 1.982 en una elipse que va de la
financiación ilegal del referéndum sobre la OTAN al asesinato por encargo y la
introducción de la gente en cal viva. Por ese rastro han seguido todos los que
han podido y no hay partido o sindicato que pueda tirar la primera piedra. Lo
deprimente es que excepto en Cataluña y Andalucía (dos regímenes) no hay
corrupciones esplendorosas e imaginativas sino corruptelas de muleros donde son
legión quienes se enfangan por mil euros.
No somos un país corrupto porque
hemos corrompido hasta la corrupción.
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