La vista de la causa que se
sigue contra los procesados por el intento de golpe de Estado del 23 de febrero
de 1981 se reanudó ayer, con la lectura de las conclusiones definitivas del
fiscal, general togado José Claver. Este consumió toda la jornada en la
exposición de sus conclusiones, que no difieren sustancialmente de sus
acusaciones anteriores. El fiscal desmontó los argumentos tendentes a implicar
al Rey, apoyándose entre otras cosas en los datos que indican que la
conspiración estaba en marcha antes de que se uniera a ella el general Armada.
Hoy seguirá la vista.
Serían ya cerca de las seis
de la tarde. El fiscal, general de la Armada José Manuel Claver, dio comienzo a
sus peticiones definitivas de pena. En ese mismo momento el teniente general
Gómez de Salazar, que preside interinamente esta causa, se puso en pie; con él
toda la Sala, por primera vez en esta unanimidad de respeto ante las sanciones
que solicita el representante de la Sociedad. Los periodistas tomaban notas de
pie y precariamente; algunos familiares lloraban; el respeto al momento
procesal fue absoluto; y un punto de emoción se produjo en todos. Treinta años
para Milans del Bosch, Armada y Tejero, como cabezas de la conspiración y en pena única; quince años para Torres Rojas, San
Martín, Ibáñez Inglés y Pardo Zancada; doce para Manchado y Cortina;...
etcétera.Desde por la mañana se especulaba en los corrillos campamentales que
el fiscal mantendría las peticiones de sus conclusiones provisionales. No
obstante, algunos encausados (o al menos sus familiares) confiaban aún en
rebajas procesales de última hora. La tabulación final de penas pedidas por el
fiscal ha sido, si no sorprendente, sí extraña -máxime cuando no ha desglosado
cada delito de cada, encausado-. Al general Torres Rojas le ha rebajado cinco
años de petición, tres años al coronel Manchado (el jefe que facilita los
guardias a Tejero), dos años al teniente coronel Mas (ayudante de Milans), un
año al capitán Dusmet (acaba de remitir una carta a sus compañeros de promoción
en la que aduce que este es un juicio políticoy
pone a pan pedir a parte de la Prensa), otro año menos para el capitán Alvarez
Arenas, otro menos para Pascual Gálvez, tres años menos para el capitán Batista
(el Garcilaso, amigo de los periodistas, que se
presenta con sus hombres en una emisora de radio madrileña), un año menos para
el capitán Abad, otro menos para el capitán Lázaro, un año más (de seis a
siete) para el capitán Muñecas y, en línea descendente sobre las supuestas
responsabilidades, una rebaja lineal de un año para el resto de los implicados.
Las previsiones están cumplidas.
Sólo el capitán Batista
puede terminar salvando la carrera, si el tribunal es clemente. De él para
abajo (y en algunos casos para arriba) puede darse el caso de otros jefes y oficiales
que salven sus guerreras: todos los tenientes de la Guardia Civil y, acaso, el
capitán de navío Camilo Menéndez, aunque sólo sea por no agraviar a la Armada,
siendo precisos jurídicamente con un asunto a la postre menor.
La clave de esta petición fiscal
reside en las tres peticiones de pena
única: es la pena que suple
a la capital. En la antigua pena de muerte (hoy solo válida para tiempo de
guerra) no cabían grados, obviamente. En su sustituta -la pena única-, tampoco. Cómo cabecillas de la rebelión
militar o son condenados Milans, Armada y Tejero a treinta años de reclusión o
no son condenados a nada y se les tiene por inocentes. (Bien que podrían ser
culpados de otros delitos). Fue ésta una figura contestada durante la reforma
del Código de Justicia Militar y que puede ahora encontrar su contestación
práctica: hete aquí desde ayer a tres hombres que por su edad y gobierno ya no
tienen nada que perder, desde el momento en que un fiscal solicita para ellos
treinta años con sobrados argumentos jurídicos y sin posibilidad de recurrir a
atenuantes. Ya son tres hombres de los que cabe esperar cualquier reacción.
