En “Otra vuelta de tuerca” de Henry James los protagonistas no son
la institutriz o los niños esquivos e inquietantes sino la pareja de muertos
que rememoran sus amores en el templete del lago. Un joven, Ramón Baglieto
Martínez, caminaba por su pueblo de Azcoiti cuando vio a una mujer desavisada
intentar cruzar la calzada con un bebé
en brazos mientras un camión se dirigía a ella a buena velocidad. La madre
murió tras el impacto inevitable pero Ramón saltó en el aire como un atleta
recogiendo el rebujo de pañales como una pelota de rugby y rodando por el suelo
protegiéndolo con su cuerpo. Ni fue un héroe ni lo pensó: el suyo era un
reflejo instintivo. Pasados los años aquel bebé predestinado a la muerte
temprana no se hizo caballerito de Azcoítia como los ilustrados que retrataba
Pío Baroja sino un asesino de ETA. Estando al cabo de la calle, como todo el
pueblo, de su suceso el neonato, siguió el coche de Baglietto en una noche
lluviosa hasta un puerto seco donde se puso a su altura y de ventanilla a
ventanilla le vació el peine de un subfusil.
El salvador acabó contra un árbol
y el salvado se apeó para darle con una pistola un innecesario y ritual tiro de
gracia en la nuca. Los psicoanalíticos traerán a colación la necesidad de
“matar al padre”, pero para Sigmund Freud este solo sería el impulso animalesco
de desplazar al macho alfa de la manada al que destronan genéticamente (pero no
los matan) ni a los de su género y especie. La interpretación de la secta como
Tótem más poderoso que el Tabú tiene sus resquebrajaduras porque Baglieto era
concejal de UCD, el partido que, junto a otros, había arado el surco de la
dictadura a la democracia y concedido tres amnistías preconstitucionales que
excarcelaron a todos los etarras y permitieron el regreso de los expatriados.
El asesinato político no existe como variante
de la conciencia humana, pero el
crimen de Azcoitia no cabía ni en la mente de un nihilista ruso de San
Petersburgo a mediados del siglo XIX. Nuestro Raskolnikov, Kándido Azpiazu, Beristaín,
fue condenado a 49 años y dos meses, siendo liberado gentilmente a los diez
años. Regresó triunfante a Azcoitia y no se le ocurrió otra que abrir una
cristalería en los bajos de la vivienda de Pilar Elías, la viuda con dos
huérfanos de Baglietto, y cuando la cruzaba cada día en el zaguán la infería
desdenes y vejámenes.
El extraño caso de Kándido Azpiazu es otra vuelta de tuerca
paradigmática que nos obliga a los muertos que habitan entre nosotros y hacen
inevitable la pregunta: ¿de que se ríe Inés del Río?. Los misóginos han
impuesto la falsedad de que la prostitución femenina es el oficio más antiguo
del mundo, cuando en sus inicios fue una dedicación sagrada. El oficio bíblico
primigenio es el de asesino con quijada, siendo Caín desterrado al Este de la
Mesopotamia, una suerte de cadena perpetua no revisable. Lo que solivianta a la
sociedad y a las víctimas no es tanto la doctrina de Estrasburgo como la
“doctrina Inés del Río” y la normalización intelectual del asesinato como
pretexto de una acción política que se considera interpretable como si fuera la
ley de la gravedad y que desmenuza la más pequeña empatía con la vida humana.
Azpiazu asesina pero conceptúa a sus víctimas como menos que cosas
despreciables y por ello no tiene reparo en despreciarlas como incapaces de
sentir dolor. A la postre puede ser irrelevante que la multi asesina que nos
ocupa cumpla cuatro años más o menos; lo que eriza el cabello es su serena
convicción expresada de que estas cosas (su vida) contribuyen al avance de la sociedad.
Una Albania etnicísta en el Cantábrico, a lo Henver Hodxa,¿ merece matar y
mutilar a personas que ni siquiera conoces, dejando un reguero de sufrimiento
entre los vivos¿. Toda la inhumanidad del sovietismo terminó en Vladimir Putin,
y la barbarie nazi en Angela Merkel. Inés del Río dice haber estudiado
Periodismo y Derecho, dado que en Criminología se había doctorado a sí misma;
debiera haber cursado Historia para comprender la futilidad de la sangre. El
misterio de Atila no reside en la inexplicable detención de sus hordas de hunos
ante el Papa de Roma sino en su insatisfecha crueldad: no construyó nada ni
dejó legado alguno. Solo es recordado por su capacidad de destrucción. Es un
dato empírico que en la democracia española son las diferentes izquierdas las
que se han quedado con el 99% de los asesinatos. Les preocupa tanto la
ultraderecha por si les quita el podio. La sonrisa heladora de del Río nos
recuerda que vivimos entre lobos bípedos y justificadores de la podrida tesis
leninista de que la violencia es la partera de la Historia.
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