7/7/13

DE LA SUCESIÓN A LA SECESIÓN (7-7-2013)

Felipe V casó una Saboya en Barcelona donde juró como Conde de la ciudad y ante las Cortes Catalanas. Luego (1704) los austracistas ingleses desembarcaron en la Ciudad Condal ante la indiferencia general. Un año después los valedores del archiduque Carlos tomaron el castillo de Montjuic y bombardearon una Barcelona dividida. Manuel Azaña fue un gran orador de masas pero se perdía por una frase, y cuando en el inicio de la II República saludó al gentío desde la Generalitat espetó: “¡Catalanes: ya no tenéis Rey que os haga la guerra!”. A falta de uno los sufridos catalanes tuvieron varios monarcas que les hicieron la guerra desde 1701 a 1713 con rebotes hasta 1725. La muerte sin sucesión de Carlos II, el hechizado, entre exorcismos, su testamento que nadie cumplió: la unidad de España y sus posesiones ultramarinas. Se puede entender la sentimentalidad catalana que vio sustituidos (como Aragón) sus decretos de vieja planta por los de nueva y el centralismo francés. Siglos antes las Comunidades de Castilla también perdieron sangrientamente sus derechos ante un “Austria” como Carlos I y hoy no reclama reparación. Siempre trae malas consecuencias apostar por caballo perdedor. Más que sentimiento es tristeza maligna conmemorar en la Diada una derrota ante tropas francesas, pero ya es retorcido llorar por unas leyes perdidas en una guerra de Suceción para pasar sin transición a la Secesión y hasta mirarse en el espejo de Kosovo o tomarse por el reino de Escocia. El independentismo catalán tiene la sintomatología de las fiebres tercianas. Tras el paréntesis franquista y la larga transición una alianza contra natura entre partidos de derechas y todo lo que quepa a su izquierda coinciden en el derecho a decir que usó Lluís Companys en 1934 para subvertir la legalidad republicana proclamando la republica catalana dentro de una federación ibérica, sin consultar ni a los portugueses. El Gobierno de Madrid tuvo que ordenar al general Batet, un catalán por los cuatro costados, que reparara aquel descosido de nosocomio.

En las Cortes republicanas que debatieron el Estatuto Catalán, se enfrentaron elegantemente Azaña y José Ortega y Gasset, ganando el primero por aclamación y dejando el filosofo una pesimista reflexión para la Historia: “El que llamamos problema catalán no se resolverá nunca”. La reescritura interesada de la Historia hace parecer que la Guerra de Sucesión la perdió Cataluña por la implantación de una nueva administración más centralista, y hay otras cosas. Tan larga contienda la perdió la Monarquía Hispánica privada de Bélgica, Luxemburgo, Nápoles, Cerdeña, el ducado de Milán, Sicilia, Menorca y Gibraltar. La Guerra de Sucesión no la ganó Castilla sino Inglaterra que embolsó a más del Peñón y la isla balear, Terranova, Acadia y San Cristóbal en las Antillas, los territorios de la Bahía de Hudson, y el derecho de asiento y tráfico de esclavos y mercancías en Hispanoamérica. Tal es así que esa guerra dinástica es uno de los marcadores del inicio de la lenta decadencia española. El orteguiano “problema catalán” no es más que un pequeño fleco de un gran conflicto entre las potencias europeas que ha de ser estudiado pero no convertido en cotidianeidad. El Estado autonómico dio a Cataluña no un decreto de vieja planta ni el Estatuto republicano sino un autogobierno impensable para los agraviados del siglo XVIII, y solo resta romper la Constitución en nombre del victimismo de vidriera. La catalanista Rosa Regás, que no hizo ascos a dirigir la Biblioteca Nacional, declaró que en Madrid los camareros te tratan mal si pides “Vichy catalán”, incalificable tontuna. Y es que si te empeñas en no sentirte querido acabas despotricando del vecino. La sabiduría popular dice que si deseas ser adorado has de transmutarte en vaca  e irte a la India.

El “derecho a decidir” jamás ha formado parte de algún cuerpo jurídico civilizado. Existió el derecho de Hitler de decidir invadir Polonia, que nada tiene que ver con lo que van a votar los escoceses a iniciativa del Primer Ministro, Cameron, y en un país como el Reino Unido que al no tener Constitución escrita sino derecho consuetudinario, puede permitirse flexibilidades que no se dan en el resto de Europa, y con seguridad, además, de que las Tierras Altas permanecerán en la Unión Jack. Obviamente la figura de Abraham Lincoln no despierta fervor entre los secesionistas catalanes que si son entusiastas de la figura de David Ben Gurión por más que no tengan de los judíos ni la historia, ni la vieja patria, ni la religión, ni la raza. Dejando la “guerra” entre comillas hay puntos de encuentro entre la secesión catalana y la americana. Lincoln era abolicionista de la esclavitud pero hubiera mirado a otra parte para evitar el conflicto y tardó 18 meses en firmar la emancipación. La Confederación se constituyó ilegalmente, pero no bastándoles con ello fueron los primeros en disparar un tiro atacando  Fort Sumter. Lincoln (un republicano) les aplicó la ley y tampoco aceptó su derecho a decidir libremente en el supuesto de que en ello llevaban el germen de multidivisiones ulteriores. En su breve y afamado discurso de Gettysburg pidió un gobierno del pueblo para el pueblo y con el pueblo, pero para todos, no para una parte del país. El Presidente confederado Jefferson Davis y el comandante en jefe Robert E. Lee, pudieron vivir libremente en la Unión dedicados a la enseñanza, sin que nadie les fusilara por traición. La paradoja es que los independentistas lograron que aumentara sensiblemente el poder federal de la Unión en detrimento de los Estados. Firmada la paz Lincoln salió a la verja de la Casa Blanca y ordenó a la banda: “Toquen Dixie” (el himno de la Confederación). Pocos días después un secesionista le mató de un tiro en la cabeza en el palco de un teatro.   

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