Ha cambiado el clima de
Campamento y no sólo por el frío. Las expectativas familiares son sombrías y
ahora el tema de conversación reside en los ocho dias hábiles -hacia el filo
del siete de Mayo- que tiene el Tribunal para acordar una sentencia. El número
impar de sus miembros -diecisiete- se ha roto con la enfermedad del Presidente,
Luis Alvarez Rodríguez, pero no obstaculizara la sentencia, dado que el
presidente (en este caso, en funciones) siempre tiene voto de calidad.
A partir de hoy expondrán
sus conclusiones definitivas las defensas, comenzando por la de Milans. Después
intervendrán los defensores militares, y finalmente cada encausado aducirá en
su favor lo que tenga a bien. Algunos comentarios tenían por bueno que el
Consejo se reuniera en algún parador de los alrededores de Madrid; sobre tal
reunión no existen normas establecidas y el Presidente puede reunir su Consejo
donde quiera y como quiera. El sabrá. Si sobre algún encausado no existe
mayoría simple respecto a la pena a aplicar, la mayor se suma a la menor. Por
ejemplo: si reunido el Consejo, de los dieciséis votos, siete son favorables a
una pena elevada para un encausado y sólo seis optan por una pena menor -los
tres restantes se abstendrían-, la sentencia se inclina por esta última,
sumando para sí los siete votos más graves.
Todo el día ha sido del
fiscal. Este ha sido su gran
día y debe ser analizado. El
fiscal Claver es un hombre que nos había acostumbrado en dos meses de causa a
su brillantez inquisitorial (del que inquiere). Muchos periodistas (muy lejanos
en la Sala de su mesa) ni le conocen físicamente. Pero la megafonía ya nos
tenía acostumbrados a su tono amable, entrecortado en ocasiones, nunca
hiriente, pero inquisitivo, y, en cualquier caso, a esa frase repetida hasta la
saciedad -...le habla el Fiscal"- que hasta los interrogados escu chaban
sobresaltados como si la voz en cuestión surguiera milagro samente de una
pared. Durante dos meses hemos escuchado, en defintiva, la voz del fiscal. Ayer (no se como explicarlo) hemos
escu chado algo menos. Para empezar, el fiscal Claver poco
menos que pidió excusas por ejercer su función, aludiendo a lo penoso de su
tarea (representar los intereses del Estado y la sociedad) y saludando al
presidente saliente, al entrante y a sus compañeros togados de la defensa. Como
cortesía procesal es tuvo bien, en el entendido de que en materia de buenas
costumbres ningún exceso es excesivo. Acaso, por el resto de su larga
intervención, se echará en falta mayor entusiasmo audible, oratorio, por la
defensa de las libertades públicas presuntamente puestas en precario por los
procesados. Pero bien es verdad que lo mejor es enemigo de lo bueno. Nadie pone
en duda que el informe fiscal es jurídica mente irreprochable y que ha ter
minado por desmochar las tesis relativas al Estado
de necesidad y a la obediencia debida. Tal es así que algunos letrados de la
defensa no ocultaban,ayer tarde su necesidad de reformar sus propios escritos
tras las palabras del general Claver. Acaso quepa reprochar a la fiscalía el no
hablar para la galería, como puede que a partir de hoy hable buena parte de la
defensa. Y en el reproche informativo se in cluye a unos servicios de informa
ción del Estado tan torpes como para no prever que los informes de los
defensores serán filtrados sin rubor; en tanto el informe del fiscal, pletórico
de matices a estudiar, esperara el sueño de los justos o el término del proceso
judicial para ver la luz al completo. La igualdad de oportunidades, pero al
revés, o el condenado por desconfiado.
Por lo demás es de destacar
la defensa que del papel del Rey ha hecho el Fiscal. Mejor dicho: su
descalificación de las abusivas atribuciones que los golpistas hicieron de la
figura de Sus Majestades. Deshizo la trama en tres movimientos:
1.-Cronólogicamente no se
podía utilizar al Rey. Hasta el 10 de enero de 1.981 no empiezan -según el
sumario- a hablar del Rey Armada y Milans, y desde meses antes la conspiración
ya está en marcha.
2.-Armada es el último
referente de unas referencias que al final niega. Puede que el Rey le hiciera
comentarios políticos -el Rey no es mudo y es poseedor de opiniones-, pero
nadie, fuera de Armada (que además lo niega) aduce en esta causa que el Rey
aspírara a modificar el curso normal de la vida política del país.
