28/4/82

O César o nada (28-4-1982)

La vista de la causa que se sigue contra los procesados por el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 se reanudó ayer, con la lectura de las conclusiones definitivas del fiscal, general togado José Claver. Este consumió toda la jornada en la exposición de sus conclusiones, que no difieren sustancialmente de sus acusaciones anteriores. El fiscal desmontó los argumentos tendentes a implicar al Rey, apoyándose entre otras cosas en los datos que indican que la conspiración estaba en marcha antes de que se uniera a ella el general Armada. Hoy seguirá la vista.

Serían ya cerca de las seis de la tarde. El fiscal, general de la Armada José Manuel Claver, dio comienzo a sus peticiones definitivas de pena. En ese mismo momento el teniente general Gómez de Salazar, que preside interinamente esta causa, se puso en pie; con él toda la Sala, por primera vez en esta unanimidad de respeto ante las sanciones que solicita el representante de la Sociedad. Los periodistas tomaban notas de pie y precariamente; algunos familiares lloraban; el respeto al momento procesal fue absoluto; y un punto de emoción se produjo en todos. Treinta años para Milans del Bosch, Armada y Tejero, como cabezas de la conspiración y en pena única; quince años para Torres Rojas, San Martín, Ibáñez Inglés y Pardo Zancada; doce para Manchado y Cortina;... etcétera.Desde por la mañana se especulaba en los corrillos campamentales que el fiscal mantendría las peticiones de sus conclusiones provisionales. No obstante, algunos encausados (o al menos sus familiares) confiaban aún en rebajas procesales de última hora. La tabulación final de penas pedidas por el fiscal ha sido, si no sorprendente, sí extraña -máxime cuando no ha desglosado cada delito de cada, encausado-. Al general Torres Rojas le ha rebajado cinco años de petición, tres años al coronel Manchado (el jefe que facilita los guardias a Tejero), dos años al teniente coronel Mas (ayudante de Milans), un año al capitán Dusmet (acaba de remitir una carta a sus compañeros de promoción en la que aduce que este es un juicio políticoy pone a pan pedir a parte de la Prensa), otro año menos para el capitán Alvarez Arenas, otro menos para Pascual Gálvez, tres años menos para el capitán Batista (el Garcilaso, amigo de los periodistas, que se presenta con sus hombres en una emisora de radio madrileña), un año menos para el capitán Abad, otro menos para el capitán Lázaro, un año más (de seis a siete) para el capitán Muñecas y, en línea descendente sobre las supuestas responsabilidades, una rebaja lineal de un año para el resto de los implicados. Las previsiones están cumplidas.

Sólo el capitán Batista puede terminar salvando la carrera, si el tribunal es clemente. De él para abajo (y en algunos casos para arriba) puede darse el caso de otros jefes y oficiales que salven sus guerreras: todos los tenientes de la Guardia Civil y, acaso, el capitán de navío Camilo Menéndez, aunque sólo sea por no agraviar a la Armada, siendo precisos jurídicamente con un asunto a la postre menor.

La clave de esta petición fiscal reside en las tres peticiones de pena única: es la pena que suple a la capital. En la antigua pena de muerte (hoy solo válida para tiempo de guerra) no cabían grados, obviamente. En su sustituta -la pena única-, tampoco. Cómo cabecillas de la rebelión militar o son condenados Milans, Armada y Tejero a treinta años de reclusión o no son condenados a nada y se les tiene por inocentes. (Bien que podrían ser culpados de otros delitos). Fue ésta una figura contestada durante la reforma del Código de Justicia Militar y que puede ahora encontrar su contestación práctica: hete aquí desde ayer a tres hombres que por su edad y gobierno ya no tienen nada que perder, desde el momento en que un fiscal solicita para ellos treinta años con sobrados argumentos jurídicos y sin posibilidad de recurrir a atenuantes. Ya son tres hombres de los que cabe esperar cualquier reacción.

