11/9/83

Persona non grata (11-9-1983)

Hace una semana, un equipo de TVE que regresaba de Chile de entrevistar al general Augusto Pinochet comentaba en Buenos Aires cómo el gran dictador sólo autorizó tres preguntas y que, ante la impertinencia de una cuarta, se levantó airado y abandonó el despacho atropellando el tinglado de los focos. El presidente de la República de Chile parece cada vez más como un orate con galones.El canciller francés le tildó hace meses de "maldición para su pueblo"; Rodolfo Seguel, líder de los obreros chilenos del cobre -democristiano conservador, moderado-, acaba de reputarlo de "dictador absurdo, obcecado y anacrónico", con tal tino intelectual que ha ido a parar de nuevo a la cárcel. Una piadosa alusión a su probable demencia, dos meses antes de que ocupara la capital de su país con una desmesurada fuerza operativa y ordenara disparar contra las ventanas generando una matanza, ha motivado que el homicida declarara persona no grata a un enviado especial de EL PAIS.

El personalismo del gran dictador es la clave de la vida chilena; y, para desgracia del pueblo chileno, el general Pinochet tiene además un ego quebradizo necesitado de continua reafirmación. Así, no puede mover a extrañeza que el embajador estadounidense en Santiago haya desmentido con tanta tardanza sus apreciaciones privadas sobre Pinochet ("es un hombre que miente a todos y cree que todos le mienten"), recogidas solventemente por el periódico. Un periodista puede esperarlo casi todo de la vida, menos una cosa: que un diplomático en ejercicio admita un comentario desfavorable para el jefe del Estado ante el que se encuentra acreditado, deslizado de un oído amigo. Y menos si el diplomático es James Theberge -viejo experto en dictaturas latinoamericanas- y el jefe del Estado aludido es el "loco de la Moneda".

La imagen del rencor

Sólo cabría reprocharle al embajador Theberge un exceso de celo profesional al poner en duda ante la Prensa internacional la seriedad de un periódico que se ha molestado en publicar los nombres y direcciones de los menores de edad o amas de casa asesinados el 11 de agosto en Santiago y para quienes el diplomático no ha tenido una palabra de piedad.

Pero el trato con el gran dictador exige estos y otros sacrificios. No es un capricho de la oposición su insistencia en la renuncia del general Pinochet. La Democracia Cristiana chilena, exageradamente posibílista, pactaría con el demonio la restitución de la democracia en su país, si el demonio estuviera en sus cabales, pero este no es el caso. El general de aviación (retirado) Gustavo Leigh, triunviro del golpe de hace 10 años, declara a los periodistas que le citan que volvería a, bombardear la Moneda una y mil veces, pero que abomina del general Pinochet, que ha destruido algo más que un hermoso palacio colonia¡. Su sustituto al frente de la fuerza aérea, el general Matthei, se ha negado a que sus tropas participen en otra demencial ocupación de Santiago como la de agosto. Esto es lo que opinan los aviadores en un país en el que, hace ahora 10 años, los detenidos rezaban para ser interrogados por el ejército o la marina ante el fanatismo cruel de la aviación.

El mayor fascista de los generales chilenos sustituiría para bien a Pinochet y establecería un calendario de libertad con la oposición, más o menos largo, plegándose a la historia, a la terquedad de la economía, al sentido común, a la lógica, a la voz de los barrios burgueses de Santiago. Pinochet es otra cosa, habla constantemente de su destino y manifiesta constantemente su odio hacia la izquirda; no sólo quiere derrotar a sus enemigos, se complace en causarles dolor. Videla, Galtieri, Stroessner, toda la laya de los espadones del Cono Sur, son aspirantes a César Borgia, ahítos de sangre, pero pícaros, corruptos, ambiciosos, en una dimensión siempre humana que admite cierta comprensión. Pinochet no pertenece a esa raza de hombres; es la imagen del rencor, hacia los demás y hacia sí mismo, en estado puro.

Quince horas con la policía

Y, ante este horizonte, las peripecias de una persona no grata en el aeropuerto internacional Comodoro Arturo Merino, de Santiago, son desdeñables. Por más que 15 horas compartidas con la policía política chilena aporten materiales para un libreto tragicómico: la sorpresa al advertir por el pasaporte que el periodista había entrado legalmente en el país después de la prohibición; la estupefacción al comprobar que las computadoras de froritera le buscaban por la "P" de su segundo apellido, en el entendimiento de que Martín era un nombre; la vigilancia correcta pero constante y hosca; las preguntas de siempre, sin respuesta ("¿Qué ha hecho usted contra Chile para que le prohíban la entrada)"?; el empeño en expulsar al periodista hacia Nueva York o, como concesión, hacia Montevideo, antes que regresarle a su lugar de origen; y el telefonazo posterior de un policía a Santigo, detallando sus dalos, el cansancio, la suciedad, el sueño...

Más de 15 horas después de su arribo, dos miembros de la Policía de Investigaciones chilena y personal de tierra de Iberia acompañan a la persona no grata hasta las escalerillas del jumbTirso de Molina, que acaba de tomar tierra. Aún faltan tres cuartos de hora para que embarque el pasaje, y la tripulación reconforta al periodista hasta las lágrimas y hasta el rubor por lo mezquino de su aventura junto a las verdaderas odiseas de sus amigos chilenos.

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