En los primeros nubarrones de nuestra ominosa guerra civil (la
última de las muchas que hemos tenido) el general Goded se hizo fácilmente con
las Baleares y, recibiendo noticia de que los anarquistas hacían fracasar la
rebelión en Barcelona, tomó un hidroavión rumbo a la incertidumbre de la Ciudad
Condal. El mismo día de su llegada se rindió por radio ante la desproporción de
fuerzas. En el buque-prisión “Uruguay” le formaron consejo de guerra sumarísimo
siendo en justicia condenado a muerte. Camino del castillo de Montjuich un
guardia civil de escolta le golpeó inadvertidamente con la culata del fusil: ”Cuidado
que todavía soy general”. Fue una
ignominia que permitieran a una turba bajar a los fosos para presenciar la
ejecución. La última voluntad del reo fue un cigarrillo, pero no lo fumó sino
que dejó crecer tiesa la ceniza para demostrar que no le temblaba la mano.
Cuatro años después bajaba al mismo foso Lluis Companys quien pidió descalzarse
para morir pisando con los pies desnudos tierra catalana. Refugiado en la
Francia ocupada por los nazis su hija, intentó llevárselo a México pero no
quiso abandonar a otro hijo internado en París con un problema cerebral,
cayendo en manos de la Gestapo. Décadas después el alcalde barcelonés, José
María de Porcioles, visitó a Franco como peticionario: “Excelencia, los
barceloneses miran hacia Montjuich con prevención, como algo amenazante; ¿por
qué no le regala el castillo a la ciudad?”.
Como siempre el general no dijo nada pero al día siguiente ordenó a su
Ministro del Ejército que transfiriera la fortaleza a la ciudad. Hicieron un
parque. Sé que los juicios de intenciones son una grosería intelectual, pero
resulta irresistible contemplar a Artur Mas y no advertir su acusada pose de la
estatua que aspira a ser tras alcanzar alguna suerte de martirologio. José
María Aznar es tan obvio que hay quien no le entiende cuando pide aplicar la
ley al que la vulnere. Eso para Mas es
anticuado, pasado de moda y desfasado, tal como el vestuario y el peinado del
Molt Honorable. Lamentando la frustración de sus aspiraciones a los altares
sacrificiales nadie va a meter en la cárcel a Artur Mas, a menos que le
sorprendan in fraganti con la pistola humeante en la mano, como nadie va a
ponerle una mano encima a menos que sea uno de esos Mossos de Esquadra que la
tienen demasiado larga. Jamás se repetirá la parafernalia cainita de los fosos
de Montjuich y lo peor que le puede ocurrir al hombre que quería ser estatua es
la vergonzante entrega de su despacho al delegado del Gobierno. En el colmo de
la maldad podríamos obsequiar a Mas con una confortable villa en Tarragona, por
ser la provincia catalana menos secesionista. No habrá estatua aunque eyecte
heroicamente el mentón. Ni siquiera bajorrelieve.
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