Ha cambiado el clima de Campamento y no sólo por el frío. Las expectativas familiares son sombrías y ahora el tema de conversación reside en los ocho dias hábiles -hacia el filo del siete de Mayo- que tiene el Tribunal para acordar una sentencia. El número impar de sus miembros -diecisiete- se ha roto con la enfermedad del Presidente, Luis Alvarez Rodríguez, pero no obstaculizara la sentencia, dado que el presidente (en este caso, en funciones) siempre tiene voto de calidad.

A partir de hoy expondrán sus conclusiones definitivas las defensas, comenzando por la de Milans. Después intervendrán los defensores militares, y finalmente cada encausado aducirá en su favor lo que tenga a bien. Algunos comentarios tenían por bueno que el Consejo se reuniera en algún parador de los alrededores de Madrid; sobre tal reunión no existen normas establecidas y el Presidente puede reunir su Consejo donde quiera y como quiera. El sabrá. Si sobre algún encausado no existe mayoría simple respecto a la pena a aplicar, la mayor se suma a la menor. Por ejemplo: si reunido el Consejo, de los dieciséis votos, siete son favorables a una pena elevada para un encausado y sólo seis optan por una pena menor -los tres restantes se abstendrían-, la sentencia se inclina por esta última, sumando para sí los siete votos más graves.

Todo el día ha sido del fiscal. Este ha sido su gran día y debe ser analizado. El fiscal Claver es un hombre que nos había acostumbrado en dos meses de causa a su brillantez inquisitorial (del que inquiere). Muchos periodistas (muy lejanos en la Sala de su mesa) ni le conocen físicamente. Pero la megafonía ya nos tenía acostumbrados a su tono amable, entrecortado en ocasiones, nunca hiriente, pero inquisitivo, y, en cualquier caso, a esa frase repetida hasta la saciedad -...le habla el Fiscal"- que hasta los interrogados escu chaban sobresaltados como si la voz en cuestión surguiera milagro samente de una pared. Durante dos meses hemos escuchado, en defintiva, la voz del fiscal. Ayer (no se como explicarlo) hemos escu chado algo menos. Para empezar, el fiscal Claver poco menos que pidió excusas por ejercer su función, aludiendo a lo penoso de su tarea (representar los intereses del Estado y la sociedad) y saludando al presidente saliente, al entrante y a sus compañeros togados de la defensa. Como cortesía procesal es tuvo bien, en el entendido de que en materia de buenas costumbres ningún exceso es excesivo. Acaso, por el resto de su larga intervención, se echará en falta mayor entusiasmo audible, oratorio, por la defensa de las libertades públicas presuntamente puestas en precario por los procesados. Pero bien es verdad que lo mejor es enemigo de lo bueno. Nadie pone en duda que el informe fiscal es jurídica mente irreprochable y que ha ter minado por desmochar las tesis relativas al Estado de necesidad y a la obediencia debida. Tal es así que algunos letrados de la defensa no ocultaban,ayer tarde su necesidad de reformar sus propios escritos tras las palabras del general Claver. Acaso quepa reprochar a la fiscalía el no hablar para la galería, como puede que a partir de hoy hable buena parte de la defensa. Y en el reproche informativo se in cluye a unos servicios de informa ción del Estado tan torpes como para no prever que los informes de los defensores serán filtrados sin rubor; en tanto el informe del fiscal, pletórico de matices a estudiar, esperara el sueño de los justos o el término del proceso judicial para ver la luz al completo. La igualdad de oportunidades, pero al revés, o el condenado por desconfiado.

Por lo demás es de destacar la defensa que del papel del Rey ha hecho el Fiscal. Mejor dicho: su descalificación de las abusivas atribuciones que los golpistas hicieron de la figura de Sus Majestades. Deshizo la trama en tres movimientos:

1.-Cronólogicamente no se podía utilizar al Rey. Hasta el 10 de enero de 1.981 no empiezan -según el sumario- a hablar del Rey Armada y Milans, y desde meses antes la conspiración ya está en marcha.
2.-Armada es el último referente de unas referencias que al final niega. Puede que el Rey le hiciera comentarios políticos -el Rey no es mudo y es poseedor de opiniones-, pero nadie, fuera de Armada (que además lo niega) aduce en esta causa que el Rey aspírara a modificar el curso normal de la vida política del país.

