10/6/10

UN DIPLOMÁTICO ATÍPICO (10-6-2010)

Siento debilidad intelectual por los diplomáticos extravagantes. Agustín de Foxa, conde de su apellido fue un fascista pero no menos un excelente escritor (“Madrid de Corte a Cheka”, “Cuid-ping-zing” o “Baile en capitanía”). El sectarismo le ha sumido en los infiernos. Agregado en la Embajada ante la Roma de Mussolini coincidió en una recepción con el Conde Ciano, yerno del dictador, Canciller y cornudo manifiesto, quién le manifestó:” A usted Foxa el alcohol lo va a matar.” Era cierto que se había pasado de copas  pero tuvo la agudeza suficiente para replicarle:” Y a Usted lo va a matar Marciel Lalanda”. Al día siguiente un avión lo trasladaba a Madrid expulsado de Italia.

Como todo corresponsal extranjero he tenido que convivir con diplomáticos  de carrera de toda condición, y hasta uno de ellos me casó. Guardo sicalíptico recuerdo  de uno de ellos que al ver pasar por su ventana a una señorita de posibles, tiró los papeles, salió a la calle y tardó tres días en regresar a su casa y a la embajada. Encima era un misógino. Otro diplomático español destinado en Montevideo, se separó de su esposa, pero todos los fines de semana  iba con una bolsa con su ropa a la casa de su ex para que se la lavaran. Un Embajador en Sudamérica humillaba a su mujer invitando y exhibiendo a su amante en las recepciones. Un día la despechada regresó de inmediato a Madrid, se sentó ante el espejo de su tocador, y se pegó un tiro en la sien con el revólver de su marido. La doctora a la que llamaron al conocer lo sucedido tuvo que doparle con sedantes para que estuviera en condiciones de tomar el avión  de Iberia de regreso a Madrid camino del sepelio de su esposa.

Máximo Cajal no pertenece a ésta sub-raza, siempre ha sido un diplomático solvente pero que muchas veces ha roto con la política oficial de Asuntos Exteriores. Muchas veces fue “un líbero” que ha puesto su conciencia por encima de las doctrinas. Publica ahora su biografía “Sueños y pesadillas. Memorias de un diplomático” en la editorial Tusquets.  Cajal fue Embajador en Guatemala, Suecia y Francia, representante permanente ante el Consejo del Atlántico Norte, y  Subsecretario de Asuntos  Exteriores. En su primera visita a París, el entonces Presidente José María Aznar no lo convocó a ninguna de sus reuniones desconfiando de él e hiriéndole. El ex presidente, más desconfiado que un zorro, olfateaba de lejos, que Máximo Cajal, le haría el argumentario de la Alianza de Civilizaciones a Rodríguez Zapatero quién  no era más que un largo asiento caliente en el Parlamento.

Como Embajador en Guatemala fue un mártir. Indígenas desesperados entraron y tomaron su sede diplomática;  el Ejército guatemalteco entró a sangre y fuego matando a treinta y siete personas. Sólo se libró él tirándose por una ventana con el cuerpo ardiendo. España todavía está por ver cuáles fueron las consecuencias judiciales de aquella barbaridad.

André Malraux, abastecedor de aviones a la II República y ocasional bombardero, juró no regresar a España mientras Franco viviera. Su jefe de filas, el General Charles De Gaulle, no tuvo ningún prejuicio y en 1970 visitó al Franco. Máximo Cajal fue en aquella oportunidad el interprete y el Gran Gallo francés comentó:” Está acabado. Casi no recuerda nada “. Y se marchó al Cigarral de Gregorio Marañón en Toledo a tomar sus pobres notas.

Cajal nos sorprendió con un libro “Ceuta y Melilla, Olivenza y Gibraltar. ¿Dónde acaba España?” que nos dejó estupefactos. Proponía la entrega a Marruecos de las plazas africanas de soberanía para así mejorar nuestra relación con el sultán y aceitar así el conflicto de Gibraltar y por no quedarse corto sugería devolver la Plaza de Olivenza arrebatada a los portugueses hace siglos  como si tuviéramos conflictos territoriales con Lisboa. El disparate de un diplomático enfebrecido. No es de extrañar que éste hombre le haya dado soporte intelectual a esa Alianza de Civilizaciones que Zapatero cifra en el Irán de los Ayatolas. Lo malo no es ser inteligente sino pasarse. Máximo Cajal se ocupa ahora de tratarse  un cáncer; que le tiendan la mano sus oncólogos para su mejor curación.

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