Nos ponían juntos en los
ágapes y me iba confundiendo. En una cena de Luis del Olmo a famosos y
periodistas me aconsejó comer poco y beber solo “Coca-Cola”. Quería mantenerse por debajo de su peso.
“Es que la televisión te engorda mucho”. A la Audiencia Nacional no accedía por
el garaje en el coche de respeto, que es lo seguro, discreto y cómodo, sino que
dos veces al día subía y bajaba las escaleras de la puerta principal frente al
reten de las televisoras. Viniera o no a cuento la figura del juez Baltasar
Garzón acababa colándose en los telediarios. En un almuerzo con la Reina, en
una mesa redonda de ocho en la que no la dirigió la palabra, Garzón me ilustró
sobre los inconvenientes sociales del tabaco hasta que doña Sofía, terminado su
pescado, prendió un blanco extralargo que daba humo azulado, haciéndonos la
caridad del permiso a los tabaquistas. Yo vivía cerca de la Audiencia e,
invitados o no, Garzón caía por casa con otros magistrados y la doctora
aparejaba comistrajos mientras conspirábamos contra los inmorales y él
criticaba al Rey. Contra Pinochet o Videla vivíamos mejor; enfrentarnos al
narcotráfico o ETA era una medalla. Le regalé al juez un “poster” abertzale con
su cara y la mía dentro de una diana. Mirábamos las “mani puliti” de los
italianos y el martirio del juez Falcone, esfuerzos terminados en el primer
ministro Monti y la zarrapastrosa zozobra del “Costa Concordia”. Cuando Garzón
escarbaba en los GAL y la corrupción socialista del dinero y la sangre
(“Gurtel” es un juego de niños pijos) vendió su virginidad a Felipe González y
al ser traicionado crucificó a aquel en una X, Felipe comentó: “Se va a enterar
este de lo que es hacer política”. Defenestró sus ambiciones Juan Alberto
Belloch, el cochero de Drácula por su faz inquietante, biministro de Interior y
Justicia y hoy regidor de Zaragoza. También juez, otro que tal, me citó a
almorzar en un raro palacete madrileño. “Garzón no es juez; es un policía, y
por ello no se entiende lo que instruye. Se dedica al toma y daca, al
intercambio de cromos. Si tú me dices lo que me conviene yo te saco de imputado
y te dejo de testigo. Si me cuentas determinadas cosas yo meto tu sumario en un
cajón hasta que se enfríe el infierno. No indaga la verdad y arma los sumarios
casando piezas que nada tienen que ver entre sí. Los buenos abogados le conocen
y echan abajo sus ilegibles trabajos de instrucción”.
Cuando Garzón sacrificó a
su amigo y colega, el juez Gómez de Liaño, en el altar de Jesús Polanco, las
amistades naufragaron, y cuando pidió el acta de defunción de Franco se hizo
necesario siluetear a la María Callas de la Audiencia Nacional. A la Callas
también la falla la voz, ingería asquerosamente tenias para adelgazar mientras
comían en sus intestinos, y perdió la protección de Onassis como Garzón la de
Moncloa. Es ególatra y de ambiciones desmedidas. Como Moreno Ocampo, el
argentino mersa y chanta (no fiable en lunfardo), quiso la fiscalía de la Corte
Penal Internacional y, palurdamente, la perdió por falta de inglés. Negoció su
biografía con Pilar Urbano y constatamos que el juez superestar también era un
vulgar pesetero. No le interesa la ciencia jurídica que no tiene sino la
popularidad, el efectismo del cucañista. Los Derechos Humanos solo los atiende
para crear una red internacional clientelar en la que asesora al Gobierno
colombiano, a la OEA, a la Corte de Roma o al Tribunal de la Haya, con
financiación y apoyo socialista. Superman, Batman, Spiderman, el Capitán
América y El Guerrero del Antifaz. Pero, sobre todo, el que depone ronco en el banquillo
del Supremo es María Callas. La izquierda sin causa ni atributos resulta
patética jaleando a este astuto gañan con puñetas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario