3/4/11

BAILANDO CON LOBOS (3-4-2011)

Al olvidado dramaturgo, Jacinto Benavente, Premio Nobel de Literatura, le reprochaban ser repetitivo en sus obras. “Primero –argüía – hay que enunciar la frase, luego hay que insistir para que la escuchen y, finalmente, repetirla para que la entiendan”. Repitámoslo: desde hace más de 40 años, desde Franco, los poderes del Estado y ETA se han cruzado mensajes, se han enviado emisarios, han llegado a acuerdos como respetar a las familias (violado constantemente por la banda), se han visto las caras, se han querido conocer para interpretarse y han sufrido el vértigo de mirar los ojos del que te va a asesinar. Detenido “Pakito” en una comisaria francesa, el general Rodríguez Galindo (luego condenado por otros crímenes) pidió a la policía gala entrar en la celda. Solo se miraron largamente sin decir palabra. En el comienzo de esta tenebrosa historia la policía del Régimen no sabía qué demonios era ETA, ni tras el asesinato del guardia civil Pardines por el iluminado Echevarrieta, estudiante de Económicas, que se apuntaba desnudo con una pistola ante el espejo: “No seremos nada hasta que no haya muertos”. Fue el teniente coronel San Martín, condenado por el 23-F, quien le organizó al almirante Carrero Blanco, un Servicio de Documentación que envió oficiales al sur de Francia, armaron demasiado ruido y fueron incapaces de prever la bárbara voladura de su jefe. Hasta que no se fraguó la punta de lanza de la Guardia Civil la lucha antiterrorista permaneció estancada.

Probablemente porque han gobernado más tiempo los socialistas se han acostado con ETA hasta desgastar las sabanas, incluida la zanahoria de conversaciones a alto nivel en Argel y el palo de torturas, secuestros y asesinatos con Felipe González. Lo de Zapatero es excesivo porque desde que callejeaba con pancarta padece un síndrome obsesivo-compulsivo tendente a lograr el fin de ETA  bajo su égira creyendo que Maquiavelo en “El príncipe”  dogmatiza que el fin justifica los medios, lo que no es cierto para quienes han leído al florentino. Su rostro en la T-4 de Barajas, con dos muertos bajo sus pies, reflejaba estupefacción y lástima por sí mismo.  “Es un error” insistió. Observadores internacionales como si estuviéramos en Camp David bajo el padrinazgo de Obama. Actas “oficiales” en un Banco Suizo tal si fueran el Tratado de Versalles. Eguiguren, de maltratador convicto a Ministro Plenipotenciario. Un embrollo harapiento y cochambroso. Faisanes, mentiras y cintas de video. Y los navarros, que son los vascos, moneda de cambio para quienes solo son provincias vascongadas. Se pide la dimisión de Zapatero y Rubalcaba que han podido pisar la felonía. En democracias más avanzadas así sería, pero aquí antes se harán vegetarianos los cocodrilos. La defensa socialista es que Aznar hizo lo mismo. No. Envió tres hombres a Zúrich, hablaron con los etarras por el método del doctor Ollendorff  (“Qué hora es” / “Mañana lloverá”), y no hubo nada. Bailar con lobos entraña tanto peligro como cabalgar un tigre.

Los caballeros normandos Reginald Fitzurse, Hugo de Morville, William Tracy y Richard Brito, por orden de Enrique II de Inglaterra, asesinaron sacrílegamente en el atrio de su Catedral a Tomás Becket, arzobispo de Canterbury y Lord Canciller, por la preeminencia del absolutismo real sobre la moral de las Iglesias anglicana o católica. El crimen descollante se laicizó, colocando la moral civil por encima de la razón del Estado, refugio de ilegalidades y truhanes. El Rey tuvo que dejarse azotar en público como expiación de su crimen. Este valor moral corresponde a las víctimas de ETA y sus miles de deudos que en ningún caso han intentado tomarse la Justicia por su mano, caso insólito en el mundo. A partir de 1945 hasta los judíos asesinaron a nazis en fuga. Son los victimados quienes tienen que perdonar y no el Estado que no tiene razones sino leyes. La negociación con ETA siempre será inmoral mientras no conduzca a su rendición incondicional. Esto no es Irlanda, las islas Feroe, Sur-Sudán o Timor oriental. Como es inculto, Zapatero confunde la pulsión moral como el disipado y brutal Enrique II. 

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