El clásico cinematográfico
“El salario del miedo” escrita y dirigida por Henry-Georges Clouzot sobre la
novela homónima de Georges Arnaud, protagonizada por Yves Montand narra la
letal peripecia de camioneros transportando nitroglicerina hacia un pozo
petrolífero en llamas. El ácido nítrico sobre la glicerina constituye un
explosivo que al estallar suprime el oxigeno y apaga cualquier fuego por
poderoso que sea, con el inconveniente de que es más inestable que el carácter
de Venizelos, ministro de Hacienda griego, y al menor movimiento arrasa su
alrededor. Quienes lo llevaban en camiones por carreteras de ripio cobraban
salarios exorbitantes que muy pocos llegaban a recibir porque sus cuerpos (y
sus camiones) jamás aparecían. Luego Alfred Nobel inventó la dinamita dándole
densidad con arenilla al pavoroso
mejunje haciéndolo manejable como un juguete. En la antigüedad se
remuneraba el trabajo con sal y de ahí la palabra. Hoy hay salarios de miedo en
instituciones privadas o mediopensionistas y jubilaciones de espanto para
personajes que han hundido una Caja de Ahorros. No es bueno ni malo sino
obsceno cobrar cinco millones de euros al año para pedir desde el cargo
subsidios públicos o darse un jubileo de quince millones tras haber sido
incompetente tratando con nitroglicerina fondos provenientes del erario.
Siempre decimos que la empresa privada puede pagar con su dinero como quiera.
Pus no. De momento un Gobierno conservador se propone trasparentar los sueldos
públicos, que tampoco son el corazón de la manzana, y debería ponerles techo.
Pero solo rozar al Estado con tu trabajo debería prohibir o drenar fiscalmente
la legión del millón de euros de los inmorales. Con esta plaga de langosta
encima el que pretenda más que conduzca un camión de nitroglicerina.
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