A 200 metros de la terminal de. Ayacucho, sobre
el cemento del aparcamiento, hacemos fila con nuestras pertenencias frente a
una sección de paracaidistas de la Fuerza Aérea peruana, armados con fusiles de
asalto soviéticos Kalasnikhov, y una pareja de pastores alemanes
sospechosamente apacibles. Cuando somos suficientes, un altavoz exterior de la
torre de control nos obsequia, a la intemperie, con sones andinos, negándose a
que perdamos del todo el sabor plastificado de los viajes de la aviación civil,
mientras un paracaidista revisa pasajes y documentos moviendo los labios al
leer. Cruzando varios pozos de tirador, levantados con sacos terreros, se
accede a la terminal y, pegada la fila de viajeros a la pared, un oficial y un
soldado registran los equipajes hasta el aburrimiento, buscando sin éxito
dinamita o pasta básica de cocaína, y dejando estúpidamente de indagar bajo las
faldas de las indias viejas e inescrutables.Obtenida la tarjeta de embarque,
los viajeros son acorralados contra un culo de saco de la planta baja, en la
que hay 10 filas de sillas. Desde la galería del piso superior vigilan más
soldados, arma al brazo. La cafetería sólo tiene uso militar y has de pedir
permiso para salir de la ratonera de espera, cruzar el desierto vestíbulo y
acceder a los servicios. Mejor es aguantarse. Lo insoportable es el soroche, el
mal de altura, que te anuda pulseras y esclavas de plomo en las muñecas y los
tobillos y coloca una mano enérgica y dura contra la base del esternón y puntea
la cabeza con un dolor sordo, itinerante y definitivamente convincente,
inasequible a la corabina, al mate de coca o a las modestas aspirinas, y que de
desarrolla con la batidora de los helicópteros que van despegando de la pista
en las primeras luces. Como en un remedo andino de Indochina, ves levantarse
los huey-cobra americanos de la Fuerza Aérea peruana, pintados
de minio, en la mala película de siempre: Con las puertas correderas abiertas,
una ametralladora anclada en cada flanco y sus servidores sentados en los
quicios de los vanos, con las piernas colgando en el vacío.
Un minuto de dulce y amodorrado silencio para
todos cuando se dispara hacia las colinas el último helicóptero antes de que
adviertas que la indita de huesos blandos y piernas deformes, que anda a cuatro
patas como un perro, serpentea ahora extrañamente como un reptil buscando en el
suelo el precario refugio de una escupidera de aeropuerto, y que desde el fondo
de su cerebro rebota en los oídos el tableteo de una ametralladora, acompañado
del estampido seco de las pistolas. Los viajeros que aún esperaban su turno de
registro corren hacia el culo de saco donde esperamos los restantes. Vemos a
través de las cristaleras cómo la guardia exterior, de un salto y con sus
perros, se refugia tras los sacos terreros. La vigilancia del piso superior
desaparece dando portazos. Los paracaidistas del vestíbulo saltan las vallas de
las terminales de equipajes y, se lanzan hacia la pista. Un oficial, con su
radiotransmisor atora do en el cinturón, a la altura del coxis, habla por él a
gritos, doblándose sobre sí mismo mientras intenta correr. A las voces
imperantes de "¡siéntense, siéntense!", los viajeros que no están ya
en el suelo toman circunspectamente asiento, mirando amorosamente las losetas y
las esquinas. El madrugón, el soroche, las indias quechuas que
llevan patatas y azúcar a la desabastecida Lima, los horrísonos helicópteros,
la siempre, infantil parafernalia militar nos habían hecho olvidar por unos
momentos que esperábamos un avión civil en el aeropuerto militarizado de Ayacucho.
