Cuando estaba en Buenos
Aires hacía tertulia con el periodista
James Nielson, director de “The Buenos Aires Herald”, diario en inglés en la
cuenca del Río de la Plata y único que publicaba alguna noticia de las
atrocidades de cada Junta Militar. Hablando de bueyes perdidos pregunté su
opinión sobre la extraña pareja de los duques de Windsor. “La señora Wallis
Simpson –contestó- debería tener en Trafalgar Square una columna más alta que
la de Nelson porque nos quitó de encima a Eduardo VIII que hubiera sido una
catástrofe para Gran Bretaña. Peor que Hitler”. De él queda la sustancial cita
de que un caballero nunca puede vestirse de marrón, y ella, al morir viuda,
dejó herederos universales a sus perros. A más de divertirse toda su vida a
costa del contribuyente británico no se les conoce pensamiento alguno, no
escribieron ni sus memorias ni se les puede atribuir una caridad. Solo su
fascinación publicitaria por el Nacional- Socialismo y Adolfo Hitler en
particular.
El era brapdipsíquico y
según su primer secretario pareciera que al llegar a la pubertad hubiera
detenido su desarrollo intelectual. Con complejo de Electra y gerontofilo
persiguió mujeres casadas mucho mayores que él hasta que dio con la
estadounidense Wallis Simpson, doblemente divorciada, poco agraciada,
probablemente infértil y defensora de la tesis de que una mujer nunca está
suficientemente delgada, banderín de enganche de la anorexia. La historia de
que el rey del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda y Emperador de la India lo
dejaba todo por el amor de una divorciada es la peor novela romántica del siglo
XX. El Primer Ministro Stanley Baldwin
forzó su abdicación (aun no había sido coronado y llevaba menos de un año en el
trono) por propiciar un entendimiento anticomunista con Berlín distanciándose
de Francia. Wallis Simpson fue un pretexto, y ya como duques de Windsor se
marcharon en viaje de novios a la Alemania nazi siendo pública y calurosamente
recibidos por Hitler. En Sídney afirmó que los aborígenes australianos “son la
forma más repugnante de seres vivos que he visto. Son la forma más baja conocida de seres humanos y lo más parecido a
los monos”. Su secreto es que era tonto pero bien vestido y esperaba recuperar
la corona cuando Inglaterra fuera derrotada o regresar como líder político con
la svástica en la mano. Winston Churchill le nombró Gobernador de las Bahamas
para tenerle lejos de Europa, pero siguió haciendo declaraciones sobre el
inevitable triunfo del III Reich, tal como Joseph Kennedy, patriarca de la saga
y embajador de Roosevelt en Londres.
El contexto, la publicidad
nazi y sus primeros éxitos, explicaban tales conductas, y a la postre quien
fuera Eduardo VIII era hijo de un alemán, Jorge V, un Sajonia-Coburgo-Gotha,
que mudó en Windsor por razones obvias. Un noble como sir Oswald Mosley fundó
la Unión Británica de Fascistas, y Churchill lo encerró durante la guerra.
Keynes estaba horrorizado ante las imposiciones a Alemania en el Tratado de
Versalles y justificaba la vindicación germana. El ministro de Exteriores nazi,
von Ribentropp, siendo embajador en Londres, trabó lazos personales con lo más
reaccionario de la aristocracia inglesa que veía al enemigo en Stalin y no en
Hitler. Rudolf Hess, segundo de Hitler, se lanzó en paracaídas sobre el
castillo del duque de Hamilton ofreciendo una paz garantista del Imperio
británico. No estaban solos y la clase obrera si bien era patriótica y de
izquierda estaba agotada de penurias. Solo el voluntarismo de Churchill en las
horas peores mantuvo unida a la nación. A lo peor el episodio Windsor procede
de la sangre envenenada de la reina Victoria, con doble mutación genética,
expandida por endogamia en las Cortes europeas, de Madrid a Moscú, de los
borbones a los Romanoff, en forma de hemofilia y porfiria, porque el duque era
un tarado. Hacen bien en casarse con plebeyas: regeneran lo glóbulos rojos. Los
vampiros lo saben en su infinita experiencia de muertos vivientes.
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