Raúl Morodo fue cofundador
del Partido Socialista Popular junto al profesor Enrique Tierno Galván,
su mano derecha. Fue un hombre destinado a altos manejos políticos tras la
fusión con el PSOE (se odiaban mutuamente) y avatares de la vida lo resignaron
al Servicio Exterior en Lisboa y Caracas. Se perdió una cabeza política muy
sensata. De aquella tropa “tiernista” que se publicitaba con un obrero vestido
con un mono, que era el único proletario que tenían, sólo ha emergido
escandalosamente José Bono, el
patrimoniador. Morodo publica en Planeta
“Siete semblanzas políticas: republicanos, falangistas y monárquicos”.
Es uno de esos libros raros
por su carga intelectual y su ausencia de sectarismo. Por él transitan Victoria
Kent, el anarquista Gonzalo Malo, Salvador de Madariaga (tío de los Solanas), Antonio Tovar que fue el
traductor de Franco en la entrevista con Adolf Hitler en Hendaya, Pedro Laín
Entralgo, Dionisio Ridruejo que organizó el traslado de los restos mortales de
José Primo de Rivera desde Alicante a El Escorial, a pié, a hombros y con
antorchas, que pretendía una carretera
absolutamente recta desde Madrid al Monasterio, y el monárquico-liberal Joaquín
Satrústegui.
Hundida bajo el pantano
progresista los falangistas pasaron a
ser la viuda de la revolución pendiente. Antes de su legítimo fusilamiento ( si
es que los fusilamientos lo son bajo cualquier circunstancia) José Antonio denunció que el 18 de Julio era una
militarada amancebada con el más rancio y agrario de la reacción española. Su
punto de vista, por supuesto, era fascista pero muy alejado del Régimen en el
que terminó la Guerra Civil.
El poeta Dionisio Ridruejo
tuvo que marcharse a purgar sus penas en la División 250 del Ejercito Alemán en la orillas del Volchov,
para acabar su vejez aislada patrocinando un partido socialdemócrata de
bolsillo de chaleco. Tovar quedó marginado en su cátedra y Laín Entralgo en su
Historia de la Medicina. Todos ellos intentaron lo imposible: la superación de
la Guerra Civil y un abrazo entre los españoles de ambos bandos.
Otro sí de Victoria Kent o
Salvador de Madariaga, un
europeísta anterior a la II Guerra
Mundial y que fue algo más que un tonto en cinco idiomas como lo tildaba
Indalecio Prieto. Raúl Morodo retrata a
éstos personajes enfrentados por la violencia de la guerra y que el destino les
colocó en el exilio exterior o interior. El catedrático Morodo escribe de ellos
tras haberlos conocidos y hasta conspirado a su lado excepto a Primo de Rivera
quién por razones generacionales no tuvieron trato. Probablemente de no haber
sido así también hubiera hablado en la distancia con el jefe de una Falange que
no era la de Franco. A José Antonio se le intentó canjear por el hijo de Largo
Caballero que estaba preso en zona Nacional. Hubo vanos intentos por rescatarle
de Alicante desde un barco nazi pero Franco no demostró ningún interés ante la
presencia en Burgos de quién le podía disputar su liderazgo. Aunque al
falangista lo fusilaron con todas las de la ley, Prieto consideró públicamente
que era un error.
El de Morodo es un libro
insólito porque, en verdad, hace memoria
histórica y no le interesa deshuesar a Federico García Lorca ni abrir las
cunetas. Es una reflexión intelectual sobre figuras principales que se
opusieron tanto al republicanismo soviético como a la barbarie franquista. Es
un libro que podemos leer sin dolor los
hijos de la República y los del franquismo también, encontrándonos todos en
una gran reconciliación nacional que ya
habíamos logrado y que la nueva dirección socialista ( hay otros socialistas)
ha decidido cancelar
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