3.-Ninguno de los
conjurados, pese a sus posibilidades de conexión con el Rey -institucionales y
personales- intentó la menor confirmación de tan aventurada idea.
Todo ello sin contar con el
papel -dramático- de un Rey que aquella noche se dirige por radio y televisión
a todo el país (y, por descontado, a sus generales) exigiendo el respeto a los
poderes constitucionales, y que es desobedecido por las cabezas de la actual
línea de encausados en Campamento.
En suma: buen informe
fiscal, lleno de enjundia en su fondo jurídico, y falto del entusiasmo hacia la
galería que se espera de los informes de muchas defensas. Bien es cierto que el
Fiscal (general, a la postre) no desea herir a compañeros suyos de armas, por
más que se vea obligado a hacer justicia; acaso ignore que ya sus compañeros de
armas -por supuesto que algunos- están echando sus galones a los lobos
en el mismo patio de Campamento, aduciendo ascensos y prebendas mal
adquiridos.No es de extrañar: en este malhadado patio de armas la difamación y
el malentendido tienen su capilla para todos; incluidos los más torpes, que
parecen ser algunos periodistas.
En 1.975 este cronista
bajaba las desvencijadas escaleras de Iberia en El Aaiún. Abierta la portezuela del
aparato que tan pocos y sospechosos pasajeros transportaba desde Las Palmas de
Gran Canaria, una bofetada de aire caliente nos amilanó. A continuación,
mientras un tal comandante Sandino, que me recibía, daba instrucciones sobre el
equipaje y el destino en aquella ciudad de aluvión y frontera, el sirocco
-arena finísima que busca hasta el último repliegue de la piel-, y le cafard-esa locura que sólo
puede darse en el desierto-, cayeron sobre los desolados y bogartianos -"Casablanca",
"Casablanca"-, pasajeros de aquel vuelo extraño amenazado por la
marcha verde marroquí. Llegados a la capital del Sahara solo había un destino:
la plaza. A un lado el Gobierno General, a otro la residencia del Gobernador. Y
cruzando la plaza la primera visión -al menos la mía- fue la de un general
arrogante, vestido de chaleco de antílope con el pecho y los brazos al aire,
sin armas, enjuto, personaje de Jean Lartegy, golpeteando la bota con un
pequeño látigo, mirando al frente y charlando con los saharahuis que se le
cruzaban en aquella plaza. Te quedabas parado ante aquella imagen llena de
chulería imperial y de valor personal. Despues oías a lo lejos unos redobles y
por una calle lateral se te presentaba, como de improviso, una bandera del
Tercio, con un carnero marcando el paso en primera fila. Venían a la plaza de
El Aaiun a arriar la bandera y los saharuis se retrepaban sobre las aceras
medrosamente. Pensaras lo que pensaras te llenabas de un falso orgullo. La
caída mental del europeo fácilmente colonialista. (¡Aquel Tercio Juan de
Austria que se negó a arriar la bandera en el Sahara, taló el mastil, y se lo
llevó a las Canarias!). Pues de aquel cafard de barato colonialismo decimonónico
uno de los generales que tuvieron claro lo que había que hacer fue el de la
plaza y la fusta: Gómez de Salazar, gobernador general entonces, artífice de la
buena retirada de nuestras tropas.
Nada tiene que envidiar su
carrera a la de Milans, ni en medallas, ni en campañas. Y Gómez de Salazar es
anterior en el empleo al ex-capitan general de Valencia. Además presidió el
consejo de guerra contra los militares de la UMD y, acabará firmando las
sentencias contra los militares del 23 de febrero. En ese equilibrio está el
final de sus servicios al Estado. Puede que por todo lo anterior haya
sustituido a un buen príncipe del Ejército, como Alvarez Rodríguez, que ha
llevado sobre su úlcera sangrante lo peor de este juicio, y que lo ha hecho con
gallardía, con prudencia, con honor y con habilidad. Mas no se podía hacer,
aunque se pueda hacer otra cosa en el futuro.
Pero, ahora, la historia que
interesa es la del comienzo: tres jefes de nuestro Ejército que afrontan en
justicia el lema borgiano de Aut
Cesar, aut nihil; o treinta
años o nada. Peor suerte tuivieron otros centuriones.
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