3.-Ninguno de los conjurados, pese a sus posibilidades de conexión con el Rey -institucionales y personales- intentó la menor confirmación de tan aventurada idea.

Todo ello sin contar con el papel -dramático- de un Rey que aquella noche se dirige por radio y televisión a todo el país (y, por descontado, a sus generales) exigiendo el respeto a los poderes constitucionales, y que es desobedecido por las cabezas de la actual línea de encausados en Campamento.

En suma: buen informe fiscal, lleno de enjundia en su fondo jurídico, y falto del entusiasmo hacia la galería que se espera de los informes de muchas defensas. Bien es cierto que el Fiscal (general, a la postre) no desea herir a compañeros suyos de armas, por más que se vea obligado a hacer justicia; acaso ignore que ya sus compañeros de armas -por supuesto que algunos- están echando sus galones a los lobos en el mismo patio de Campamento, aduciendo ascensos y prebendas mal adquiridos.No es de extrañar: en este malhadado patio de armas la difamación y el malentendido tienen su capilla para todos; incluidos los más torpes, que parecen ser algunos periodistas.

En 1.975 este cronista bajaba las desvencijadas escaleras de Iberia en El Aaiún. Abierta la portezuela del aparato que tan pocos y sospechosos pasajeros transportaba desde Las Palmas de Gran Canaria, una bofetada de aire caliente nos amilanó. A continuación, mientras un tal comandante Sandino, que me recibía, daba instrucciones sobre el equipaje y el destino en aquella ciudad de aluvión y frontera, el sirocco -arena finísima que busca hasta el último repliegue de la piel-, y le cafard-esa locura que sólo puede darse en el desierto-, cayeron sobre los desolados y bogartianos -"Casablanca", "Casablanca"-, pasajeros de aquel vuelo extraño amenazado por la marcha verde marroquí. Llegados a la capital del Sahara solo había un destino: la plaza. A un lado el Gobierno General, a otro la residencia del Gobernador. Y cruzando la plaza la primera visión -al menos la mía- fue la de un general arrogante, vestido de chaleco de antílope con el pecho y los brazos al aire, sin armas, enjuto, personaje de Jean Lartegy, golpeteando la bota con un pequeño látigo, mirando al frente y charlando con los saharahuis que se le cruzaban en aquella plaza. Te quedabas parado ante aquella imagen llena de chulería imperial y de valor personal. Despues oías a lo lejos unos redobles y por una calle lateral se te presentaba, como de improviso, una bandera del Tercio, con un carnero marcando el paso en primera fila. Venían a la plaza de El Aaiun a arriar la bandera y los saharuis se retrepaban sobre las aceras medrosamente. Pensaras lo que pensaras te llenabas de un falso orgullo. La caída mental del europeo fácilmente colonialista. (¡Aquel Tercio Juan de Austria que se negó a arriar la bandera en el Sahara, taló el mastil, y se lo llevó a las Canarias!). Pues de aquel cafard de barato colonialismo decimonónico uno de los generales que tuvieron claro lo que había que hacer fue el de la plaza y la fusta: Gómez de Salazar, gobernador general entonces, artífice de la buena retirada de nuestras tropas.

Nada tiene que envidiar su carrera a la de Milans, ni en medallas, ni en campañas. Y Gómez de Salazar es anterior en el empleo al ex-capitan general de Valencia. Además presidió el consejo de guerra contra los militares de la UMD y, acabará firmando las sentencias contra los militares del 23 de febrero. En ese equilibrio está el final de sus servicios al Estado. Puede que por todo lo anterior haya sustituido a un buen príncipe del Ejército, como Alvarez Rodríguez, que ha llevado sobre su úlcera sangrante lo peor de este juicio, y que lo ha hecho con gallardía, con prudencia, con honor y con habilidad. Mas no se podía hacer, aunque se pueda hacer otra cosa en el futuro.

Pero, ahora, la historia que interesa es la del comienzo: tres jefes de nuestro Ejército que afrontan en justicia el lema borgiano de Aut Cesar, aut nihil; o treinta años o nada. Peor suerte tuivieron otros centuriones.


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