Felipe V casó una Saboya en
Barcelona donde juró como Conde de la ciudad y ante las Cortes Catalanas. Luego
(1704) los austracistas ingleses desembarcaron en la Ciudad Condal ante la
indiferencia general. Un año después los valedores del archiduque Carlos
tomaron el castillo de Montjuic y bombardearon una Barcelona dividida. Manuel
Azaña fue un gran orador de masas pero se perdía por una frase, y cuando en el
inicio de la II República saludó al gentío desde la Generalitat espetó:
“¡Catalanes: ya no tenéis Rey que os haga la guerra!”. A falta de uno los
sufridos catalanes tuvieron varios monarcas que les hicieron la guerra desde
1701 a 1713 con rebotes hasta 1725. La muerte sin sucesión de Carlos II, el
hechizado, entre exorcismos, su testamento que nadie cumplió: la unidad de
España y sus posesiones ultramarinas. Se puede entender la sentimentalidad
catalana que vio sustituidos (como Aragón) sus decretos de vieja planta por los
de nueva y el centralismo francés. Siglos antes las Comunidades de Castilla
también perdieron sangrientamente sus derechos ante un “Austria” como Carlos I
y hoy no reclama reparación. Siempre trae malas consecuencias apostar por
caballo perdedor. Más que sentimiento es tristeza maligna conmemorar en la
Diada una derrota ante tropas francesas, pero ya es retorcido llorar por unas
leyes perdidas en una guerra de Suceción para pasar sin transición a la
Secesión y hasta mirarse en el espejo de Kosovo o tomarse por el reino de
Escocia. El independentismo catalán tiene la sintomatología de las fiebres
tercianas. Tras el paréntesis franquista y la larga transición una alianza
contra natura entre partidos de derechas y todo lo que quepa a su izquierda
coinciden en el derecho a decir que usó Lluís Companys en 1934 para subvertir
la legalidad republicana proclamando la republica catalana dentro de una
federación ibérica, sin consultar ni a los portugueses. El Gobierno de Madrid
tuvo que ordenar al general Batet, un catalán por los cuatro costados, que
reparara aquel descosido de nosocomio.
En las Cortes republicanas
que debatieron el Estatuto Catalán, se enfrentaron elegantemente Azaña y José
Ortega y Gasset, ganando el primero por aclamación y dejando el filosofo una
pesimista reflexión para la Historia: “El que llamamos problema catalán no se
resolverá nunca”. La reescritura interesada de la Historia hace parecer que la
Guerra de Sucesión la perdió Cataluña por la implantación de una nueva
administración más centralista, y hay otras cosas. Tan larga contienda la
perdió la Monarquía Hispánica privada de Bélgica, Luxemburgo, Nápoles, Cerdeña,
el ducado de Milán, Sicilia, Menorca y Gibraltar. La Guerra de Sucesión no la
ganó Castilla sino Inglaterra que embolsó a más del Peñón y la isla balear,
Terranova, Acadia y San Cristóbal en las Antillas, los territorios de la Bahía
de Hudson, y el derecho de asiento y tráfico de esclavos y mercancías en
Hispanoamérica. Tal es así que esa guerra dinástica es uno de los marcadores
del inicio de la lenta decadencia española. El orteguiano “problema catalán” no
es más que un pequeño fleco de un gran conflicto entre las potencias europeas
que ha de ser estudiado pero no convertido en cotidianeidad. El Estado
autonómico dio a Cataluña no un decreto de vieja planta ni el Estatuto
republicano sino un autogobierno impensable para los agraviados del siglo
XVIII, y solo resta romper la Constitución en nombre del victimismo de
vidriera. La catalanista Rosa Regás, que no hizo ascos a dirigir la Biblioteca
Nacional, declaró que en Madrid los camareros te tratan mal si pides “Vichy
catalán”, incalificable tontuna. Y es que si te empeñas en no sentirte querido
acabas despotricando del vecino. La sabiduría popular dice que si deseas ser
adorado has de transmutarte en vaca e
irte a la India.
El “derecho a decidir”
jamás ha formado parte de algún cuerpo jurídico civilizado. Existió el derecho
de Hitler de decidir invadir Polonia, que nada tiene que ver con lo que van a
votar los escoceses a iniciativa del Primer Ministro, Cameron, y en un país
como el Reino Unido que al no tener Constitución escrita sino derecho
consuetudinario, puede permitirse flexibilidades que no se dan en el resto de
Europa, y con seguridad, además, de que las Tierras Altas permanecerán en la
Unión Jack. Obviamente la figura de Abraham Lincoln no despierta fervor entre
los secesionistas catalanes que si son entusiastas de la figura de David Ben
Gurión por más que no tengan de los judíos ni la historia, ni la vieja patria,
ni la religión, ni la raza. Dejando la “guerra” entre comillas hay puntos de
encuentro entre la secesión catalana y la americana. Lincoln era abolicionista
de la esclavitud pero hubiera mirado a otra parte para evitar el conflicto y
tardó 18 meses en firmar la emancipación. La Confederación se constituyó
ilegalmente, pero no bastándoles con ello fueron los primeros en disparar un
tiro atacando Fort Sumter. Lincoln (un
republicano) les aplicó la ley y tampoco aceptó su derecho a decidir libremente
en el supuesto de que en ello llevaban el germen de multidivisiones ulteriores.
En su breve y afamado discurso de Gettysburg pidió un gobierno del pueblo para
el pueblo y con el pueblo, pero para todos, no para una parte del país. El
Presidente confederado Jefferson Davis y el comandante en jefe Robert E. Lee,
pudieron vivir libremente en la Unión dedicados a la enseñanza, sin que nadie
les fusilara por traición. La paradoja es que los independentistas lograron que
aumentara sensiblemente el poder federal de la Unión en detrimento de los
Estados. Firmada la paz Lincoln salió a la verja de la Casa Blanca y ordenó a
la banda: “Toquen Dixie” (el himno de la Confederación). Pocos días después un
secesionista le mató de un tiro en la cabeza en el palco de un teatro.
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