Tres periodistas, tres extranjeros
Veinticuatro
horas antes, en la mañana del domingo, Abel, un ayacuchano menor de 15 años que
sabía unas palabras de quechua y no muchas más de castellano, limpiaba los
zapatos de tres periodistas bajo el tibio sol en la plaza de Armas de la
ciudad: Juan Carlos Algañaraz, argentino-vasco-español y subdirector de Cambio
16; Carlos Lareau, un estadounidense de origen vasco-canadiense,
delegado en Lima de la agencia Efe, y este cronista. Al llegar al aeropuerto,
los tres fueron retirados de la fila de viajeros flanqueada por paracaidistas,
sus pasaportes fueron anotados con parsimonia y su presencia comunicada por
radio a la ciudad. En ella, el hostal Santa Rosa, caserón propiedad de Paco, un
vasco que hizo algún dinero tras años en la selva trabajando el cacao y que
alberga desde hace un año a la Prensa internacional, está vacío. Sólo quedan en
la ciudad los periodistas nativos. A uno de ellos -Luis Morales, corresponsal
del diario izquierdista Marka- ya le han colgado varias veces
de su puerta el perro ahorcado, símbolo de la muerte próxima, y le han volado
con dinamita los dinteles por tres veces. Cuando el general-gobernador,
Clemente Noel, se cruza con él en la calle, le sonríe; sus edecanes le
cuchichean: "Te vamos a sacar la mierda del cuerpo. En la primera ocasión
que te descuides te vamos a dar un par de tiros".Paco, ya avezado a su
inusual y reciente clientela, da la novedad: "El prefecto me ha invitado
por escrito para que acuda a las nueve a la plaza de Armas para izar la
bandera. Me parece que viene el presidente Belaúnde". A las ocho y media
están los periodistas en la plaza limpiándose los zapatos. Por las calles,
patrullas de sinchis, guardias civiles, guardias republicanos,
soldados regulares, tanquetas color arena y azul mahón. Los ayacuchanos que caminan
a nuestro lado son desviados de numerosas calles, mientras se ignora a los
periodistas como si fueran invisibles. Es obvio que funcionan los
radiotransmisores de campaña.
La plaza de
Armas nunca lo fue tanto: Entre los jardincillos alrededor de la estatua
ecuestre al mariscal Sucre sólo se advierte la presencia de los tres
periodistas, Abel, la loca Ernestina y algunos cientos de soldados de aspecto
fiero. La loca Ernestina tiene poco más de 30 años, chola, renegrida,
andrógina, podría parecer un pobre muchachito. Con una sonrisa de oreja a oreja
y al grito de "¡papito, papito!" busca algún misterioso diálogo
redentor de su locura. El primer día que el general Noel accedió a la plaza de
Armas de Ayacucho para izar la bandera rojiblanca peruana y dejar bien claro
quién mandaba aquí, la loca Ernestina le abrazó a mitad de la ceremonia
babeándole su angustioso "ipapito, papito!".
Abimael Guzmán, filósofo y senderista
La plaza,
cuadrada, bellísima, con soportales, es como toda la ciudad, una réplica en los
Andes centrales de cualquier pueblo burgalés o soriano. En sus cuatro costados
se levantan los vetustos edificios con balconadas de la preceptura, el
ayuntamiento y la universidad de San Cristóbal de Huamanga, donde impartió
clases de Filosoria Abimael Guzmán, fundador de Sendero Luminoso, y que ha sido
vivero, entre maestros y discípulos, de esta comprensible demencia maoísta
entre los abandonados indios quechuas y aymerás. Aquí redactó Abimael su tesis
sobre marxismo y conoció, ya maduro, a la muchacha de 14 años que convirtió en
su esposa (no tiene hijos). Y aquí todavía el general Noel detiene a un médico
acusándole de asistir con diálisis a Abimael en su ignorado escondite cuando en
esta ciudad de 70.000 habitantes no hay medios para hacer un análisis de
orina.Desde la balconada de la prefectura un oficial convoca repetidamente por
los altavoces a la ciudadanía para congregarse en la plaza y rendir homenaje a
la bandera. Hacia las 10 de la mañana la plaza está desierta de civiles y
abarrotada de militares; cuando llega el arquitecto Fernando Belaúnde Terry,
por segunda vez presidente constitucional de Perú, se pueden contar los
curiosos no un¡formados en poco más de un centenar. Belaúnde se apea de un
microbús erizado de fusiles, e inmediatamente se colocan a sus espaldas, en
uniforme de campaña, los generales Brush (ministro de la Guerra y primo hermano
del general Noel) y Briceño, presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor,
gigantesco y con la misma delicadeza de facciones de un blindado. Percovich,
ministro del Interior, farmacéutico, visionario de la Virgen María, según
confesión propia y televisada, también acompaña a la comitiva. Unas 50 personas
entre oficiales y jefes de las distintas armas y servicios, y gorilas en mangas
de camisa y con metralletas en la mano, siguen a Belaúnde, quien da cuatro
pasos levantando la mano, comprueba que carece de público, y corta a toda prisa
en diagonal hacia el centro de la plaza para izar la bandera, mientras se canta
el himno nacional. El oficial de la balconada clama pór la megafonía resaltando
la emoción del momento ante todo el pueblo de Ayacucho y los extranjeros
presentes (exactamente tres). Casi a paso de marcha todo el grupo regresó hacia
la prefectura. La loca Ernestina, gritando "¡papito, papito!", se
lanza sobre la acelerada comitiva. La arrollan, cae al suelo, abre una boca
descomunal en un alarido silencioso, alza sus piernas pataleando. Todos nos
detenemos; Belaúnde sonríe sin saber qué hacer; dos jefes del Ejército la
levantan del suelo mientras estalla el llanto y el alarido "¡ay papito,
papito!".
