Antes del inicio del proceso del 23 de febrero
pocos españoles dudaban sobre lo que se trataba de enjuiciar: un golpe militar
destinado a frenar el proceso democrático, basado en un empedramiento de
egoísmos corporativos, incultura política y rencores personales, que hubiera
sumido a este país en el descrédito y, acaso, en la sangre, el terror y el
oscurantismo. A la semana del juicio, por mor de unos pasos procesales que
nunca hubieran respetado los sublevados, ya ni siquiera sabemos si existió el
golpe de febrero. Hemos entrado en una zona informativa y judicial en la que
los árboles de las llamadas telefónicas incomprobables, las entrevistas
personales indemostrables, los comportamientos individuales en fechas
determinadas o las reputaciones de toda la vida, impiden ver el bosque
en toda su brutal dimensión: la primera sociedad en la historia de las
relaciones políticas que pasa de una autocracia a una democracia, en paz y sin
depuraciones, ve frustrado su acceso a los manuales de ciencia política por un
grupo de militares que estiman como Mirabeu que Prusia no es un Estado que
posea un ejército, sino un ejército que posee un Estado. Y que ese
ejército, por el mero hecho de estar constituido como tal, se encuentra en su
derecho de dictar las leyes políticas que han de hacer felices a los ciudadanos
y a la patria.Las tesis de febrero se distribuyen antes; y después del
golpe. Antes se quiere vender la idea de que un estado de necesidad
crea las condiciones objetivas para una intervención militar: terrorismo,
descontrol de las autonomías, paro, etc. Después del golpe se pone en
circulación la idea de que gracias al 23 de febrero la clase política española
recapituló y recondujo sus pasos hacia una situación más o menos tolerable cómo
la actual. Ergo los encausados en este proceso son patriotas que han logrado un
bien para el país. No se debe cargar la mano sobre tales caballeros, tan
proclives al sacrificio personal.
Todo ello encierra una falacia más en este
juicio. La cúspide de los 33 encausados ha tenido que responder a preguntas
sumariales sobre cómo tenían previsto acabar con el desempleo, el terrorismo o
el sentimiento autonómico. No saben, no contestan es la resultante
mayoritaria a esta interrogante. No podía ser de otra manera cuando el
terrorismo reciente nace en España bajo los últimos años del régimen franquista
y cuando el paro -paliado por Franco y una administracción tecnócrata en base a
tina dolorosa emigración masiva- se acrecienta, como en todo el Occidente
desarrollado, por una crisis energética disociada de la bondad o maldad de las
opciones políticas.
Así, para un grupo de militares los problemas
contemporáneos que afectan al Occidente industrial se diluyen como un
azucarillo ante los supuestos efectos taumatúrgicos de un sable colocado encima
de la mesa. Obviamente hay algo más que todo eso: la visceral incomprensión de
Milans sobre las bondades de la democracia y la adscripción de su monarquismo a
las tesis de un Eugenio Vegas Latapié (Carlos I contra Carlos III), a más de la
proximidad del 23 de febrero a su pase a la situación B y su no entrada
en la historia de España, o el mesianismo de Armada, autoconsiderado como
hombre-remedio para los males y sinsabores del siglo XX.
Pero antes y después del golpe hay más tesis
de febrero. Una es la que se esfuerza por destacar a toda costa la nobleza
personal, el cociente intelectual y la profesionalidad de estos hombres que
ahora se juzga. Nadie ha negado sus cualidades personales. Cuando ha venido a
cuento recordarlas así se ha hecho y para nada afectabn al desarrollo de lo que
se enjuicia. Pardo Zancada -ese mito a crear- es inteligente y humanamente
valioso. ¿Y qué?. Por ello es más culpable de no haber obedecido las órdenes de
su Rey. Nunca la deficiencia intelectual ha sido tenida por agravante de las
conductas. A mayor discernimiento, mayor culpabilidad.
En esta teoría de despropósitos ha llegado a
considerarse los buenos resultados logísticos de la ocupación de Valencia por
Milans y el éxito táctico de Tejero al ocupar un Congreso. Sobre esto cabe toda
una traslación, nada irónica, sobre las páginas de sucesos de los diarios.
Cabría, si así son las cosas, escribir sobre la limpieza del navajazo que acabó
con un ciudadano o sobre la acertada puntería del pistolero de turno. Los
delitos también tienen su técnica y su arte -por supuesto-, pero siguen siendo
delitos.
¿Ha mejorado este país tras la barbaridad de
febrero?. Hemos perdido el crédito internacional acumulado en los cinco años
anteriores que nos reputaba de país civilizado, el vídeo de Tejero en el
Congreso ha recorrido el mundo dificultando nuestra financiación y abundando en
la imagen de una España retrasada y tercermundista. Ha empobrecido el horizonte
de esta sociedad ante el, tan falso como lógico, sentimiento común de amenaza
militar. Ha escarbado en el foso entre sociedad civil y estamento castrense.
Hace falta villanía, egoísmo e insensatez para dar por buena la tesis de que el
23 de febrero ha aportado algo bueno a este país.
Ciñéndonos al juicio madrileño de Campamento, no
debemos perder de vista que -excepción hecha de Armada- no se enjuician
conductas, sino graduación de las mismas. Tejero y sus guardias ocuparon y
secuestraron el Congreso. Eso no hay que demostrarlo, se sabe. Milans y su equipo
de Valencia pusieron a esta sociedad a un brete de la guerra civil. Y no
les sirve de excusa una pretendida lealtad al Rey. La Constitución se encuentra
por encima de la figura del monarca, a quien, así, han traicionado doblemente.
Las anteriores son las perspectivas políticas -y
hasta éticas- que no deben olvidarse. Los últimos días y los próximos, en el
obligado seguimiento procesal del juicio, continuaremos reflexionando sobre el
alcance de cada responsabilidad concreta. Pero en ningún caso sería inteligente
caer en la creencia de Armada, expresada ante testigos tras uno de sus careos
con Milans: "Aquí lo que hace falta es un hombre con imaginación para
resolver todo este embrollo". Embrollo hay, sin duda, pero lo que aquí
entendemos por pasteleo desde Martínez de la Rosa a nuestros días no
cabe a estas alturas. Este no debe ser un proceso contra el ejército ni un
proceso contra el sistema democrático. Debe ser un juicio en el que además de
dilucidar responsabilidades concretas se evidencie la capacidad de una
comunidad libre para erradicar un síndrome militar, de origen muy
sectorizado y que pesa sobre esta sociedad desde la pérdida de las colonias y, con
mayor intensidad, desde el ocultamiento del informe del general Picasso
mediante el golpe militar de Primo de Rivera.
Sigue el proceso, caben fundadas esperanzas de
que sea devuelta su acreditación al director de Diario- 16 y -para qué
lo vamos a olvidar- no faltan las expectativas agoreras sobre nuevos incidentes
procesales y extraprocesales, destinados no a influir en el juicio sino a calentar
su clima. No por ello los que han hecho lo que hicieron -colocarnos al borde de
una confrontación civil- encontrarán una mejor comprensión ciudadana o una
exculpación judicial. El día a día del proceso, que nos adentra en los detalles
conspirativos, no puede borrar los orificios en el estuco del Congreso o los
desperfectos en el asfalto de las calles de Valencia. Ni el miedo generalizado
de aquella noche de febrero. No hay otra tesis.
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