Como todos los políticos de
fuste el Presidente Kennedy contaba con brillantes equipos que le redactaban
los discursos (como más de un presidente autonómico español) e incluso las
improvisaciones que, como prevenía Winston Churchill, han de tenerse memorizadas
tras días antes. Su asesinato no le dejó tiempo para grandes oratorias pero aun
se recuerda la incitación de su investidura a que los americanos pensaran que podían hacer por su país antes
en que podía hacer su patria por ellos, o la convocatoria a que su generación
colocara un hombre en la Luna, o el galante brindis ante De Gaulle en Paris:
“Yo soy el tipo que acompaña a Jackye”. Pero, probablemente, haya puesto más
raíces en la Historia contemporánea su discurso en Berlín occidental el 26 de
junio de 1963 calificando el muro que dividía la capital de Brandemburgo y de
Prusia como la prueba del fracaso comunista. Y en aquella ocasión Kennedy sí
que improvisó una frase. Antes de acceder a la balconada del palacio Rathaus
Schoneberg recordó la orgullosa cita
latina “Civis romanus sum” (Soy ciudadano de Roma) que pronunció San Pablo para
que le decapitaran evitando la crucifixión, pidiendo a su intérprete Robert H.
Lochner que la tradujera al alemán y le ayudara a memorizar los fonemas. Ante
el 83% de los habitantes de Berlín oeste provocó una apoteosis: “Hace dos mil
años era un orgullo decir “Civis romanus sum”. Hoy, en el mundo de la libertad,
uno puede estar orgulloso de decir “Ich bin ein Berliner”, soy ciudadano de
Berlín. Yo también soy un berlinés. Todos los hombres son libres donde quiera
que vivan, son ciudadanos de Berlín, y por ello, como un hombre libre, estoy
orgulloso de decir “Ich bin ein Berliner”. El rugido de la multitud se extendió
por Berlín oriental y Kennedy comentaría: “Nunca tendremos otro día como este”,
lo que resultó ominosamente cierto.
Fue aquel algo más que el
discurso agradecido de un huésped porque supuso oro clavo al respaldo
estadounidense a la ciudad partida y punto neurálgico de los valles y crestas
de la guerra fría. El reparto de Europa por los entonces aliados fue un cajón
de sastre advertido por Churchill, desoído por un Roosevelt agónico, y recibido
como regalo por un Stalin eufórico. Berlín oeste era una isla
franco-británica-estadounidense, emergente en un océano comunista y a 70
kilómetros de la Polonia bolchevique. Se comunicaba por con Occidente por una
autopista, una doble vía ferrocarrilera y puntuales corredores aéreos. En 1952
la URSS cortó las conexiones terrestres no atreviéndose a cerrar el espacio
aéreo, dando pié a un heroico puente volador aliado que abasteció la ciudad de
tres millones de habitantes al coste de victimas entre pilotos y tripulaciones,
dada la premura del esfuerzo, hoy recordadas en una estela berlinesa. Moscú
finalmente se avino a la existencia de una Republica Federal Alemana y otra
“Democrática” reabriendo los accesos por tierra a un símbolo sitiado. Durante
aquellas décadas la guerra fría no fue un concepto geoestratégico sino que
contemplaba otra guerra convencional entre la Europa comunista y la occidental.
La cantidad y calidad de divisiones blindadas soviéticas en la Republica
Democrática Alemana eran un hecho que superaba a los protagonistas
estadounidenses del banco del Oeste y se suponía que los militares rusos en sus
mesas de arena ensayaban un ataque en punta de lanza hasta la frontera
francesa, absorbiendo toda Alemania y evitando una guerra atómica por el pánico
colectivo a un invierno nuclear europeo. La guerra fría fue caliente en Cuba,
en Indochina, en la descolonización africana y en la Puerta de Brandemburgo. En
fecha tan tardía del siglo pasado como el 13 de agosto de 1961 los soviéticos
rusos y alemanes decidieron levantar el
muro de Berlín cerrando el suburbano, erigiendo kilómetros de hormigón con
alambradas, sembrando minas, tapiando los vanos de los edificios próximos y
patrullando los “Vopos” (policía del pueblo con arma larga) con orden de
disparar contra los propios en tierra de nadie. Los ideólogos de este singular
“apartheid” tenían sus razones: la opulencia de Berlín oeste estaba
corrompiendo a los alemanes orientales. Aun hoy cruzando la Puerta de
Brandemburgo con la cuadriga de frente y pese
a las obras inacabables se advierte la grisura del Este, el olor a
humedades rancias a la arquitectura soviética, pese que aquel Berlín en el que
el hoy Presidente Vladimir Putin ejercía de oficial de alto rango del KGB
(sucesora de la “Tcheka”) estaba sobresubvencionando por la URSS.
Otro protagonista de aquel
acto de hace 50 años, que acaba de remedar en el mismo lugar el Presidente
Obama, fue el periodista Herbert Karl Frahm, alias Willy Brandt, alcalde del
Berlín libre. Atractivo, socialista radical, fue observador o informador en
nuestra guerra civil y simpatizante del POUM (Partido Obrero de Unificación
Marxista), huyó del nazismo a Noruega y Suecia y regresó a la Alemania rendida
como oficial noruego. Padre de la “Ostpolitik” o “realpolitik” de acercamiento
a la Alemania oriental, fue traicionado por Markus Wolf, mítico jefe del
espionaje de la RDA, colocándole como secretario personal a su espía Guillaume,
que le obligó a dimitir como Canciller. Casó con dos noruegas y, como siempre,
ya de viejo, con la secretaria. Se le atribuye eso de que quien a los 20 años
no es comunista es que no tiene corazón y el que a los 40 no es conservador es
que carece de cabeza. ¡Qué plantel!, ¡qué bestiario de socialistas decentes
irrepetibles!: Olof Palme, Brandt, Bruno Kreisky…, menos Mitterrand que era un
impostor y al que solo redime su francés escrito. Hoy solo quedan desorientados
bomberos sociales.
Siempre nos quedará Berlín.
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