Prácticamente
a la carrera subimos todos a la balconada de la prefectura y en tres minutos
desfilan las tropas al paso de la oca. Otra vez a ritmo gimnástico hasta la
plaza, donde los periodistas de la ciudad y los tres extranjeros casi sujetamos
indebidamente al presidente contra su furgoneta:
"¿A
qué ha venido?".
"A
demostrar que la única bandera que puede ondear en Ayacucho es la
constitucional del Perú".
"¿Habrá
elecciones en este departamento?".
"Por
supuesto. Y quiero estrechar la mano del alcalde Jáuregui, que es un ejemplo y
una esperanza para todos los ayachucanos".
Se acerca
el alcalde Jáuregui, extiende mecánicamente el brazo, cuya mano aprisiona
largamente Belaúnde. Todos pensamos que Jáuregui se va a caer al suelo si le
siguen estrechando la mano. Pálido, con la boca torcida en un rictus
ensalibado, no dice palabra, ni puede. Se le advierten en la cabeza los
costurones de los dos tiros en la nuca que recibió de los senderistas en el
pasado diciembre cuando paseaba por una calle de Ayacucho, y de los que ha
sobrevivido milagrosamente, pero con lesiones irreversibles.
"'¿Algo
más, señor presidente?".
"Nada,
saludar a este maravilloso pueblo de Arequipa" (el departamento vecino.
Parece cierta la versión que te dan en Lima sobre la arterioesclerosis de
Belaúnde y su principio de Parkinson).
Belaúnde
monta en la furgoneta erizada de ametralladoras y toda la comitiva abandona
rápidamente la ciudad. Todo ha durado 20 minutos.
Darse por muertos
Al rato
comienzan los indios a salir de sus casas y a abrir sus tiendas en los
soportales de la plaza.
"¡Elecciones. Aquí no va a votar nadie. Y quien se
presente a alcalde ya puede darse por muerto".
"¡La guardia civil!;
se llevan a nuestros jóvenes y prostituyen a nuestras muchachas".
"¿Sendero ... ?", y se hace un silencio entre
atemorizado y respetuoso.Al día siguiente, la Prensa limefla da cuenta del
gesto gallardo del presidente Belaúnde presentándose en Ayacucho, del calor
popular con que fue recibido y de que a 30 kilómetros de la capital los
senderistas han degollado ese mismo día a 16 campesinos. El diarioMarka coincide
en el balance de la degollína, pero estima que los muertos lo fueron por acción
de las fuerzas gubernamentales. La discrepancia no hace mover las cejas a
ningún juez de Lima, ciudadcalcutizada, según expresión de su clase
dirigente. En Ayacucho la noche cae rápidamente, como una losa, sobre columnas
de camiones que regresan habitantes desde el campo antes de que cierre la queda
de las 10 de la noche.
Desde las
discotecas, a cuya salida sinchis y guardias republicanos
dirimen a tiros sus preferencias alcohólicas sobre las muchachas de Ayacucho,
se escucha a Ana Torroja, de Mecano, cantar Maquíllate, en el
vértigo de los Andes centrales peruanos, o a José Luis Perales entonar sus
baladas. La Guardia Civil vigila sus tanquetas, que más de una noche han sido
cubiertas con panfletos de Sendero. 500 muchachos están presos en el cuartel de
Los Cabitos, donde tiene su sede el cuartel general de Clemente Noel. Próximo,
el hospital de donde sacan a tiros a los presuntos senderistas que ingresan
heridos.
Al
amanecer, al aeropuerto, a los controles, a los helicópteros que revientan en
la cabeza el soroche y al tiroteo, las carreras y los gritos.
Recuperado apenas de los sustos, preguntas a un adormilado funcionario de
Aeroperú:
"Qué
está pasando aquí, por favor?".
"Nada,
no pasa nada; de cuando en cuando pegan unos tiros para ver si la guardia del
aeropuerto está alerta".
"¿Y
siempre lo hacen con público?".
"Lo
hacen cuando quieren; les gusta jugar a esta guerra".
La paz
reina en Ayacucho y flamea tranquila la bandera del Perú, izada por el
presidente Belaúnde.
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